Rosa Verduzco: Madre de los olvidados
Ocurrió en Zamora, Michoacán, hace más de medio siglo. A partir de entonces, es uno de los experimentos más sorprendentes en la vida social mexicana desde los pueblos hospitales que Vasco de Quiroga estableció en la Meseta Tarasca, cercana a la región. Una mujer sola, llamada Rosa Verduzco, ha recogido, adoptado y educado para una vida digna y productiva a varios miles de niños abandonados. Su obra es, ante todo, un prodigio de caridad, pero las enseñanzas que se han desprendido del proceso y las ramificaciones de éste en la vida zamorana, son igualmente extraordinarias.
La historia comenzó cuando Rosa tenía trece años. Aunque provenía de una familia de abolengo, su preocupación temprana fue dar protección y cariño a los niños indigentes. Aquella gordita risueña, extraña compañera de "cascaritas" callejeras, conseguiría de la reticente comunidad una casa prestada y algunos alimentos para dar inicio a su obra. Fue "Pituco", el primer hijo registrado como suyo. La sociedad zamorana tardó tiempo en asimilar lo que veía. No pocas veces reaccionó con incomprensión, intolerancia y una suerte de asco. La salvaje piedad de Rosa parecía una locura.
El proyecto rebasó muy pronto su carácter defensivo, de amparo social, para intentar la formación de los niños y su reincorporación digna a la sociedad que los había rechazado. En la inmensa y deslavada casa que ocupa "La Gran Familia" -esa es su denominación- hace mucho se comenzaron a impartir clases formales sobre pautas muy distintas a las de cualquier escuela convencional. Además de aprender a leer y hacer cuentas, los niños se adiestran en oficios prácticos, productivos y en actividades artísticas. La música, que se enseña con maestros de excelencia, es un bálsamo que los reconcilia e integra sutilmente consigo mismos y con su entorno. En la casa y la calle que la continúa sobre la Carretera Zamora-Jacona, los "chavos" desarrollan un sentido de justicia e igualdad sin necesidad de prédicas, sino por obra de la necesidad compartida y del intercambio vital, a veces rudo, de unos con otros. A casa de Rosa no sólo llegan bebés que tienen por cuna una caja de cartón, sino vagabundos, drogadictos, rateros de toda la República. Los condenados de esta tierra. Sin asomo de paternalismo, los niños anónimos desarrollan poco a poco sus habilidades. Casi siempre se les levanta del fango: premiando a quienes sólo saben competir con la longitud de sus escupitajos o la intensidad soez de sus palabrotas. Se les declara campeones de eso, y se les abren, de modo espontáneo, otras vías.
La Gran Familia tiene apoyos pero no ligas orgánicas con el Estado. Vive de la caridad colectiva e individual, voluntaria o forzada: desde los kilómetros de plata hasta los "sablazos" a los ricachos públicos y privados. Los niños habitan la ciudad como una vecindad que les pertenece. A veces, para templarlos, "Mamá Rosa" los manda a larguísimos viajes de ida y vuelta por el país sin proporcionarles un quinto: "se las arreglan solos y regresan siempre, los cabrones". Las leperadas de Rosa no son un caso de afectación. Son el universo verbal que habita.
Al consolidar su vida interior, luego de criar, de crear, generaciones de mujeres y hombres que viven en varias partes de la República o hasta en Estados Unidos, "La Gran Familia" ha tomado la iniciativa de oferta social en varios campos sensibles de la vida zamorana: distribuye comida en zonas con mayor índice de desnutrición; conoce, alimenta y controla a los presos; organiza pláticas de orientación para Padres de Familia; crea unidades productivas (taller de costura, herrería, albañilería, etcétera...); aporta cobijo, alimentación y medicinas en épocas de inundaciones; ofrece asesoría médica legal y psicológica a delincuentes, drogadictos, alcohólicos. Regala consuelos y alegrías: las "Bandas" de Rosa lo mismo amortajan cadáveres que cantan "las mañanitas".
Hace unos años visité con mi pequeña familia a La Gran Familia. En el camino recordé la insistencia con que el Antiguo Testamento exalta la caridad hacia las viudas y los huérfanos. El bullicio de los niños me trajo a la tierra. Pedimos ver a Rosa. Pasamos a un salón en cuyas paredes los niños han representado, pincel en mano, un nuevo capítulo de muralismo mexicano. No hay bucolismo revolucionario en aquellos temas. Tampoco escenas deliberadamente desgarradoras o, menos aún, sentimentales. Hay la fresca, directa e inocente huella de la vida de un vagabundo. Hay parques y soles, y hay también cigarros, drogas baratas y violencia. Uno esperaría ver reflejado en ellos un espejo de la más dolorosa indefensión -la indefensión infantil- pero los niños que pintaron esos muros no viven ya en la intemperie. Tienen madre, casa, apellido, hogar, hermanos, trabajo, obligaciones cotidianas y un camino futuro que algunos alcanzan a entrever. Por eso pintan juegos y colores.
Mamá Rosa entra en escena. Dictadora amorosa, ordena a diestra y siniestra con su voz ronca que los niños muestren lo mucho que han aprendido. De pronto, como en un teatro de virtudes, se suceden los números: la banda de alientos toca con precisión y armonía, el coro femenino entona algo de su repertorio que no hace mucho se grabó en un disco, unos chicos fuertísimos hacen gimnasia y piruetas en el equipo que regaló la mismísima Reina Isabel, un actor remeda a Chaplin, un merolico -dueño del don de lenguas- me "chancea", otro hace de bufón, otro más improvisa un discurso sacado no de un libreto sino de su imaginación.
Ningún detalle escapa a Rosa. No sólo los nombres y apodos de sus "chilpayates" sino sus más específicas dolencias e inquietudes. Conoce como la palma de su mano el alma de cada uno. Doctora de almas pero ante todo de cuerpos, nos sorprende su conocimiento concreto de la fisiología infantil. Rosa lleva los archivos de un Hospital infantil en la cabeza. Le basta una palabra del niño para adivinar la historia que lo arrojó a la calle. Por otra parte -según el testimonio otra mujer inolvidable, Armida de la Vara- "Mamá Rosa ha tenido que esgrimir mano dura para castigar desmanes, abusos, faltas de honestidad y riñas".
¿Qué habrá ocurrido -pensé tiempo después- con aquel pequeño, enjuto, de grandes y asustados ojos saltones, hijo secreto de un viejo cura y de una madre que lo repudió, hijo indeseado cada instante desde su concepción hasta el momento en que alguna alma caritativa lo llevó a la casa de La Gran Familia? "Caso difícil -nos había dicho Rosa-. Habrá que quererlo tanto, quererlo con besos y caricias. Y hasta lamerlo. Lo dejaré retozar en mi cuarto, saltándome encima junto con los otros niños, para que sienta lo que es sentir. Quizá se salvará".
En los llanos donde juegan canicas los mocosos de La Gran Familia, se levanta un polvareda de carajos. Niños en parvada, jauría de niños como perros con dueño, grandes y chicos confundidos, soltando risotadas feroces, tiernas, enloquecidas, de vuelta ya de todos los caminos, amaestrando el miedo de cada día, se han lavado el lodo de la memoria, son ganapanes profesionales, doctores en trabajo independiente, maestros en solidaridad.
La Gran Familia no produce santos ni ha descubierto la vacuna contra la desdicha, pero allí el Jaibo no corromperá ni matará al hijo inocente de la inocente madre, vejada por el padre, esposo fantasmal. Allí los hijos que abandonó la madre humillada han encontrado el seno de una madre dulce y lépera, hechicera que convierte la mueca de animalidad en gesto humano.
Reino de dignidad, hermandad de apodos y Verduzcos, nietos e hijos de la mujer que vengó a la chingada, olvidados recordados, recobrados, padres futuros de cuerpo presente, metáforas de un México mejor.
Reforma
*Este texto se compiló en Retratos personales