Mentiras filantrópicas (piadosas)
Los ojos de la filantropía, hechos a ver de cerca su propia belleza moral, son generalmente incapaces de ver siquiera el objeto de su solicitud''. Esta reflexión del jurisconsulto y novelista chiapaneco Emilio Rabasa (1856-1930) es el epígrafe perfecto para ilustrar uno de los riesgos mayores de nuestra actitud frente al conflicto de Chiapas.
Las buenas conciencias nacionales y las malas conciencias europeas se desgarran las vestiduras por los indios mexicanos y denuncian los 500 años de explotación a que los han condenado los sucesivos regímenes del Virreinato, el México independiente y el México revolucionario. De pronto, nuestro país resulta un escenario extremo del Far West. Esta versión no sólo distorsiona la verdad sino que incurre en algo mucho más grave: niega nuestra mejor aportación a la historia occidental, niega lo mejor de nosotros mismos, nos niega como Nación.
Los chilenos de hoy no se ven en el espejo de su pasado indígena por la sencilla razón de haberlo aniquilado. Muchos de ellos tienen a orgullo esta labor de "limpia''. "Nos salvamos de la enfermedad racial que padecen ustedes y el Perú, por eso a los peruanos en la guerra de 1879 los abríamos en canal'', son palabras de una mujer chilena que escuché con asco en Santiago, en 1979. Los bravos araucanos, último bastión de resistencia, se incorporaron a la nación chilena en 1882 pero ya en proceso de extinción por obra de la guerra y la tuberculosis. Algo similar podría decirse de los indios de Argentina. Poco numerosos para las inmensidades territoriales de esa nación, fueron asimilados por la mezcla étnica o muertos en una guerra de franco exterminio. En 1875 había 40,000 indios en Argentina; cincuenta años más tarde no llegaban a 20,000.
En el mismo tránsito por Sudamérica de 1979, cierta tarde en un mercado de Cuzco escuché la melodía más triste que pueda imaginarse. La interpretaba un niño que acompañaba a su padre o abuelo al pie de un montículo prehispánico sobre el cual se erguía una construcción española. Había una correspondencia entre el dolor de la flauta andina y la visibilidad de una cultura aplastada por otra. Mucho tiempo después, leyendo la obra admirable de David Brading Orbe Indiano entendí esa y otras claves histórica que distinguen la vida de México y el Perú.
La conquista del Perú fue más larga, más brutal, menos completa, menos profunda que la de México. Comenzó en 1532 con el traumático asesinato del emperador Atahualpa (indefenso y convertido ya al cristianismo) y concluyó cuatro decenios más tarde, tras una serie interminable de guerras civiles, con otro asesinato traumático: el degüello público, ante miles de dolientes indígenas, del último emperador, Túpac Amaru. A estas heridas que nunca terminaron por cicatrizar, se aunaron otros rasgos distintivos: por parte de los conquistadores, un celo evangelizador mucho menor que el de México y una conducta puramente mercantilista; por parte de los indígenas, una resistencia mayor a la conversión, el recuerdo más vivo (en vestidos, insignias, retratos, obras literarias) de los emperadores incas. Al conquistador Pizarro (hombre más rudo e ignorante que su paisano, y quizá pariente Cortés), y a los primeros gobernantes del Perú, les importaba ante todo extraer el metal de las minas de Potosí y Huancavélica. Sus contrapartes mexicanas, comenzando por Cortés, no eran ángeles, pero actuaron como fundadores de un nuevo orden cristiano. En Nueva España, la colonización se apartó menos de las Leyes Nuevas y la filosofía humanista de Bartolomé de las Casas. En el Perú, los conquistadores se levantaron en armas contra la legislación tutelar y fincaron su dominio en las ideas de Juan de Matienzo (discípulo del rival de Las Casas, Ginés de Sepúlveda): "los indios naturalmente fueron nacidos o criados para servir, y les es más provechoso el servir que el mandar, y conócese que son nacidos para esto porque, según dice Aristóteles, a estos tales la Naturaleza les creó más fuertes cuerpos y dio menos entendimiento y a los libres menos fuerzas en el cuerpo y más entendimiento''. Otro factor que operó en el contraste fue la diversa geografía de los dos países: los españoles se concentraron en las costas y las minas y mostraron poco interés en colonizar el frío altiplano andino. En esas difíciles tierras los indios siguieron representando una mayoría casi intacta. En cambio la meseta central de México, menos alta y más benigna que la andina, fue el laboratorio donde se dio un experimento social poco común en otras zonas del imperio español: el mestizaje.
México había tenido también zonas de conquista con pautas "peruanas''. La más notable de ellas, a pesar de su pobreza, fue la península de Yucatán. A diferencia de los aztecas, los mayas divididos para entonces en una multitud de pequeños señoríos no divinizaron a los españoles y los combatieron por largos años. La victoria española tuvo la forma de una alianza entre los descendientes del primer conquistador (Francisco de Montejo) y los caciques de los "reinos'' más poderosos. Muy pronto, los conquistadores comprendieron que aquella inmensa piedra calcárea seca, llana, selvática en algunas zonas no sólo carecía de minas o tierras sino de agua. Lo único que sobraba era la mano de obra indígena, de allí que su explotación llegara a extremos de duración e intensidad distintos del resto del país. Estos factores, aunados a la dispersión demográfica de los indios y la escasez de españoles, levantaron poco a poco un inmenso muro de resentimiento entre los indios y los blancos. Mientras que en el resto de México el idioma español avanzaba, el maya en Yucatán no sólo perduraba sino que se convertía en la lengua materna de la endógama minoría criolla. Igual que los indios del Perú, los mayas conservaron subrepticiamente muchas de sus ceremonias y creencias paganas, entre ellas un libro calendárico cuya concepción cíclica profetizaba la futura derrota y desaparición de los españoles. La tensión estallaría finalmente en la Guerra de Castas (1847-1850).
Aunque Yucatán fue siempre un caso límite, los mayas no fueron el único grupo en oponerse a la presencia española. Los aztecas que en 1521 se echaban a sí mismos, a sus esposas e hijos, a las acequias de la ciudad, serían siempre el ejemplo arquetípico de resistencia; los legendarios indios "chiapas'' siguieron su ejemplo: se arrojaban al cañón del Sumidero antes que rendirse; la rebelión chiapaneca de 1712 atestigua una querella étnica muy parecida a la de Yucatán; los mixes, en Oaxaca, nunca fueron vencidos; en el norte del país, la pacificación de los nómadas chichimecas duró cuatro décadas (1550-1590) y varios grupos indígenas subsistieron relativamente aislados a lo largo de la colonia: huicholes, tarahumaras, seris, tepehuanes. Con todo, la versión de la Conquista de México como una representación generalizada de la biografía de Cuauhtémoc es parcial e inexacta.
En el otro extremo de la experiencia yucateca y chiapaneca, varias naciones indígenas recordarían la conquista como una época dorada. Sin la participación de los cempoaltecas, huejotzincas, texcocanos pero, sobre todo, de los tlaxcaltecas, los quinientos hombres de Cortés habrían sido literalmente devorados por las decenas de miles de guerreros aztecas. En pago a su contribución, los tlaxcaltecas obtuvieron trato de aliados libres, no de siervos: siguieron luchando al lado de los españoles en la guerra contra los chichimecas, colonizaron el norte del país y fundaron varias ciudades (Querétaro, Saltillo, San Luis Potosí) a las que imprimieron costumbres que eran claramente visibles aún en tiempos porfirianos. Otra nación privilegiada fue la otomí.
A pesar de su pobrísima situación posterior y actual, su memoria colectiva retenía aún no hace mucho las gestas de sus ancestros: guiados por el conquistador otomí Don Pedro Martín del Toro (a quien las pictografías otomíes del siglo XVII representaban coronado y vestido a la usanza española) habían peleado en la "Gran Chichimeca'' y fundado varias ciudades mineras en el corazón del país (Guanajuato, Sombrerete). Los propios aztecas se habían repuesto del trauma de la Conquista y hacia mediados del siglo XVI colaboraban en la represión de rebeliones indígenas en el occidente de México conocidas como la "guerra del Mixtón''. En todos esos casos, los conquistados se habían vuelto conquistadores.
Entre esos dos polos, el de los indios arraigados en su cultura y los indios "españolados'', la pauta general de la historia mexicana se resume en una palabra que distingue nuestra experiencia de la de los otros países de América: convivencia. Este contacto (difícil, injusto, cruel, desigual, pero efectivo y vivificante) entre los indios, los descendientes de los conquistadores y la minoritaria pero importante población negra, terminaría por suavizar en México las aristas de conflicto racial que marcarían la historia del Perú, Yucatán y Chiapas. La convivencia era el fruto mayor de la Conquista Espiritual y representaba el triunfo de dos valores éticos cuya fervorosa defensa había ocupado a Bartolomé de las Casas y a los grandes teólogos de España: la igualdad última de los indios con respecto a los españoles y su libertad natural. Aunque la servidumbre y la esclavitud no desaparecieron, en la mayor parte de Nueva España su práctica no tuvo, remotamente, la severidad de las posesiones anglosajonas, ni siquiera la que hasta muy entrado el siglo XVIII alcanzó en Perú. Con la convivencia apareció poco a poco una disposición a tolerar, comerciar y compartir representada por el advenimiento de un nuevo tipo social y humano, el mestizo.
La conclusión, por lo que respecta a los primeros 300 años de la historia postcolombina, es inescapable: no obstante el dolor de la Conquista y el efecto atroz que sobre la población indígena tuvieron las plagas y enfermedades, el México que nacía a la Independencia en 1821 había logrado para las generaciones futuras una pauta de relación humana casi milagrosa si se toman en cuenta la disparidad de sus componentes y el modo en que esa disparidad se enfrentó en otros países del tronco hispano (para no hablar del obvio contraste con la política de exterminio y exclusión de Norteamérica). Contra la versión romántica de las buenas conciencias, esa pauta de relación se afianzó gracias a la legislación liberal del siglo XIX, avanzó aún más en el México revolucionario, y ahora mismo sigue operando en los rasgos físicos, espirituales, morales y en la cultura toda del mexicano. Es el México mestizo: nuestro mejor aporte al mundo occidental, lo mejor de nosotros mismos, lo que nos constituye como nación.
Chiapas, como muchos otros enclaves de nuestro país, es una excepción histórica a la que debemos en efecto pedir perdón y actuar en consecuencia mediante una reversión inmediata y profunda de las pautas de explotación a la que se le ha sometido. Pero esa reversión no puede fincarse en la mentira y, menos aún, en la asunción autolesiva de una culpa histórica que como país no nos pertenece.
Reforma