Hombrearse con la muerte
A la violencia nuestra de cada día se suma ahora la amenazante reedición de nuestro viejo libreto: el pueblo en armas contra el poder tiránico. Hay muchas cosas lamentables en los hechos de San Salvador Atenco, pero lo que más descorazona es la terca vigencia del machete justiciero sobre la justicia que emana de la ley.
En el nacimiento de México no hubo, por desgracia, un pacto fundador ni una Carta Magna: hubo un llamado a la muerte -el grito vengativo, el "primal scream" de Hidalgo- seguido por un hecho colectivo de sangre. Ese bautizo en las aguas sacrificiales de la violencia ha marcado casi 200 años de historia. En un contexto distinto, reivindicando sus legítimos títulos de posesión de la tierra, agotada y burlada la vía del derecho, Zapata recurrió a una violencia que consideraba lícita y natural: el pueblo de Anenecuilco recobraba su soberanía original afirmándola con el reluciente imperio del machete. Zapata no había estudiado mucha historia pero de manera instintiva vinculaba su revolución con la del Padre Hidalgo y presentía que su destino sería semejante. El problema fue que una vez comenzado el ciclo violento no había razón aparente para detenerlo, ni modo de hacerlo: la sangre llamaba a la sangre. Igual que a Hidalgo, a Zapata no le temblaban las manos para decretar la hecatombe. El episodio de la Alhóndiga de Granaditas, lejos de henchirnos con emoción patriótica, debería avergonzarnos: un degüello de civiles ejecutado a sangre fría por las turbas de un Ayatolah criollo momentáneamente enfebrecido. Cien años más tarde, el torvo Genovevo de la O. volaba trenes civiles, Neri practicaba el arte de mochar orejas y Pacheco "quebraba catrines". Además de las pérdidas de vidas (centenares de miles) y de bienes, es probable que en ambos casos (la Independencia y la Revolución) la violencia sin límites retrasara el advenimiento del nuevo orden que buscaba alcanzar.
Aquella "fiesta de las balas" característica de todas las facciones revolucionarias, merecerá algún día una mirada nueva, más crítica y menos complaciente, una mirada que consigne las infinitas y atroces variantes que tomó la muerte, sin poetizarlas. Los testigos más honrados de la Revolución como Mariano Azuela transmitieron ese horror que las generaciones siguientes transmutaron en epopeya, en mitología. "El paisaje mexicano huele a sangre", le dijo con desolación Eulalio Gutiérrez a Vasconcelos en 1915. No era necesario que fuera así, pero el libreto sellado en 1810 pedía una nueva representación. Y los actores llegaron puntuales al escenario. Se sentían felices de "hombrearse con la muerte".
Ahora que estamos ajustando cuentas con el uso ilegítimo de la violencia por parte del Estado en 1968 y 1971, deberíamos ajustarlas también con el uso ilegítimo de la violencia por parte de grupos que reclaman para sí una representación social que no proviene de las urnas y que, aun proviniendo de ellas, tienen (sobre todo en el contexto democrático actual, en el que la Suprema Corte ha probado su independencia) vías legales para defender sus derechos. Pero los mitos mueren con dificultad, y la violencia justiciera, por lo visto, no muere nunca. Un resabio de esa convicción dictó los comunicados zapatistas (que según la muy autorizada y necrofílica voz del comandante Fidel Castro "hablaban demasiado de la muerte"). Pero ahora que el subcomandante ha entrado en la penumbra, el eco se vuelve a escuchar más cerca de la capital, en San Salvador Atenco. Allí los ejidatarios gritan "solución o revolución" y hablan con toda naturalidad de la muerte propia y ajena. "Aquí nos vamos a morir, de eso no le quepa duda, joven", repetían sin cesar. Y los fabricantes de machetes (igual que los ultras, fósiles de la revolución) han hecho su julio y esperan hacer su agosto.
En este caso el gobierno actuó con escasa previsión, poca prudencia y nula generosidad. Y es posible que dadas las circunstancias se vea forzado a dar marcha atrás, salvando a San Salvador de una tragedia. En términos sociales los hechos son desafortunados porque una negociación oportuna hubiese logrado quizá conciliar los intereses generales y los particulares, ambos legítimos. Económicamente el cuadro es malo también, porque las "inversiones millonarias" que despectivamente refieren muchas crónicas no se canalizarían a un campo de golf (como en el abortado proyecto de Tepoztlán) sino a un aeropuerto que es urgente para una ciudad como la nuestra y una obra que, además, hubiese generado decenas de miles de empleos. Pero aún más preocupantes son los efectos políticos. ¿Qué ocurrirá la siguiente ocasión en que este gobierno -o el que le siga- decrete con apego a la legalidad una medida de interés general que afecte un interés particular? Suponiendo que entonces se actúe con absoluta previsión, prudencia y generosidad, ¿podrá tolerarse nuevamente la amenaza?
Ninguna obra pública del presidente Fox se compararía con el legado de prestigiar y aun imponer el recurso de la ley sobre todas las violencias que nos amenazan, entre ellas la violencia justiciera.
Reforma