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Los puentes de Heberto Castillo

No era la primera vez que veía a Heberto Castillo en un acto público. Días antes, en el Auditorio de Ingeniería, había pronunciado un discurso incendiario. Más alto que los demás, más severo y firme en su tono y su mirada, tenía el aura inconfundible del revolucionario puro. "Acaba de asistir a la Tricontinental en Cuba", comentaban los más politizados. En aquel entonces –agosto de 1968– yo no sabía qué era la Tricontinental –apenas dominaba la trigonometría– pero tenía razones suficientes, no políticas sino pedagógicas, para admirar a Heberto. Sin su libro sobre Resistencia de Materiales, me hubiese extraviado en un universo incomprensible de vectores, matrices y torsores. Editado con modestia, casi como un cuaderno de apuntes, aquel texto era un prodigio de claridad.

Pero esta ocasión era distinta. En la explanada de Ciudad Universitaria, una alegre muchedumbre se había reunido a celebrar el 15 de septiembre. De pronto, al anochecer, alguien discurrió la idea de invitar a Heberto a dar el Grito de Independencia. La herejía nos pareció genial: expropiar la fiesta de fiestas del calendario patrio, hacerla nuestra. Heberto cojeaba visiblemente. Tras la manifestación del 27 de agosto, había sido salvajemente golpeado. A pesar de todo, desde un principio había procurado tender puentes entre el gobierno y los estudiantes. Esta vez subió al podio improvisado y gritó vivas al movimiento estudiantil, a los héroes y a México. El gobierno interpretó el acto como una profanación. Dos días más tarde el Ejército entró a la Universidad. Era el preludio del fin.

Desde aquel momento seguí de lejos, pero puntualmente, la trayectoria de aquel ingeniero civil y cívico, social y socialista. Supe de la cacería de que fue objeto luego del 2 de octubre, un cerco que ni siquiera su viejo amigo Lázaro Cárdenas pudo romper. Su encarcelamiento, uno de los mil capítulos vergonzosos de la "justicia" mexicana, le sirvió para estudiar la historia del país, pintar un cuadro de Cárdenas dando la tierra a los campesinos y reflexionar sobre los rumbos extraviados de la izquierda mexicana. Al salir, a principios de 1971, intentó formar un partido independiente compuesto no sólo con antiguos militantes de izquierda sino con representantes de un amplio espectro ideológico. Admirador en su juventud del irreductible Narciso Bassols, entre 1961 y 1967 Heberto había sido fundador y último sostén del malogrado MLN (Movimiento de Liberación Nacional). Tras la experiencia límite del movimiento estudiantil, comprendió que el único camino viable para la izquierda mexicana era el de la democracia. Confiaba en que una firme presión cívica terminaría por inducir una apertura histórica del Estado hacia la izquierda. Para el régimen esa apertura no era sólo conveniente –México, recuérdese, vivía en el umbral de una guerra sucia– sino que era justa y necesaria: salvo los breves interludios de Cárdenas y Ávila Camacho, la izquierda había vivido proscrita, al margen o a contrapelo de la historia. El gobierno, en suma, debía borrar décadas de intolerancia y represión. Pero paralelamente, la izquierda debía renunciar a su dogmatismo sectario y a su propensión violenta.

Se requería autocrítica y Heberto Castillo la ejerció sin descender, como José Revueltas, a la autoflagelación. Aunque era un hombre de convicciones absolutas y nunca rehuyó el peligro o el sacrificio, ingeniero al fin, Heberto era demasiado práctico para confiar el flujo vertiginoso de su vida al misterio de una religión secularizada. No era un redentor, era un hombre de acción, un bravo veracruzano de Ixhuatlán (allí "donde más se han muerto de bala y machete que de muerte natural", me dijo un día). Si la izquierda quería existir políticamente, concluyó Castillo, debía ahondar en la historia mexicana, no en la internacional; honrar la tradición liberal del siglo XIX, no negarla; seguir el ejemplo de Cárdenas, no de Lenin; releer más a Molina Enríquez y menos a Marx. Pero, sobre todo, debía reconocer el humanismo original de la Revolución Mexicana contrastado con la sangre y lodo que chorreaban sus homólogas en la URSS y China. Tal vez su mancha fue no haber tomado distancia a tiempo del régimen de Castro.

A partir de los años setenta, Heberto Castillo prestó un servicio cívico permanente. Cuando Echeverría quiso vender como democracia la "apertura democrática", Heberto denunció la simulación. Cuando López Portillo se dispuso a administrar la abundancia petrolera y construyó el gaseoducto a los Estados Unidos, Heberto advirtió que lo primero constituiría un despilfarro irracional y lo segundo una irresponsable precipitación. En ambos casos tuvo razón. En esos mismos años fundó el Partido Mexicano de los Trabajadores, el PMT, organización de izquierda "aggiornada" con las nuevas corrientes europeas. No sin razón se le tachó de caudillo, pero cuando 1988 vio crecer la estrella política de su antiguo discípulo y compañero Cuauhtémoc Cárdenas, no dudó en declinar su postulación a la Presidencia, abriendo paso a la fundación del PRD. Siguieron años de incansable ingeniería cívica, tendiendo puentes de comprensión en todos los foros imaginables: los tenaces artículos en Proceso, el apoyo a Salvador Nava en San Luis Potosí, la labor de pacificación y concordia en Chiapas, entre otras actividades.

La izquierda tiene un futuro en México, quizá más grande y promisorio de lo que ella misma imagina. Lo tiene por razones complejas, algunas atribuibles a los aciertos propios, otras a las insuficiencias de sus adversarios. Pero lo tiene también porque al margen de los vastos errores históricos de sus militantes, sus estrategias e ideologías, han tenido en sus filas a personas como Heberto Castillo, el ingeniero cívico que supo tender puentes entre el sueño y la realidad.

Publicado originalmente en Reforma, el 13 de abril de 1997.

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