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Mi amigo Bernardo

Todavía guardo la foto de kinder. Teníamos cuatro años. Ahí está Bernardo Minkow, con la misma actitud: serio, desconfiado, refunfuñón. Con algunos paréntesis, compartimos la vida estudiantil desde aquel remoto 1952 hasta 1969, nuestro último año en la Facultad de Ingeniería. Y nunca perdimos el rastro de nuestros pasos hasta que el pasado 12 de septiembre, acabados de cumplir los 67 años, descortésmente, sin decir adiós, nos dijo adiós.

Su padre -a quien su esposa llamaba Isaja- era un químico de voz profunda, hombre formal, preciso y libresco. Su madre, Ruth, profesionista también, era mujer de gran carácter. Habían sobrevivido el Holocausto. Hablaban polaco entre ellos. Irene, la única hermana de Bernardo era -como él- una excelente alumna y ganó un concurso de belleza. Recuerdo los sucesivos apartamentos de la familia, todos elegantes y europeos, de dos pisos y dotados de buenas bibliotecas, muebles sobrios y bellos candelabros: el Edificio “Linda Lee” en Nuevo León, otro edificio en la Glorieta Iztaccíhuatl y el último, en la calle de Newton.

Allí estudiábamos, sobre todo en ingeniería. Recuerdo la pareja atómica de amigos que formaron Bernardo y Wolf Yachimovich. Eran matemáticos geniales, siempre por delante de los maestros. Pancho Székely y yo los frecuentábamos y aprendimos más con ellos (física, álgebra, cálculo, mecánica, dinámica, programación) que en las aulas.

Bernardo tenía una coraza difícil de penetrar. De su padre heredó la voz de bajo y una suerte de suficiencia científica. Desde chico fue claridoso, directo, impertinente: un lógico natural que gozaba refutando las posiciones contrarias pero no por sistema sino por apego a las evidencias concretas. Debajo de esa máscara de dureza había un ser frágil, sensible y dulce, perfectamente capaz de la generosidad.

Procreó dos hijos con su primer matrimonio y finalmente encontró a una gran dama con la que fue muy feliz: Leonor Ortiz Monasterio. Retirado de McKinsey (donde hizo una carrera fulgurante, que lo llevó a la Presidencia) vivió con Leonor en un piso frente al jardín botánico de Carlos III en el corazón de Madrid y, si no me equivoco, tuvo ahí sus días más dichosos.

Fue un empresario muy exitoso, aconsejó grandes empresas e instituciones como Televisa y Papalote: Museo del Niño, y escribió textos inteligentes, informados y originales sobre las reformas estructurales de México. Hubiese sido un gran funcionario público pero su independencia de criterio le hubiese estorbado para navegar en esos mares de la mentira y la componenda.

Navegó otros mares: los de la verdad y los de verdad. De niño fue muy veloz en las carreras (la única vez que me exasperó, lo perseguí por toda la escuela para darle un golpe: no lo alcancé). Buen nadador de joven, tenista y esquiador en su vida adulta, adquirió tarde la pasión por los veleros. Sus amigos admiramos su hazaña: fue representante de México en los Juegos Panamericanos de Guadalajara a una edad que quizá lo colocó en el libro de Guinness.

¿Qué buscaba Bernardo en esas aventuras de la velocidad? Judío errante al fin, buscaba la libertad (del prejuicio, de los fantasmas, del pasado) y buscaba un asidero firme, un lugar seguro en el mundo donde reposar.

Lo retengo ahora, en su fiesta de 60 años en San Ángel: con Leonor radiante, formando parte de una gran familia mexicana, lleno de amigos, sonriente, sarcástico y gritón. Su gran melena blanca, su hermosa sonrisa, su alma tierna de niño gruñón. Adiós Bernardo, gracias Bernardo.

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