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Los debates son la mejor defensa de la democracia

Este es el discurso completo pronunciado en la apertura del Foro “Ciudadanos Opinan”, organizado por el Frente Ciudadano por México y en el que participaron analistas, periodistas y políticos.

Entiendo que los partidos y organizaciones que integran el Frente Ciudadano por México no me han invitado a este Foro “Ciudadanos opinan” para hacer política partidaria. No lo plantearon así, ni yo lo hubiera aceptado. Por una parte, la definición de un escritor está en su obra, no en sus discursos públicos. Ahí, en mis ensayos y libros, desde hace cuarenta años he dejado testimonio de mis convicciones políticas democráticas y liberales. Por otra parte, la vocación de un intelectual no es el poder sino la crítica del poder. “El poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Para Daniel Cosío Villegas, esta frase de Lord Acton era un acto de fe. También para mí. Resume mis convicciones sobre el poder en general y el poder en México, convicciones que la historia atroz del siglo XX y la no menos ominosa del XXI confirman cada día. Baste decir entonces que me opongo al poder absoluto para un partido, para una institución y, más aún, para una persona. Me opuse antes, me opongo ahora, me opondré siempre.

Al poder hay que acotarlo para que haga el mínimo daño posible. Acotarlo, para ponerlo en la tierra, para procurar que –en lo posible– encauce su acción al beneficio colectivo, para exigirle cuentas, para burlarse de sus pretensiones, para reclamarle sus atropellos, para juzgarlo en sus faltas, para evitar a toda costa su endiosamiento. Y el único método que la humanidad ha inventado para acotar el poder es la democracia.

Francisco I. Madero, el mayor demócrata de nuestra historia, la resumió, como sabemos, en un sencillo lema: “Sufragio efectivo, no reelección”. La primera parte de la fórmula respondía a la pregunta “¿quién gobierna?”; la segunda, a la cuestión “¿cómo acotar a quien gobierna?”. El viejo sistema de partido hegemónico fundado en 1929 simuló honrar a la democracia (después de todo, no dejó de haber elecciones) y para ello fue perfeccionando un mecanismo de adulteración que los mexicanos, por sorprendente que parezca, llegaron a ver como la normalidad misma. La mentira les funcionó por más de medio siglo. Por fortuna, a lo largo de ese período México cumplió la mitad de la fórmula, acotó al poder absoluto cerrando las puertas a la reelección.

El logro principal de la transición del año 2000 fue asumir, en sus dos elementos esenciales, el lema maderista: no solo elegir en un marco de equidad al nuevo mandatario sino reafirmar los límites temporales de su mandato. Y a esa acotación siguieron otras, fundamentales, como la división de poderes y las libertades civiles, que si bien no son plenas, han dado avances sustanciales.

A pesar de esos progresos, diez y siete años más tarde vivimos tiempos de confusión, enojo y desaliento. El malestar tienen raíces comprensibles y justificadas, y no es este el lugar para abordarlas. Baste decir que a esas fuentes de inconformidad se agrega ahora la estela de duelo, empobrecimiento, miedo, incertidumbre y frustración que –junto al admirable espíritu solidario– ha dejado el terremoto del pasado 19 de septiembre. Y, por si algo faltara en la conjunción astral, estamos en el umbral de las elecciones generales de julio de 2018 que renovarán, además del Ejecutivo, el Legislativo y varias gubernaturas, buena parte de los poderes en la república. Será la tercera prueba de nuestra democracia en este siglo y, a mi juicio, la definitiva. Si la superamos, nuestra consolidación nacional será irreversible.

En la circunstancia actual, el fortalecimiento de la democracia es una prioridad nacional. En mayo de 2004, la revista Letras Libres propuso un método para lograrlo. Cabe en una sola palabra: debates. Debates en diversos formatos y temas. Debates conducidos por comunicadores de reconocida trayectoria e ideología diversa. Debates en instituciones académicas, en foros empresariales, en medios, en foros ciudadanos en los estados y la capital. Debates para que el elector calibre el proyecto, el carácter, el temple, de quienes aspiran a ser sus gobernantes y, sobre la base de ese escrutinio, tenga mejores elementos para ejercer su derecho al voto. Pero nuestra propuesta cayó en el vacío.

La legislación electoral de 2007 llevó a rango constitucional algunas reglas que no solo desalientan los debates sino que los vacían de significación y funcionalidad. Pongo un ejemplo: la legislación –en su versión actual, avalada por el Tribunal Electoral y la Suprema Corte– impone no solo al INE sino a cualquier institución o medio que organiza debates la regla absurda de invitar a todos los candidatos, que en el caso de 2018 puede traducirse en una farsa donde participen decenas de personas. Esta regla en particular debe flexibilizarse, por ejemplo dividiendo a los contendientes en dos grupos bajo criterios de representación en el Congreso o del porcentaje de votación en las últimas elecciones de 2015. Entiendo que el propio INE trabaja actualmente en propuestas innovadoras. Urge saber cuándo serán presentadas. Creo la legitimidad misma del proceso electoral depende, en no menor medida, de la celebración de debates verdaderos, no simples monólogos.

A mi juicio, el procedimiento de debates es el más adecuado para que las formaciones políticas mexicanas elijan a sus candidatos. Es obvio que al menos una rehusará a emplearlo. Las demás deberían poner el ejemplo y debatir para elegir. Un debate –debo subrayar– no es una discusión teológica ni una esgrima entre doctrinas o principios para ver quien es el más puro. Un debate es la discusión racional y objetiva sobre cómo mejorar la vida del ciudadano. Nada menos, nada más. En México tenemos una proclividad santurrona por las doctrinas, y una penosa incapacidad para proponer soluciones concretas, asequibles.

Los problemas de México no son ideológicos. La división izquierda-derecha es doctrinaria y anacrónica. Los problemas de México son la pobreza, la desnutrición, la corrupción, la injusticia, la violencia y la impunidad. Esos problemas se combaten con soluciones prácticas y concretas, no con dogmas y doctrinas. Hay que debatir sobre las soluciones y buscar convergencias.

Hay una justificación adicional en la propuesta. El duelo nacional y el espíritu de solidaridad que desplegaron los ciudadanos no merece la falta de respeto que implica ver, tapizadas de propaganda, las bardas heridas de nuestras ciudades. Tampoco merece el aturdimiento de miles de spots. Los ciudadanos merecen un ejercicio de razón pública, respetuoso y serio, y eso sólo se consigue celebrando debates.

En aquel número de Letras Libres publicamos un ensayo de Amartya Sen –Premio Nobel de Economía en 1998– en el que defendía con pasión e inteligencia la necesidad de realizar debates para la vida pública de una democracia. “El ideal del uso público de la razón –decía Sen– está relacionado estrechamente con dos prácticas sociales que merecen atención: la tolerancia hacia opiniones distintas (junto con la posibilidad de estar de acuerdo en no estar de acuerdo) y el fomento de la discusión pública (junto con la confirmación del valor de aprender de otros).”

Pero lo que resulta más pertinente para nuestra circunstancia tras los terremotos de septiembre es la siguiente argumentación de Sen referida a la India democrática por contraste a la China autoritaria:

“La opción de tratar de subsanar los defectos de la práctica democrática a través del autoritarismo y la supresión del debate público incrementa la vulnerabilidad de un país a los desastres esporádicos (incluida, en muchos casos, la hambruna), y también a la desaparición paulatina de logros antes asegurados debido a la falta de vigilancia pública”.

En otras palabras, una cultura del debate permite acotar y llamar a cuentas al poder público, sobre todo en casos de desastre. Es precisamente nuestro caso. La magnitud asombrosa de la tragedia exige que los candidatos debatan sobre el tema. No con declaraciones vagas y doctrinarias. Con propuestas precisas y prácticas.

Nuestra democracia es joven y frágil. O, para ser más claro, nuestra democracia (como todas, desde Grecia) es mortal.  Nuestra misión es defenderla. Para ello, en el Frente ciudadano, en los partidos, en las contiendas electorales de los estados y de la federación, ejerzamos un capítulo nuevo de nuestra democracia. Hagamos un ejercicio masivo de razón pública. Abramos paso a los debates.

Texto publicado en Letras Libres.

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