Dominio Público

Labastida y Fox: vidas divergentes

La historia ocurre en México, donde la biografía presidencial ha sido destino nacional. Un empresario agrícola se siente llamado a salvar a su país de un régimen autoritario que ha durado largos decenios. Lector de San Ignacio de Loyola y practicante de sus ejercicios espirituales, piensa que el más alto sentido de la vida consiste en servir al prójimo. Vagamente lo percibió cuando convivía con los chiquillos pobres en su hacienda, pero al paso de los años tuvo una revelación: la política es la mejor vía para ese servicio. Fue su camino a Damasco. Tiempo atrás, tal vez por la imposibilidad de procrear hijos, había ampliado su paternidad hasta fundar una casa de asilo para huérfanos y acoger a varios niños en su hogar. Su carrera ha sido expansiva: del municipio al estado, del estado a la nación. Planea su estrategia con métodos modernos de promoción. Recorre el país y funda multitud de agrupaciones cívicas en su apoyo. Al principio, su campaña presidencial parecía quimérica, pero va creciendo como una marea. Antes de las elecciones de julio advierte que, en caso de fraude, responderá con una vasta movilización. Sabe que sólo un líder carismático puede derrotar a un sistema tan profundamente arraigado. Es el primer empresario que aspira a la presidencia de México.

El sujeto original de esta historia es Francisco I. Madero, el derivado es Vicente Fox. Las semejanzas entre los dos momentos históricos son limitadas. El régimen porfiriano, en 1910, seguía siendo una dictadura, mientras que, en el sexenio de Zedillo, México ha vivido una acelerada transición a la democracia. En cuanto a los dos líderes, aunque los paralelos existen, conviene matizarlos y apuntar las profundas diferencias. Dejemos a un lado los obvios contrastes físicos, caracterológicos o incidentales (Madero era chaparrito, de voz tipluda, temperamento alegre, suave, conciliador; Fox es alto, de voz ronca, serio, bronco, testarudo, lenguaraz pero introvertido en el fondo, y no sólo acogió sino adoptó a cuatro hijos). La vertiente religiosa es decisiva en ambos, pero en un sentido muy diferente: íntima y espiritista en Madero, ortodoxa y militante en Fox. Madero era un franciscano extraviado en la política. "La formación jesuita ha sido fundamental en mi vida", dice Fox, que presidió el patronato fundador de la Universidad Iberoamericana en la ciudad de León. El proyecto histórico de Madero era estrictamente liberal: restaurar la Constitución de 1857. En cambio Fox, que se sintió tentado a ser cura, es ajeno a la tradición liberal, lo cual no es una limitación biográfica menor. Vivió desde niño en un rancho vecino a la ciudad de León, al pie del Cristo del Cubilete, sede del famoso Seminario Conciliar fundado por el obispo Valverde Téllez y una de las capitales del México cristero y sinarquista. León es una ciudad agraviada por el régimen de la Revolución: cuando Fox tenía tres años, fue el escenario de una matanza de panistas y sinarquistas que prefiguró a la de Tlatelolco en 1968. Su plaza se llama "de los mártires". De la historia mexicana, a Madero lo inspiraba la época de la Reforma. A Fox le apasiona sobre todo el episodio central de su terruño, epopéyico si se quiere pero no democrático: la Guerra Cristera. Desde chico le gustaba oír las anécdotas de los viejos combatientes, colecciona libros y efigies sobre el tema y visita sus museos. En septiembre de 1998 -en uno de sus extraños desplantes- rubricó su discurso con el grito cristero:

Si avanzo ¡síganme!,

si me detengo ¡empújenme!,

si retrocedo ¡mátenme!

La experiencia empresarial de Madero se restringió a los negocios familiares. El espectro de Fox es más amplio. Tras estudiar administración de empresas, a los 22 años ingresó a la Coca Cola. Comenzó desde la calle, recorriendo tiendas y expendios como vendedor de ruta. Fue supervisor, gerente de zona, director de operaciones, de mercadotecnia y finalmente, entre 1974 y 1979, director general. En Coca Cola lo apodaban "Marshall Dillon". Tras esos quince años en los que revirtió la preferencia pública por la Pepsicola, Fox -en un arranque de "idealismo" incomprensible para sus compañeros de trabajo- regresó a su rancho de San Cristóbal para atender, junto con sus hermanos, los negocios familiares: la hacienda del Cerrito, Congelados San José -brócoli, papa, chícharo, coliflor- y las Botas Fox. "Conocí la gran corporación internacional y el pequeño changarro -escribe en sus memorias-, aprendí la disciplina y el trabajo, muchísimas técnicas empresariales, todas maravillosas; tonta y despectivamente nuestros políticos renuncian a ellas, como la mercadotecnia, planeación, ingeniería financiera, administración por objetivos, calidad total, desarrollo organizacional. Todo ese herramental lo traigo y uso."

Hasta aquí, las simpatías y diferencias entre Madero y Fox parecen casi inocuas, pero la historia, como sabemos, no terminó allí y su extrapolación para el futuro inmediato produce escalofríos. El régimen de Díaz instrumentó un fraude, estalló una revolución en su apoyo, el dictador renunció, se integró un gobierno de transición que ahondó la discordia entre los propios partidarios de Madero, quien meses después presidió un gobierno inestable e ineficaz que culminó en un golpe de estado, su asesinato y una feroz guerra civil.

Los hechos no se repetirán. El fraude es muy improbable. El Instituto Federal Electoral se ha ganado una credibilidad plena. Aun así, Fox parece incapaz de concebir la posibilidad de la derrota si no es a través de una "chapuza" a la que, en efecto, seguiría una movilización con el objeto de anular los comicios. En ese caso, la reacción de sus partidarios -provenientes sobre todo del México más moderno, joven, educado y urbano- dependerá de muchos factores, como la diferencia porcentual o la percepción sobre el grado de eventual desaseo en la elección. Parece impensable que se desemboque en la violencia, pero el desenlace es incierto. Fox no se iría a su casa: empujaría al PAN a la desobediencia civil y, en el extremo, tal vez integraría un nuevo partido con "los amigos de Fox" (más de tres millones).

"De político no tengo nada -ha dicho Fox-, no quiero ser político, no aspiro a ser político, mucho menos a actuar como político. Yo quiero actuar como ser humano, con mis semejantes, apoyándolos". La excentricidad política de Madero derivó hacia un quijotismo sonámbulo y débil. Fox evitaría ese camino, pero podría tomar una vía populista. Su concepto del poder recuerda a otro presidente no tan remoto: "el buen gobierno está en la calle, en las cárceles, en los ejidos, no en el Palacio de Gobierno, detrás de un escritorio". ¿Echeverrismo de signo contrario? Con todo, en su aspecto práctico, el enfoque de Fox tendría sus ventajas. En el siglo XX, México tuvo tres tipos de presidentes: militares, abogados y economistas. Nunca, desde Madero, ha llegado un empresario a la presidencia. Fox reinauguraría el paradigma: un presidente promotor en un país necesitado de ánimo, renovación, horizontes y entusiasmo creador. Su proyecto -según parece- sería fundamentalmente económico y social: generar riqueza y oportunidades para el México pobre, y "revolucionar" la educación. Alentaría "megainversiones" en el Sureste, apoyaría el desarrollo de las microempresas, adoptaría los exitosos casos de bancos de pobres en Bangladesh. Introduciría un amplio programa de becas.

No se necesita ser adivino para advertir que el riesgo potencial de Fox -en las antípodas de Madero, el "Apóstol de la Democracia"- está en un abuso autoritario e intolerante de la dominación carismática. En caso extremo, el liderazgo de Fox se degradaría en un caudillismo plebiscitario con ribetes mesiánicos muy peligrosos en un país al que costó mucho la separación entre la Iglesia y el Estado. Su temperamento es imperioso, habla de sí mismo en tercera persona, sus palabras revelan un voluntarismo excesivo. Entre los muchos presagios preocupantes en ese sentido están las declaraciones de Fox tras siete horas de "profunda conversación" con Fidel Castro: luego de celebrar sus coincidencias biográficas con el dictador -ancestros españoles, origen campirano, educación jesuita- Fox subrayó las "pocas, muy pocas discrepancias" entre ambos y afirmó que Cuba era un ejemplo para la América Latina por la armonía que ha logrado entre el mercado y el Estado: la verdadera "tercera vía". Del ahogo histórico a las libertades ni una palabra, omisión incomprensible en un hombre que lucha por la democracia.

Salvo haber nacido en el mismo año de 1942 y ser mexicano por nacimiento, Francisco Labastida no tiene casi nada en común con Fox. Su padre, un médico jalisciense, emigró a Los Mochis, Sinaloa, y allí formó su familia. La gente de la región conserva hasta la fecha un grato recuerdo suyo, por su vocación cumplida de servicio a la comunidad. Un bisabuelo suyo, don Luis Labastida, había servido a la causa juarista en la Guerra de Intervención. Su bisnieto conserva la bandera del Escuadrón "Guías de Jalisco" que le regaló Juárez y otros documentos probatorios de su filiación liberal, en su vertiente no jacobina.

Francisco salió de Los Mochis a los 15 años para no regresar más. Estudió en el Colegio Madrid, fundado y dirigido por republicanos españoles, y pasó un tiempo en la rígida Universidad Militar Latinoamericana. Su familia quería que fuese ingeniero y empresario. El optó por estudiar economía en la UNAM. A los veinte años tomó dos decisiones cruciales, la primera definitiva, la segunda no: ingresó al servicio público y se casó. Con su primera esposa procreó cuatro hijos; con una segunda mujer tuvo una hija; su segunda esposa desde 1986 es Teresa Uriarte, doctora en historia con una obra apreciable, un temperamento combativo y - a juzgar por algunas intervenciones públicas- una influencia no desdeñable sobre su marido.

El currículum de servicio público de Labastida es extenso y variado: entre 1962 y 1982 fue un alto funcionario en tres secretarías: Hacienda, Presidencia, y Programación y Presupuesto. A los cuarenta años de edad tuvo su primer cargo en el gabinete de Miguel de la Madrid: secretario de Energía y Minas. Entre 1987 fue gobernador de Sinaloa, estado agrícola y pesquero, mitad tropical y mitad norteño, bronco y caciquil, que en 1965 había frenado una primera reforma democrática del PRI, y que en tiempos de Labastida empezaba a convertirse en una de las mecas del narcotráfico y a padecer por ello altísimos índices de delincuencia. El senador panista Emilio Goicoechea llegó a ponderar positivamente la gestión de Labastida: "inauguró una nueva forma de gobernar, más moderna". Aquellos fueron años turbulentos y riesgosos para la familia Labastida. Las amenazas de muerte por parte de los narcotraficantes llevaron al gobierno de Salinas a ofrecerle la embajada de Portugal. Ya en tiempos de Zedillo, Labastida dirigió brevemente Puentes y Caminos Federales de Ingresos, de donde pasó a la Secretaría de Agricultura y, finalmente, a la estación previa a su candidatura: la Secretaría de Gobernación.

Un hombre de carne y hueso se esconde detrás de este recuento. Pero no es fácil conocerlo. Personas allegadas al ingeniero Fernando Hiriart -a quien Labastida considera su segundo padre, su tutor profesional y moral- dibujan el perfil de una especie de ingeniero natural. "A pesar de ser economista, usted me cae bien porque parece ingeniero", le habría dicho Hiriart, uno de los técnicos más inteligentes y respetados en el servicio público mexicano. Labastida es, en efecto, un hombre de esquemas, análisis y números, a más de trabajador obsesivo, escrupuloso en su vida privada y pública (no es propiamente rico: declaró propiedades por seis millones de pesos), prudente, sencillo y reservado. En sus apariciones públicas ha revelado una cierta limitación de horizontes intelectuales, inseguridad y rigidez. "Es buzo -dice su esposa- no sólo por abusado, sino porque le gusta bucear, y la virtud principal del buzo es la serenidad para enfrentar un momento peligroso". El asesinato a mansalva de su hombre de seguridad en Sinaloa, las amenazas de muerte y el fantasma de un atentado por parte de los narcos lo templaron. De ganar la elección, por razones íntimas y sociales, la seguridad sería una de sus prioridades.

Labastida llegó a la candidatura por un azaroso proceso de eliminación resultado, a su vez, de un agotamiento del liderazgo en el sistema que data por lo menos de la gran crisis de 1982. Los politólogos -que yo sepa- han estudiado poco el curioso fenómeno. De la Madrid adelantó los tiempos generacionales, desplazó a su propia generación política e integró su gabinete con jóvenes tecnócratas. En 1987 ocurrió el histórico desprendimiento del ala cardenista del PRI. Salinas -el último líder carismático del sistema- pareció consolidar a su "generación del cambio" (que esperaba gobernar por 24 años más), pero este proyecto transexenal irritó a los desplazados que le declararon la guerra. Chiapas y el asesinato de Colosio precipitaron la disolución: Salinas salió del país, Camacho del PRI y Aspe del servicio público. El error de diciembre desacreditó aún más a los tecnócratas. Zedillo optó por la reforma política y consintió en los famosos candados: el candidato presidencial debía contar con un puesto de elección popular. Las enfermedades físicas, el desprestigio moral o el deterioro de su imagen quemaron varios cartuchos del sistema. Sobreviven, por supuesto, algunos cacicazgos políticos regionales, pero los procesos electorales en estados y municipios han ido descuartizando, literalmente, ese viejo cuerpo. En el ámbito sindical, núcleo duro del sistema, la muerte de don Fidel Velázquez fue, en verdad, el fin de una era. ¿Quién quedaba después de semejante destazadero? Un dinosaurio (Bartlett), un político con carisma heredado (Roberto Madrazo), un funcionario preparado pero de segundo nivel (Roque) y Francisco Labastida.

No sólo de errores, desplazamientos, marginaciones y asesinatos está hecha la circunstancia actual del PRI. También, sobre todo, de desgaste histórico. Es evidente que no todo México está en su contra, pero desde hace años la mayoría del país -incluido, por supuesto, el sector más moderno- pertenece a las oposiciones. En esas circunstancias, muchos priistas jóvenes y honestos han desembocado en una crisis de identidad que, a diferencia de 1938 o 1946, no se resuelve con un cambio de siglas o la mera anteposición de la palabra "nuevo". El proceso de elección abierta del candidato presidencial fue un acto meritorio y legitimador, pero insuficiente para lograr la transformación del PRI en un partido más, reconciliado consigo mismo y abierto al futuro. Y curiosamente, el triunfalismo interno que siguió a esos comicios aturdió a los operadores de la campaña, que se durmieron en sus laureles. Cuando despertaron, el empresario con botas estaba allí.

Tras la apertura democrática sustantiva de este sexenio, la lógica histórica reclama la prueba de fuego que muchos mexicanos hemos favorecido desde hace cerca de 20 años, la misma que tarde o temprano llegará hasta por efectos demográficos y que sería benéfica para el propio PRI: la única alternancia que falta, la del Poder Ejecutivo.

De triunfar el 2 de julio, Labastida tendrá una ardua misión: atraer y animar al electorado joven, urbano, educado y moderno -de izquierda o derecha- que habrá votado en su contra. A pesar de los avances políticos y económicos del sexenio, todos los candidatos admiten que el país enfrenta problemas gravísimos como la pobreza y la inseguridad. Para encararlos, el ciudadano se orienta al cambio, pero "cambio" es una palabra contradictoria en los labios del PRI que, a despecho de sus aciertos históricos -sobre todo en el período 1929-1967- ha representado precisamente lo contrario: la movilidad quietista, la revolución institucional. Con todo, el PRI cuenta con un piso electoral sólido (cerca del 40%), compuesto por varios millones de personas, no todas de ellas pobres, ignorantes y cautivas como pregona la oposición. Hace unos días, alguien razonaba su voto por Labastida con un pasaje del Juan de Mairena de Antonio Machado:

Y a los arbitristas y reformadores de oficio convendría advertirles:

Primero: Que muchas cosas que están mal por fuera están bien por dentro.

Segundo: Que lo contrario es también frecuente.

Tercero: Que no basta mover para renovar.

Cuarto: Que no basta renovar para mejorar.

Quinto: Que no hay nada que sea absolutamente inempeorable.

Si el PRI pierde las elecciones, la democracia mexicana entrará en un vertiginoso proceso de ajuste, lleno de sobresaltos y hallazgos. No es impensable una alianza de priistas y perredistas, históricos y recientes, dinosaurios y tecnócratas, contra Fox, sus amigos y el PAN. En ese caso -argumentan algunos- Fox sucumbiría a la tentación populista (Fujimori, Chávez) de apelar directamente a la ciudadanía por encima de las instituciones. No es impensable, pero se trata de una conjetura: en su gobierno de Guanajuato mantuvo un trato respetuoso con la Legislatura de oposición, designó a un priista en Hacienda y no vulneró las libertades cívicas. Por lo demás, la globalización financiera y democrática acotaría de inmediato ese escenario.

El límite mayor a cualquier extremismo político está en las nuevas libertades políticas que ejercemos los mexicanos. Hace seis años el país estaba hundido en la crisis integral: guerrilla en Chiapas, asesinatos políticos, crisis económica aguda, descrédito de las instituciones electorales, los medios de comunicación bajo control. La transición en este sexenio ha sido más suave de lo esperado: la oposición gobierna en la Cámara de Diputados, el D.F. y varios estados y municipios. El azar puede reservarnos todavía alguna sorpresa, pero los mexicanos comprendemos y apreciamos cada vez más el nuevo clima democrático, y allí reside nuestra mayor fortaleza. El hecho mismo de tener elecciones a tal grado abiertas y competidas es ya una fiesta de principio de milenio. Si son transparentes y predomina la concordia, habrá triunfado la democracia sin adjetivos. Pero su victoria será siempre provisional. Es un ser vivo: debe nutrirse, incesantemente, de libertad y crítica.

Reforma

*Este texto se publicó también en la revista Time

Sigue leyendo:

Línea de tiempo

Conoce la obra e ideas de Enrique Krauze en su tiempo.