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¿Redención o democracia?

Hay una premisa tácita en las actitudes románticas del indigenismo mexicano en ésta y todas las épocas: tratar a los indios como naciones aparte que requieren de una tutela permanente. Es la antigua huella de las benévolas Leyes de Indias. Como ha explicado Silvio Zavala en su clásica Filosofía de la Conquista, esta legislación evitó desde el origen los extremos de crueldad que la servidumbre y la esclavitud alcanzarían en el mundo anglosajón. Gracias en parte al legado de los grandes misioneros, la cultura mexicana nació relativamente abierta a la mezcla, la variedad, la tolerancia; una cultura en la cual los indios no eran las "criaturas del infierno'' que refiere la literatura norteamericana, sino seres de razón, con la misma calidad que cualesquiera otros, ante Dios. Uno puede burlarse ahora de esta distinción, pero fue nuestra vacuna histórica contra el racismo.

La protección física, social y hasta teológica de los indígenas tuvo otros efectos, menos agradables. Ya en el siglo XVIII los observadores más honestos y acuciosos de la realidad mexicana advertían sus inconvenientes. El origen de la postración de muchos indígenas, sostenía hacia 1799 el futuro obispo de Michoacán, Manuel Abad y Queipo, estaba justamente en aquella legislación protectora. "Aislados por su idioma y por su gobierno, el más inútil y tirano escribió Abad, se perpetúan en sus costumbres y supersticiones que procuran mantener misteriosamente en cada pueblo ocho o diez indios que viven a expensas del sudor de los otros, dominándolos con el más puro despotismo". En esta circunstancia, los privilegios concedidos en las Leyes de Indias no eran sino: "armas que jamás han servido para proteger a aquellos a cuya defensa se destinaban y que los ciudadanos de otras castas emplean diestramente contra los propios indígenas".

La solución era la libertad: el gobierno debía adoptar "por primera vez ideas liberales y benéficas en favor de las Américas y sus habitantes''. Entre estas medidas estaba la abolición de la legislación que introducía diferencias entre las personas; la división gratuita y el dominio legal de tierras entre indios; una ley agraria que fraccionara en parcelas individuales la gran propiedad territorial; "libre permisión de avecindarse en los pueblos de indios a todos los de las demás clases del Estado".  En suma, para atenuar las terribles diferencias étnicas y sociales y sacar a los indios de su "abatimiento y miseria", Abad no propuso el fortalecimiento de un Estado protector sino justamente lo contrario: "concederles a los indios los derechos de ciudadano''.

Esto es justamente lo que hizo el liberalismo en el siglo XIX: otorgarles la plena igualdad jurídica, al grado de hacerlos sujetos del sufragio universal. El pensamiento conservador del siglo XIX y la ideología social del XX, han atribuido una ceguera mayúscula y una irresponsabilidad mayor a esta legislación. Las medidas liberales, es verdad, provocaron atropellos terribles y fueron la raíz de no pocas rebeliones. Muchos indígenas se levantaron para defender sus tierras comunales. Con todo, cabe preguntar, ¿era preferible la alternativa tutelar?

Una respuesta la da ahora mismo la experiencia norteamericana. En los Estados Unidos existen todavía 300 reservaciones. La mitad de la población está desempleada; 90 por ciento vive del "welfare state"; 3/4 partes gana menos de 7,000 dólares al año, el alcoholismo es una segunda naturaleza, tanto como la adicción a una estricta economía de subsistencia y un rechazo tenaz a participar en el mercado. No ha sido dinero lo que ha faltado a ese régimen tutelar, ni escuelas, ni exenciones impositivas. Lo que ocurre es que los indios de Norteamérica han vivido en una prisión centenaria que ha ahogado en ellos, quizá para siempre, no sólo la llama de la iniciativa sino de la esperanza. Resulta paradójico comparar su suerte con la de los negros. En los últimos 50 años del siglo XIX, la población indígena de Norteamérica se estancó en 300,000 personas. En el mismo período, la recién liberada población negra, a pesar de las humillaciones vergonzosas que sufrió entonces y padece hasta el día de hoy, pasaba de 3 a 9 millones.

En el contexto moderno de los últimos 150 años, el régimen de aislamiento y tutela (oficial, religiosa) ha llevado a la psicología de la reservación. Desde tiempos de la Colonia muchos indígenas escaparon de sus lugares de origen, de su pobreza, de la opresión a la que los sometían no sólo las autoridades centrales sino sus propios caciques y hasta los sacerdotes que fincaban en ellos su capital espiritual (y a veces económico). Su destino no fue el paraíso sino los obrajes, las haciendas y las ciudades, sitios donde la vida era difícil pero más libre y menos pobre. El siglo XIX simplemente generalizó el proceso y aceleró la integración mestiza. ¿Qué otro país en América puede ufanarse de haber tenido en el siglo XIX ¿o en el XX? un presidente indio y tras él una larguísima lista de indígenas notables, plenamente integrados a la construcción nacional? De haber prevalecido el régimen tutelar, Juárez no sólo hubiera muerto: ni siquiera viviría.

Es justamente la ausencia de este largo proceso de liberación práctica, lo que explica la situación de Chiapas. Todavía en 1892, por la falta de caminos, (mucho más importantes, decía Molina Enríquez, que las escuelas) había indios tamemes en la sierra. Cualquier solución que implique un acotamiento físico, social, político, nacional, del indio no es solución. El acotamiento, se dirá, existe de hecho. Es dolorosamente cierto que a estas alturas muchos indígenas, quizá la mayoría, no podrán intentar siquiera la huida hacia la modernidad. ¿Qué hacer? Llevarla hacia ellos. Para los aspectos económicos de este problema no puedo menos que remitir al lector al libro fundamental de Gabriel Zaid: El Progreso improductivo. Allí se proponen y razonan modelos claros de acercar la modernidad al México tradicional (como la oferta de medios de producción pertinentes para la vida y las necesidades prácticas de los campesinos).

Pero tanto o más que la economía importa el valor que aparece una y otra vez en los comunicados, las entrevistas, y las frases sueltas que nos llegan desde Chiapas: la dignidad. Lo que los indígenas chiapanecos piden no es piedad folklórica sino un acto de respeto definitivo y definitorio. Piden lo que les corresponde, antes que como indígenas, como hombres: atención a sus demandas legítimas, libertad para nombrar a sus autoridades y libertad para removerlas, representación política en su estado, autonomía municipal y, sobre todo, justicia: no "justicia social'' dádivas grandes o pequeñas, en especie o en efectivo, pero siempre con precio electoral sino justicia sin más: castigo a quien atropella, reparación a quien ha sido atropellado.

Que México se vea parcialmente en la imagen de su pasado indio, en la huella viva de las culturas precortesianas y hasta en las culturas indias que sobreviven, es el abrazo de identidad que le debemos a la Revolución. Pero si se subraya más de la cuenta esta identificación, se desemboca en el Apartheid. Los indios de Chiapas han dado muestras suficientes de que no lo quieren. Una de las muchas revelaciones de este año crucial es el contenido modernizador de su mensaje. A pesar de las tensiones mesiánicas desconcertantes, peligrosísimas que la Teología de la Liberación ha inducido en ellos, los indígenas no quieren redención, quieren democracia.

A cambio de ella y del respeto definitorio que traerá consigo, tenemos el derecho pleno de exigirles que digan, definitivamente, adiós a las armas.

El Norte

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