Si Madero no hubiera muerto

El Centenario de la Revolución es un buen momento para plantear la más herética de las preguntas: ¿qué habría pasado si Madero, en vez de optar por las armas, hubiese persistido en la vía pacífica? Era posible. Tras recorrer todo el país en las primeras –y últimas– giras políticas genuinamente democráticas del siglo XX, el valeroso e idealista empresario coahuilense que en 1910 cumplía apenas 37 años de edad, gozaba de una simpatía general. Había construido las mejores “redes sociales” de aquel tiempo (y aun de este), había fundado multitud de clubes democráticos, había levantado el ánimo cívico de México. El grito del momento era “¡Viva Madero!” Al sobrevenir el fraude electoral, como sabemos, Díaz lo mandó arrestar en San Luis Potosí, lugar donde proclamó el famoso Plan que contenía la fecha exacta en que estallaría la Revolución. Pero supongamos que justo en ese trance, Madero decide consolidar su movimiento democrático, y funda una institución política permanente. ¿Cuál futuro le habría aguardado, a él y al país?

Díaz difícilmente lo habría fusilado. Llevaba años de acosar y encarcelar a los opositores, pero los tiempos de “Mátalos en caliente” (la feroz represión a los Lerdistas en Veracruz, en 1879) habían quedado muy atrás. A los anarquistas, por ejemplo, los había condenado al ostracismo, no al paredón. En su ocaso, en el año del Centenario, “Don Porfirio” quería la gloria y la respetabilidad (que obtuvo, fugazmente, en las fiestas) y por eso genuinamente temía “desatar al tigre de la violencia” que tan bien conocía desde sus años de rebelde chinaco. Con toda probabilidad, Madero habría recobrado la libertad.

Ese desenlace ¿habría sido mejor para México? La mitología histórica tiene la respuesta automática, pero a la luz del sufrimiento que provocó la Revolución Mexicana cabe repensarla al menos un poco. Nadie sugiere que el orden porfiriano debía prevalecer. El liberalismo campeaba en los órdenes en que necesitaba modificarse (el social, el económico) y faltaba en el único que reclamaba su restablecimiento inmediato (el político, el democrático, el constitucional). Esta situación era injusta, anacrónica, inadmisible, insoportable, pero ¿esa preciso estallar una Revolución para transformarla? El envejecimiento de Porfirio, el ascenso mundial de las ideologías socialistas, la pujanza incluso del catolicismo social nacido de la Encíclica Rerum Novarum de León XIII, confluirían tarde o temprano en la escena pública de México para forzar reformas en los campos y las fábricas. Conviene recordar que las reivindicaciones se habían iniciado ya en tiempos porfirianos, con la nacionalización de los Ferrocarriles.

Admitamos, sin embargo, que en ese escenario el país habría cambiado con excesiva lentitud. Las reformas habrían parecido insuficientes (los hacendados y latifundistas, los dueños extranjeros de las grandes corporaciones petroleras y mineras, se sentían inexpugnables). Sólo un cambio radical, es cierto, podía modificar ese estado de cosas. Sólo un cambio radical podía desagraviar a los campesinos de Morelos, restituyéndoles la tierra. Y sólo un cambio radical podía llevar a cabo una Reforma Agraria. Pero a la luz de las 750,000 vidas que aproximadamente se perdieron en el decenio 1910-1920 (quizá 250,000 de manera violenta, otras por hambre o enfermedad) la inocente pregunta se sostiene: ¿no hubiese sido preferible la reforma a la revolución? Nunca sabremos cuál habría sido la respuesta de la inmensa mayoría de los mexicanos que no tomó parte en la lucha. Los “revolucionarios” no le preguntaron su opinión a los “revolucionados”. Vino la Revolución y a todos los “alevantó”.

Aun aceptando que el estallido de 1910 tuviese más de un elemento inevitable, el desenlace de 1913 pudo en verdad ser muy distinto. Supongamos que las cosas hubiesen ocurrido tal y como sucedieron hasta febrero de 1913, con una sola modificación: Madero no muere en la Decena Trágica. Su salvación era posible. Si tan solo Bernardo Reyes no hubiera caído a las puertas de Palacio. Si Lauro del Villar, el fiel comodante de la plaza, no hubiese sido herido en ese mismo lance. Si Madero se hubiera refugiado con Felipe Ángeles o le hubiese encomendado al propio Ángeles el mando de las tropas. Si hubiera hecho caso a su hermano Gustavo (y a su propia madre) y hubiera maliciado al menos un poco sobre las intenciones de Huerta. Si se hubiese separado de su Vicepresidente Pino Suárez, ampliando las posibilidades de supervivencia del Poder Ejecutivo. O si simplemente hubiera ganado un par de semanas, lo suficiente para que Woodrow Wilson tomara posesión y presionara diplomáticamente a los golpistas por la inmediata liberación del presidente. Esos y otros escenarios eran posibles.

De no haber muerto Madero aquel aciago 22 de febrero de 1913, de haberse reincorporado a la presidencia, ¿cuál habría sido la historia inmediata de México? No es imposible imaginar que Wilson, un idealista afín, habría consentido (con muchas reticencias) algunas medidas de reivindicación nacional sobre los derechos y la propiedad originaria del subsuelo. En el aspecto agrario, Madero había encargado ya a economistas capaces (como Carlos Díaz Dufoo padre) proyectos de reforma que las nuevas generaciones de agrónomos educados en Estados Unidos (como Pastor Rouaix) podían haber instrumentado. Madero había favorecido ampliamente la libertad sindical, de modo que las reformas obreras (como el futuro Artículo 123) se habrían conquistado con toda probabilidad.

¿Y los caudillos populares? Pancho Villa sentía una devoción religiosa por Madero, que lo había convertido a su causa y lo había salvado de morir fusilado por Huerta durante la Rebelión Orozquista. Villa habría seguido siendo su incondicional. Zapata era mucho más reacio, quizá irreductible, porque su agravio era más antiguo, profundo y concreto. Pero Felipe Ángeles estaba logrando la pacificación de Morelos, entendía y justificaba la querella de los pueblos contra las haciendas, y habría logrado quizá tender un puente de negociación. En la educación pública, donde los miembros del Ateneo de la Juventud –atraídos por Justo Sierra– ocupaban ya los puestos altos de la jerarquía académica, no es difícil imaginar a José Vasconcelos convertido en Ministro como de hecho lo fue, en 1915. Todavía más: si México hubiera llegado en paz al estallido de la Primera Guerra Mundial, habría emulado a Argentina como proveedor de productos agrícolas y ganaderos. El 1915, a no dudarlo, habría traído consigo la epidemia del Tifo y el 1918 la Influenza Española, pero el país, mejor pertrechado y sin guerra, se habría defendido mucho mejor de las plagas bíblicas restantes que azotaron terriblemente al país: el hambre y la peste.

La historia pudo ser distinta pero no lo fue. Madero murió asesinado, junto con la democracia mexicana, que tuvo que esperar 84 años (hasta 1997) para revivir. La Revolución ocurrió y trajo consigo cambios profundísimos, muchos de ellos positivos. Uno de ellos fue el renacimiento cultural, que cuesta trabajo imaginar dentro de las rígidas pautas del porfiriato o aun bajo los auspicios tímidos de Madero. La cultura mexicana en las primeras décadas del siglo XX fue, en gran medida, producto de ese trágico y festivo “abrazo mortal” del mexicano con “otro mexicano”, del que habló Octavio Paz.

Pero nuestra circunstancia actual (la violencia que ahora nos abruma y la democracia que practicamos de manera tan imperfecta) debería movernos a repensar el pasado: tal vez un futuro distinto aguardaba a México en 1910 o mucho más en 1913: un futuro de reformas sociales y económicas construidas en el marco de una democracia de lenta pero segura maduración. En lugar de eso tuvimos diez años de muerte (muerte redentora dirían muchos, pero muerte al fin) y setenta años de un sistema político “emanado de la Revolución” que nos condenó a la adolescencia cívica y nos privó de las instituciones y costumbres propias de un moderno Estado de Derecho.

La Revolución nos dio identidad y cultura, y procuró seriamente la justicia social y la educación. Pero dejó tras de sí el gusto a “hombrearse con la muerte” y un régimen antidemocrático. Ese fue su legado dual, ambiguo, incierto. Por eso –como Juárez y Martí– Madero, “no debió de morir, ¡ay! de morir”.

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