La insostenible cerrazón del ser
Medio siglo de inmersión
Hay hallazgos literarios que en una o dos palabras descubren continentes de experiencia humana. Kundera, por ejemplo, nombró la naturaleza del amor de una manera que a nadie se le había ocurrido antes y que lo describe mejor que muchos tomos de psicología amorosa. Dos de sus términos clave referidos al amor son, como se sabe, "ligereza" y "pesadez". Al leer a Kundera, Octavio Paz me comentó: no he podido dormir: el amor incidental es ligero pero insostenible; el amor institucional es sólido pero pesado y aplastante. El amor, en suma, es una tragedia.
En asuntos menos escabrosos que el amor, en temas como la historia de los pueblos, las civilizaciones y las naciones, hay palabras igualmente expresivas. Mi pareja verbal preferida en relación con México es "apertura y cerrazón". Aunque la tensión entre las dos tendencias es muy profunda y cruza de punta a punta nuestra historia, quizá por estar inmersos en ella los mexicanos hemos sido incapaces de verla con plena claridad. Para los extranjeros, en cambio, un rasgo saliente de nuestro carácter ha sido el predominio de los impulsos de introversión. México es no ha sido sólo un país que mira hacia dentro ("an inward looking country") sino hacia atrás; un país, como decía Borges, "obsedido por el pasado".
Ahora que la economía de México no tiene más salida que salir, vale la pena examinar los saldos del sístole y diástole -apertura y aislamiento- desde las más diversas ópticas históricas. Propongo tres: la historia económica, la política y la cultural. ¿Existen antecedentes en nuestro pasado de procesos económicos semejantes al presente? si es así, ¿con qué éxito operaron? ¿Se ha abierto alguna vez nuestra vida política y, si es así, con qué efectos?
Las mismas preguntas son pertinentes para abordar la cultura. Ella también puede padecer depresión, recesión, estancamiento, inflación, déficit, crisis, devaluación etc... ¿Cuál es el balance cultural de los años cerrados y cuál el de los abiertos? Durante este siglo, la conciencia más clara del proceso -y su aventura más apasionada- se ha dado en el ámbito de la cultura intelectual, literaria y artística. El ciclo se inicia con el Ateneo de la Juventud cuya fundación en 1909 procuró abrir ventanas a una cultura demasiado enrarecida y rígida, demasiado parecida al régimen porfiriano. Poco tiempo después, la revolución estalló como un vasto movimiento volcánico dejando a su paso el verdadero paisaje humano del país: grietas, cordilleras, ríos subterráneos de cultura olvidada o inexplorada. En 1921, acaudillados por el Ministro de Educación José Vasconcelos, los principales ateneístas (Antonio Caso, Pedro Henríquez Ureña, Diego Rivera) intentaron una síntesis de las dos tendencias: quisieron propiciar un arte, un pensamiento, una educación que recobraran las raíces mexicanas -indígenas y virreinales, provincianas y urbanas descubiertas por la revolución, pero incorporaran las enseñanzas de la cultura universal clásica.
Con todo lo liberadora y creativa que fue en su momento, aquella "vuelta al origen" desembocó en una nueva rigidez. El muralismo, por ejemplo, imaginativo y vital en sus inicios, derivó en un arte ideológico, didáctico y decorativo. Por lo que hace a la literatura y el pensamiento, el concepto ateneísta tenía algo profesoral y estático: la cultura como un acervo acabado, enciclopédico. El resultado, sin embargo, fue admirable: México creció y maduró en la obra prometeica de aquellos hombres. La obra educativa de Vasconcelos y su autobiografía, la tentativa de universalidad literaria en Reyes y sus visiones de Anáhuac, varios episodios muralísticos de Orozco son, en palabras de Gabriel Zaid, "picas en Flandes" que inician la inserción plena de México en el siglo XX.
La generación siguiente en sus dos promociones - los "Siete Sabios" del 1915 y los contemporáneos- continuó el empeño de buscar nuestro desarrollo cultural. La obra cultural de los primeros (Gómez Morín, Lombardo Toledano, Cosío Villegas, Bassols, Alfonso Caso) se desplegó principalmente en la creación las empresas públicas descentralizadas, así como en la investigación y el pensamiento político, histórico y económico. En 1915, siendo estudiantes, habían "descubierto a México como un país. Su vocación, desde entonces, consistió en "hacer algo por México" instituciones que propiciaran el desarrollo de esas potencialidades: editoriales, institutos de investigación, libros y revistas.
Sus seguidores inmediatos, los Contemporáneos, fueron el primer grupo auténticamente moderno en la cultura mexicana, no sólo por su familiaridad con los principales autores de la época por encima de lenguas, complejos y fronteras sino porque concebían su incorporación a Occidente en términos menos pasivos, contemplativos y académicos que los hombres del Ateneo. La poesía de Villaurrutia, Gorostiza o Pellicer, la prosa crítica de Cuesta o el teatro de Usigli no gozaron de mayor prestigio en el exterior de México, pero dieron un gran "jalón" de excelencia y exigencia a la literatura mexicana.
Para su desgracia, en el momento en que comenzaron a hacer sentir su influencia -hacia fines de los veinte, con la revista Ulises-,los contemporáneos entraron en una polémica desgastante contra los defensores del arte defensivo que los tachaban de cosmopolitas, extranjerizantes, descastados. La tensión entre ambas posturas favoreció a la primera durante el sexenio de Cárdenas. Fueron los años en que prosperó el arte comprometido (con el presupuesto oficial), el rancherismo artístico, la cruza de folklorismo y realismo socialista, los tiempos en que el único internacionalismo admisible para los artistas e intelectuales era el de la tercera internacional. Poco a poco, sin embargo, el péndulo comenzó a desplazarse en favor de la posición contraria. La sorpresiva apertura de México al mundo propiciada por la Segunda Guerra Mundial, trajo consigo cambios tan fundamentales como el exilio español. Los transterrados que aún esperan, a medio siglo de distancia, una biografía colectiva que recobre su extraordinaria aventura) aportaron su capital intelectual en los cafés, las tertulias y en varias empresas formales (las revistas Taller y El hijo Pródigo, editoriales como el Fondo de Cultura Económica, instituciones académicas como El Colegio de México y la UNAM). Al concluir la guerra, el balance era más que positivo. La amistad y colaboración de mexicanos seguros de sí mismos y abiertos al exterior -Cosío Vil1egas, los contemporáneos, los historiadores O’Gorman y Zea, y el joven poeta Octavio Paz) con aquel grupo de extranjeros (Gaos, Miranda, Imaz, Gallegos Rocafull, Bergamin, Moreno Villa, León Felipe, entre mucho otros) que vieron a México con nuevos ojos e instrumentos nuevos, había logrado un gran paso adelante en nuestra actualización cultural.
El péndulo siguió oscilando en períodos cada vez más breves y con niveles mayores de calidad. Bajo la férula de José Gaos, el grupo intelectual Hiperión creyó encontrar la veta de una filosofía específicamente mexicana solo para descubrir, al cabo de los años, que el mexicano, con todas sus particularidades, no difería tanto de otros seres humanos. A pesar de las obras extraordinarias de reflexión histórica y social que produjeron, los miembros del Hiperion (Emilio Uranga, Luis Villoro, Jorge Portilla entre otros) comprendieron que la obsesión por "10 esencial" mexicano tenía algo de fantasiosa y estéril: los había llevado al callejón sin salida del ensimismamiento. Para evitarlo, algunos pintores, filósofos e historiadores decidieron rasgar la "cortina de nopal" y abrirse definitivamente a la cultura universal. Varios contingentes culturales salieron a Europa para estudiar y -lo que es más importante- para vivir. A su regreso, en algún momento de los cincuenta, la cultura mexicana lograba un equilibrio, una reconciliación, una primera gran síntesis entre las dos tendencias. La pintura de Rufino Tamayo, la poesía y el pensamiento de Octavio Paz o las narraciones de Juan Rulfo -para tomar solo las tres instancias que me parecen más notables- fueron momentos límite de autoexpresión. Cribando en las raíces mexicanas, crearon obras de plena universalidad; abriéndose a la universalidad enriquecieron la imagen particular de México.
Desde una perspectiva amplia, aquel momento cerraba un ciclo: cinco decenios de inmersión cultural. La impronta de la revolución domino todo el periodo con sus temas, sus imágenes y obsesiones. Pero la cultura mexicana no se abandono por entero a sus impulsos de aislamiento. Aunque minoritaria siempre, su otra vocación ejerció una saludable influencia creativa y critica que impidió los excesos de la auto celebración.
El Norte