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México en vilo

Desconfíe usted de las encuestas. Aunque las más recientes indican una clara ventaja del candidato del PRI, puede haber una sorpresa.

La cultura de las encuestas es muy reciente en México. Hay quienes por temor a una represalia o por malicia elemental mienten sobre sus preferencias o las mantienen en reserva. Por lo demás, aun si reflejan la verdad, las encuestas revelan un aumento de los votantes indecisos (25 por ciento a una semana de la elección). Y aun si el PRI triunfa, no podrá gobernar de la imperiosa manera en que lo ha hecho por los últimos 65 años.

La alternancia en el poder es el camino más corto a la democracia. En ese caso, quizá las mayores posibilidades las tiene el PAN. Si gana, el país vivirá un aterrizaje casi natural a la democracia, similar al que experimenta el estado de Chihuahua, gobernado desde 1992 por el panista Francisco Barrio. Sometido a intensas presiones internas y externas que recordaban el escandaloso fraude contra el propio Barrio en 1986, Salinas ensayó elecciones limpias en Chihuahua; ganó el PAN, hubo continuidad económica, orden social, estabilidad política.

A principios de año se hablaba del "choque de dos locomotoras'' el 21 de agosto: el PRI y el PRD. A mediados de mayo, el primer debate abierto en la historia mexicana impulsó una tercera locomotora -la del fogoso orador parlamentario que es el candidato del PAN, Diego Fernández de Cevallos- y dañó severamente la de Cuauhtémoc Cárdenas. Sus incesantes giras por todo el país lo han puesto en marcha nuevamente, pero no al grado de recuperar el segundo sitio. Lento y desangelado ante las cámaras, Cárdenas proyecta sin embargo una imagen de honestidad y bonhomía que puede ganarle al menos parte de los votos ocultos. De llegar al poder, a despecho de lo que anunciaban sus antiguos desplantes populistas, continuaría el programa económico de Salinas imprimiéndole un mayor sentido social en un marco de reforma política sustantiva.

La responsabilidad más alta, con todo, apunta al triunfo del PRI. Aunque el desenlace político sería distinto si gana con más o con menos del 50 por ciento, o si logra asegurar alianzas que le permitan dominar el 66 por ciento de la Cámara de Diputados, hoy por hoy la victoria del PRI pondría al país en mayores aprietos que su derrota. A pesar de los múltiples ejemplos de sistemas políticos cerrados que se han transformado pacíficamente desde dentro no sólo en países culturalmente remotos (Polonia, Hungría, Checoslovaquia, Sudáfrica) sino cercanos (Portugal, España, Chile, Nicaragua, Paraguay), los jerarcas del PRI no se ven a sí mismos como el arcaísmo político que son: se ven como representantes rousseaunianos de la "voluntad popular''. El PRI -como admite todo el mundo, menos los priístas- es una agencia de empleos en el gobierno; utiliza con liberalidad los dineros públicos (sobre todo en los estados y municipios); reparte puestos legislativos o prebendas a las corporaciones sindicales, agrarias o profesionales que lo conforman; ha patentado la llamada "alquimia electoral''; goza del apoyo indiscriminado de los medios de información y del apoyo oculto de grandes empresas nacionales. Llega al extremo de monopolizar ilegítimamente los colores de la bandera mexicana, hecho de inmensa carga simbólica para los mexicanos.

Sectores muy importantes, y quizá mayoritarios en el electorado mexicano, han tomado conciencia de esta situación y reclaman el divorcio entre el PRI y el gobierno. Uno de los muchos grupos ciudadanos que han proliferado en los últimos meses para buscar una transición redactó el documento "20 Compromisos para la democracia''. Entre sus puntos (además del más obvio, el desmantelamiento del arsenal tecnológico-electoral), destacan tres fortalecimientos: el del Poder Legislativo (dándole ingerencia no formal sino efectiva en la Ley de Ingresos y el Presupuesto Federal); el del Poder Judicial (quitando al Ejecutivo la potestad de nombrar Magistrados, dotando a éstos de una independencia económica que no tienen), el de los estados y municipios, que en la más pura tradición monárquica viven al arbitrio de lo que se decide en Palacio Nacional. Cualquier demócrata moderno admitiría la sensatez de estas medidas, pero los priístas no son demócratas ni modernos. Significativamente, el único de los tres candidatos presidenciales que no aceptó firmar los "20 compromisos'' sino hasta el último minuto fue Ernesto Zedillo: lo hizo como respuesta a la intensa presión pública y sólo en lo "en lo general''.

A la inquietante rigidez del PRI se suma la inquietante rigidez de su candidato. Hombre honrado en lo público y personal, economista inteligente y sólido, trabajador incansable, Zedillo es, no obstante, un hombre culturalmente estrecho. Lo conocí en 1992, cuando pasó a ocupar la Secretaría de Educación. Uno de sus primeros proyectos fue cambiar el libro de texto de historia que año con año se reparte gratuitamente entre millones de niños. No le faltaba razón; elaborado en los tiempos populistas de Luis Echeverría, el libro en curso celebraba las glorias de Mao y el Ché Guevara, y podía haber circulado en Cuba o Corea del Norte. Sin mayor consulta con maestros, padres de familia, gremios de historiadores, etc...; sin que mediara tampoco a convocatoria de ley, encargó la redacción a un pequeño grupo que en un par de meses completó el trabajo. Para sus inmensa sorpresa, la reacción general fue negativa: aunque se libraban del sesgo ideológico de los anteriores, los nuevos libros contenían numerosos errores, eran abstractos, áridos, impersonales y, por momentos, incomprensibles para un lector infantil. Silenciosamente, se les retiró de circulación. Zedillo soportó la avalancha con estoicismo pero con evidente disgusto; interpretó las críticas como ataques personales o revanchas políticas. No tuvo preguntas antes de hacer los libros, no tuvo preguntas después de hacerlos. No tuvo preguntas. "¿Quién es el consejero político detrás de Ernesto Zedillo?'', le pregunté alguna vez a un importante consejero político de Salinas de Gortari. "Ernesto Zedillo'', me contestó, preocupado. Tenía razón para preocuparse: un hombre sin preguntas no pude ser un buen político. Y México hoy no sólo necesita un buen político sino un político consumado.

Si el PRI gana con más del 50 por ciento, los mexicanos habremos perdido el tren de aterrizaje. Pocos creerán que Zedillo pueda superar la cifra con que llegó Salinas al poder. En una atmósfera de indignación cívica y de violencia dispersa (Chiapas, Guerrero, tomas de alcaldías, revueltas estudiantiles), será difícil que las bases del PAN consientan que sus líderes avalen el triunfo del PRI. Presionados por ellas, optarían por la impugnación que en cualquier caso introducirá el PRD o se inclinarán por actos de resistencia civil, (marchas, paros, protestas). Habiendo repetido una vez más el truco que en México llamamos "Carro completo'', el PRI podría hallarse en la situación de los comunistas polacos en los años ochenta, reinando sobre un país enfermo de discordia e inconformidad.

Si el PRI gana con menos del 50 por ciento, estaríamos en situación de aterrizaje forzoso. El PAN podría condicionar su aval a la integración de un gobierno plural de transición democrática, como el que encabezó Adolfo Suárez en España. Un instituto independiente similar al que se creó en Sudáfrica tendría a su cargo la reforma total de los procesos electorales. Un PAN más agresivo podría ganar varias gubernaturas en el sexenio. Un PRD más pragmático y menos ideológico podría lograr lo mismo. En el año 2000, el Presidente de México podría perfectamente no ser el PRI.

En cualquier caso, la actitud del Presidente Salinas será decisiva. Durante casi todo su sexenio, desplegó la típica soberbia tecnocrática de creer que los cambios sociales son modulables como las estaciones en un radio de transitores. "No puedo dejar que nos pase lo que a la URSS'', le escuché un día, implicando que él sí podría acelerar a voluntad el tempo de la reforma económica y suministrar con cuentagotas el cambio democrático. Se equivocó, y ahora sabe que se equivocó. Al cuarto para las doce, Salinas parece haber comprendido la necesidad de una verdadera reforma política. Si gana el PRI, Salinas tendrá que persuadir a Zedillo de inaugurar un gobierno plural de transición democrática, único arreglo que asegura a ambos un futuro de responsabilidad interna e internacional.

Otro factor clave es el subcomandante Marcos. La rápida convergencia de su guerrilla hacia un movimiento político sugiere que estamos frente a una especie de Arafat mexicano cuyas legítimas demandas de libertad, justicia y democracia no se saciarán con la oferta habitual de obras públicas o escuelas para los indios de Chiapas. Eventualmente, Marcos podría fundar un Partido Zapatista o volverse líder de una izquierda mexicana postideológica, pero ambas salidas suponen, por definición, la existencia de un gobierno plural de transición democrática, el mismo cuya necesidad, por definición, niegan los priístas.

¿Y el Tío Sam? Los medios masivos de comunicación y la prensa norteamericanos han jugado un papel positivo en la observación y crítica del proceso político mexicano. Deben seguir haciéndolo. El gobierno es otra cosa. En 1913, un embajador norteamericano intervino en el golpe de estado y asesinato del demócrata más puro que ha existido en México: el Presidente Francisco I. Madero. Ochenta años más tarde, el gobierno de los Estados Unidos tiene la oportunidad de reivindicarse y adoptar la defensa resuelta de la democracia mexicana mediante la fórmula perfecta: no intervenir.

Una versión de este artículo apareció recientemente en The New York Times bajo el título de "Mexico Holds it's Breath"

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21 agosto 1994