Santo Tomás en México

En un viaje reciente a Madrid, unos amigos españoles me preguntaron: ¿Quién es el responsable de los problemas actuales de México? Quizá esperaban que les contestara: la Banca internacional, el imperialismo yanqui, el capitalismo o acercándose más a la verdad el sistema político, el PRI. Mi respuesta los sorprendió: "El culpable es Santo Tomás''. Hubiera requerido varias horas para demostrarlo, pero en Madrid la vida es agitada y no se presta a las discusiones platónicas o, en este caso, aristotélicas. Preferí dejarlos con la duda. Hoy, en un momento decisivo y confuso de México, la tertulia se reanuda.

El Artículo Primero de la Constitución de 1917 declara que México es una República Representativa, Democrática y Federal. En realidad, el Estado mexicano ha sido una monarquía con formas republicanas, una monarquía centralizada, antidemocrática y de partido único. Uno de nuestros grandes y escasos pensadores liberales, Daniel Cosío Villegas, la describió como una "monarquía sexenal absoluta hereditaria en línea transversal". La Constitución otorga poderes casi omnímodos al presidente. La mejor descripción de esta arquitectura política la dio en 1969 Octavio Paz: es una pirámide en cuya cúspide reina el presidente. El poder Legislativo y el Judicial, formalmente reconocidos en la Constitución, han vivido supeditados al Ejecutivo desde 1917. La prensa ha sufrido sólo ocasionalmente la coacción del gobierno, pero a lo largo de las décadas no se ha caracterizado por su profesionalismo crítico o su defensa de la democracia. "Es una prensa libre decía Cosío Villegas que no sabe o no quiere usar su libertad".

La televisión, en manos de dos monopolios uno estatal y uno privado, practica una autocensura política tan evidente que ha perdido todo crédito. Entre los medios poderosos de comunicación masiva, sólo algunas estaciones privadas de radio se han ganado y utilizan con imaginación su libertad política. En estas circunstancias, el contrapeso natural a la omnipotencia presidencial deberían ser los intelectuales. Por desgracia, salvo honrosas excepciones, los intelectuales en México han vivido tradicionalmente integrados al poder estatal. Para colmo, la autonomía de los poderes regionales y locales consagrada en la Constitución ha sido letra muerta: a los gobernadores se les designa y controla desde el centro. Con todo, México no ha vivido nunca bajo un régimen totalitario. Cabría afirmar inclusive que el sistema político mexicano no ha sido particularmente autoritario.

El mexicano ha gozado siempre de libertades cívicas reales, irrestrictas salvo en el caso de que amenacen la permanencia del sistema. El que los Constituyentes de 1917, que se habían levantado en 1910 contra la larga dictadura de Porfirio Díaz (1876-1910), sancionaran la creación de un Estado con características de concentración política aún más acusadas que las del régimen que habían depuesto es una de las paradojas mayores en la historia de México.

Las raíces de este enigma se hunden en nuestra historia hasta constituir un verdadero arquetipo mental que cruza los siglos. Es allí donde aparece el culpable mayor: Santo Tomás. El historiador norteamericano Richard Morse fue el primero en demostrar cómo la política en México no adopta la forma de una plaza abierta donde los individuos ventilan concertadamente sus querellas, sino una suerte de arquitectura "hecha para durar", no para cambiar; un edificio político corporativo, una entidad jerarquizada, coherente y, sobre todo, orgánica en la que las voluntades del gobernante y la colectividad deben armonizarse en interés de la "felicidad cuidadana". Esta concepción de un Estado benefactor, tutelar, paternal, que concilia en su interior o, si no es posible, suprime todas las disidencias, es obra de los neotomistas españoles del siglo XVI, sobre todo de Francisco de Vitoria y Francisco Suárez.

Este diseño político que echó raíces en el país durante los tres siglos de la Colonia fue el modelo que adoptó Porfirio Díaz con ropajes liberales y que finalmente consagró la Constitución de 1917. En algunos instantes del siglo XIX y XX, ciertos escritores y políticos auténticamente democráticos liberales en el sentido clásico, inglés, del término señalarían el equívoco fundamental de confundir la vocación y el desempeño de un gobierno con cuestiones distintas, como son el procedimiento de elección de ese gobierno, la forma y grado de participación popular en sus decisiones y, en fin, los mecanismos para limitar, equilibrar, interpelar, modificar o aun anular su poder. Una convicción típica del siglo XX reforzó en México el viejo arquetipo neotomista y arrojó una sospecha de mezquindad sobre el liberalismo democrático: el prestigio del Estado como palanca de modernización, igualdad y justicia. Ya sea en sus variantes occidentales el Estado benefactor de Roosevelt, el empleador de Keynes, el planificador de los años sesenta o en sus vertientes totalitarias, tanto fascistas como comunistas, la idea del fortalecimiento del Estado ejerció sobre las élites políticas e intelectuales de México una fascinación tal que, a pesar de las desastrosas experiencias históricas del siglo XX, se ha prolongado hasta nuestros días. Este fortalecimiento, es cierto, se tradujo alguna vez en beneficios de crecimiento económico y cohesión política.

Pero ya en los años sesenta el esquema insinuaba la cercanía de sus límites y con ella el riesgo de revertir sus logros. El país estaba ensimismado y, por momentos, petrificado. Había que abrirlo a la competencia internacional en la industria y el comercio, en el arte y el pensamiento. Había que abrirlo a la competencia política interna dando vida autónoma a los estados y municipios, a los poderes y a los partidos de oposición, a la disidencia y la crítica. Había que reconocer los inmensos costos materiales y morales de aferrarnos al premoderno arquetipo que en la práctica corrompía por igual al Estado y a la sociedad. La respuesta del Estado a partir de 1968 fue persistir, ahondar en la vieja práctica de cooptación. Durante los doce fatídicos años de Echeverría y López Portillo, el Estado mexicano creció a un ritmo y una dimensión sin precedentes, volviéndose un empleador indiscriminado a costa nada menos que del horizonte histórico de México. Bajo casi cualquier indicador económico o social que se elija (deuda pública, déficit fiscal, inflación, desigualdad, solidez de la moneda, crecimiento, centralización, productividad de las inversiones, corrupción) esas dos administraciones populistas fueron las más irresponsables de la historia mexicana.

Es natural que en 1982 sectores crecientes del país adquirieran conciencia de que el problema capital de México es un problema político. La vieja y sabia sentencia de Lord Acton cobró una dolorosa vigencia: "El poder corrompe, el poder absoluto corrompe absolutamente". El presidente De la Madrid entendió la mitad del problema. Inició una profunda reforma que abrió la economía a una sana competencia interna y externa. Por desgracia, olvidó que aquí, como en la Unión Soviética o en China, la Perestroika no funciona sin su respectiva Glasnost. Pudiendo hacerlo, no inició la necesaria reforma democrática cuya sola complicación residía en respetar los votos. En lugar de abanderar el cambio democrático, dejó que una facción del PRI se desprendiera del edificio y tomara esa bandera.

Armados con la imagen carismática y mitológica de Lázaro Cárdenas (el presidente mexicano que, a despecho de sus bien ganados prestigios nacionalistas, más hizo por consolidar el edificio del corporativismo político mexicano) su hijo Cuauhtémoc y sus seguidores lograron en una acción independiente, pero conjunta con el PAN la hazaña de romper la era del partido único. Pero en México al menos, Santo Tomás no ha muerto. Vivimos una paradoja similar a la que encarnaron los Constituyentes de 1917. El neocardenismo, ariete decisivo en el actual proceso de democratización, es al mismo tiempo, ideológicamente, el heredero directo del viejo arquetipo novohispano.

En sus discursos y su plataforma, los neocardenistas reivindican al Estado que ya estuvo en el poder de Echeverría y López Portillo, al Estado interventor, planificador, tutelar, populista... al Estado que nos condujo a la ruina. El reverso de la paradoja no es menos extraño y fascinante: en el centro mismo del viejo edificio corporativo, preso de mil intereses sindicales, burócraticos y políticos, Carlos Salinas de Gortari avanza hacia la modernidad económica y promete democracia.

Ninguna auténtica reforma política echará raíces en México mientras los salinistas y los cardenistas, hermanos enemigos, hijos todos del añoso tronco neotomista, no critiquen el modelo implícito del que ambos parten, y devuelvan a la sociedad la tutela sobre sí misma.

El Norte

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