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Progreso político

Tenemos una concepción restringida del progreso. Pensamos que el único progreso es el económico. Nuestro juicio sobre la marcha de la nación no discurre otras categorías. Ese es nuestro "marco teórico" y no salimos de él. En ámbitos académicos (policy oriented, como se definen en inglés) el esquema se repite. No encontramos maneras complementarias de percibir y sentir el pulso real del país, o de los muchos países que integran el mosaico mexicano. En la prensa escrita no se practica el ensayo de fondo o el reportaje literario, la investigación larga, cuidadosamente pensada y bien escrita sobre un problema concreto cuya tipicidad ilumine la situación general. Las encuestas que leemos son útiles pero, en general, no demasiado imaginativas: reiteran las preguntas de cajón. Se critica (con razón) a la oficina del presidente por medir día con día su popularidad, pero se incurre en el mismo vicio. Unos y otros tratan la vida pública como una bolsa de valores: subió 6%, bajó 3%. En días de conmemoración como el 2 de julio, la tentación del juicio parcial -y las premoniciones del juicio final- se acentúan.

Las opiniones de ocho columnas (y más de ocho columnistas) han coincidido en un diagnóstico de retroceso y hablan de fracaso, parálisis, ingobernabilidad, frustración, lentitud. ¿Es verdad? Ciertamente, el contraste entre las promesas de campaña y las realidades es penoso: no hemos crecido al 7% ni se han generado todos los empleos previstos, no hay avance en las reformas urgentes (la del Estado, laboral, energética), la reforma fiscal resultó tardía y disforme, no hay mejoras definitivas en el tema que a todos angustia: la inseguridad. Pero varias de las encuestas que supuestamente demuestran el retroceso, no revelan un desánimo generalizado ni la sensación de que el gobierno ande al garete.

En lo personal he coincidido repetida y públicamente con varias críticas. Han faltado y siguen faltando muchas cosas en este gobierno: sentido de las prioridades, coordinación del gabinete (consigo mismo, con el presidente y con el PAN), consistencia en la política de comunicación, mesura (elegancia, prudencia, sensatez, discreción, respeto a la investidura) en el estilo personal de Fox. Su actitud con respecto a la cultura (que fue uno de los grandes aciertos del Estado mexicano, un timbre de orgullo desde tiempos de Vasconcelos, y aun antes, con Altamirano y Justo Sierra) ha sido, por decir lo menos, de una insensibilidad suprema. Sobre todas las cosas ha faltado liderazgo. Fox fue un gran líder de campaña y un actor histórico en la transición mexicana a la democracia, pero no ha trasmitido una visión clara de su proyecto ni se arremanga la camisa en el trabajo político de día con día. Por momentos parece que le fastidia y por eso lo evade con descuido y superficialidad.

Pero el balance del año y medio muestra también un activo considerable. El secretario de Gobernación no se ha cansado de intentar un pacto político que conviene no sólo al país sino a los propios partidos de oposición, que en julio del 2003 pueden estar añorando una oportunidad como la que ahora se les brinda. La política exterior ha sido dinámica, afirmativa, lo mismo en la relación con Estados Unidos y la Unión Europea que con Cuba. Ahí no se ha tenido miedo de romper paradigmas. Y enhorabuena que así sea, porque la inserción inteligente de México en el mundo es (sin retórica) cuestión de vida o muerte. En otros ámbitos se percibe al menos la voluntad de cambiar, de limpiar las cloacas: es el caso de la captura de narcotraficantes y secuestradores. No ha habido, en las altas esferas, escándalos de corrupción sino una vigilancia estrecha. Hay un manejo responsable de las finanzas públicas. En Chiapas no se logró la paz en 15 minutos, pero llevamos 15 meses de paz. Hay, en fin, una zona de progreso indiscutible, una área estancada en México por un siglo y medio de dictaduras, revoluciones y presidencias imperiales: la vida política.

El ciudadano común -más sereno que muchos comentaristas- ha llegado a un balance equilibrado de la gestión foxista. En algunos aspectos la reprueba, en otros la ve con buenos ojos. A fin de cuentas le refrenda su confianza, aunque cada vez más condicionada. En este sentido, incidentalmente, vale la pena detenerse en la encuesta publicada por Proceso (30 de junio). De ella no se desprende una condena generalizada. Para el 41% de los encuestados los próximos años las cosas pueden estar mejor, o igual de bien (5%), muchos de los incumplimientos presidenciales tienen que ver con los obstáculos que (legítimamente) han puesto el Congreso (71%) y los partidos de oposición (68%), más que con la inexperiencia (48%) o la proclividad viajera de Fox (40%). Pero lo más importante es el reconocimiento que se hace al progreso político del nuevo régimen: más democracia, alternancia, credibilidad en procesos electorales, libertad de expresión, gobierno honesto, etc...

No todas las razones que subyacen en este juicio público son buenas. Persiste un vestigio de la antigua cultura patrimonialista según la cual el presidente no es en realidad un mandatario responsable de sus actos sino un padre al que se apoya por su carisma o por sus buenas intenciones, su apego teórico o sentimental al bien común. Pero más allá de estos resabios -que seguirán contando en las elecciones del 2003 y el 2006- sobran también razones modernas para aprobar el desempeño. ¿A qué gobierno del PRI podría acreditársele una ley de transparencia e información como la que el presidente ha propuesto y el congreso dispuesto? Frente a Fox la izquierda se ha colocado en una posición no sólo injusta y demagógica sino contradictoria: por un lado están a punto de pedir la cabeza del hombre que "defraudó las promesas del pueblo", pero por otro son beneficiarios históricos de la apertura de los archivos más comprometedores del pasado inmediato. Es el gobierno de Fox el que está llamando a cuentas a los corresponsables de Tlatelolco. Eso se llama progreso político. Reconocerlo no es "políticamente correcto", pero es la verdad.

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