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Mitología y Revolución

En los festejos del Bicentenario de la Revolución, Francia —su gobierno, sus partidos políticos, sus instituciones académicas, sus intelectuales y artistas— aspiró a la conciliación de sus pasados, tan parecidos a los nuestros en cuanto a su raigambre revolucionaria. El Terror —visto con ojos críticos— dejó de ser objeto de reverencia, pero no por eso Francia se entregó a la íntima tristeza reaccionaria de venerar a Luis XVI y María Antonieta. En 1989, gracias a historiadores como Francois Furet, Francia encontró el justo medio y cerró, mediante el debate y el conocimiento, la brecha que dividió a la historiografía por 200 años. En vez de deturpar o exaltar a Robespierre, los historiadores se empeñaron en dilucidar cómo era Robespierre; y Francia se reconcilió, hasta cierto punto, consigo misma, con sus orígenes. ¿Podemos nosotros hacer una crítica similar de nuestra Revolución?

En México, la reconciliación de los pasados, que tanto predicó Octavio Paz, es seguramente imposible por motivos políticos. Los ideales de la Revolución que Cosío Villegas enumeró en su famoso ensayo “La crisis de México” (la justicia en el campo, la igualdad social, la democracia, la educación universal, la soberanía sobre los recursos naturales) siguen siendo motivo de disputa. De hecho, la Revolución es el mito que genera otros mitos (por ejemplo el petróleo, que entre nosotros es casi objeto de veneración teológica). Los mitos antiguos de México —el mito blanco de Cuauhtémoc, el mito negro de Cortés— se han agotado, pero los mitos del siglo XX siguen vivos en el XXI. La transición democrática de 2000 pudo haber propiciado una reconciliación fincada en el debate inteligente, abierto y respetuoso de las diversas posiciones ideológicas y políticas (con sus respectivas visiones del pasado).

Por desgracia no ocurrió y la discordia electoral de 2006 cerró, hasta hoy, toda posibilidad de discusión no académica. ¿Qué hacer? Si la política se cierra a la consideración equilibrada del pasado, el saber histórico, fuera o dentro de la academia, debe y puede contribuir a que el público desmitifique y supere, como Francia lo hizo en 1989, la idea de la violencia como partera de la historia.

Hay quien piensa que la Revolución Mexicana es un hecho tan remoto que la reflexión sobre ella sólo interesa a los historiadores o estudiantes de historia. Mi opinión es distinta; en México, la palabra Revolución —así, con la erre mayúscula y rugiente— está en las siglas del PRI y el PRD; no es un recuerdo ni una memoria precisa: es un mito; analizarlo con objetividad desde la perspectiva del siglo XXI importa no sólo por el valor que siempre tiene conocer la verdad, sino porque el mito de la Revolución sigue pendiendo de la vida nacional, inspirando tal vez ideas nobles, pero nublando también nuestro buen juicio y bloqueando nuestro progreso.

No para ejercer su crítica sino para exaltarla desde un sólido cuerpo documental, algunos notables autores extranjeros intentaron probar el carácter profundamente popular de la Revolución. En la vena original de Frank Tannenbaum (un gringo bueno, ahora olvidado, que fue el fundador de esta corriente con su libro Peace by Revolution, 1933), John Womack Jr., Friedrich Katz y, más tarde, Alan Knight (entre otros) produjeron obras clásicas de nuestra historiografía. Se puede disentir de sus premisas, de sus herramientas de análisis (cierto énfasis en la lucha de clases, por ejemplo) y de sus conclusiones, pero la riqueza y variedad de material que descubrieron la enorme labor que les llevó compilarlo, y la maestría que desplegaron al escribir sus libros, representó un servicio inapreciable para nuestro autoconocimiento. En todos esos casos la calidad intelectual trabajó en contra de la mitificación.

Los historiadores mexicanos de mi generación (entre ellos Lorenzo Meyer, Héctor Aguilar Camín, Arnaldo Córdova, Jean Meyer, Adolfo Gilly) intentaron construir una visión nueva de la Revolución. Quisieron (quisimos) acercarnos a los episodios, tendencias, personajes sin demasiados prejuicios, o con conciencia de ellos; siguiendo la pauta de varios historiadores estadounidenses (Cumberland, Quirk) y mexicanos (Moisés González Navarro, Berta Ulloa, Luis González) mis compañeros buscaron sencillamente narrar una parte de aquella historia (el conflicto petrolero, la saga de los jefes sonorenses, la ideología de la Revolución, la Guerra Cristera) con la mayor precisión, viveza y fidelidad, y lo lograron. Creo que esta labor revisionista significó un avance del conocimiento histórico y en ese sentido contribuyó a restar legitimidad al sistema político priista.

Con todo, a últimas fechas he llegado a pensar que no caló lo suficiente; el mito sigue allí, vivo y coleando. Cabe resumirlo así: hubo una vez un momento en que "el pueblo" de México cobró conciencia de sí mismo y de la condición intolerable en que vivía, y tomó las armas masivamente contra sus opresores. Al margen de las incidentales rencillas de sus caudillos; "el pueblo" triunfó y se dio a sí mismo una Constitución admirable, justa, casi perfecta; luego llegaron unos malos gobernantes y la traicionaron; gracias a Dios llegó un general bueno (Lázaro Cárdenas) que la cumplió, pero otros malos gobernantes volvieron a traicionarla. Y allí sigue, traicionada, en espera de que un nuevo líder la reivindique, o la violencia justiciera resurja, como en 1910.

Los historiadores nos quedamos penosamente cortos en el esfuerzo de desmitificación porque —con la excepción de Jean Meyer y Luis González— no nos detuvimos a criticar de manera suficiente cada fragmento del mito; no juzgamos con el equilibrio debido el Porfiriato, con sus luces y sombras; no dimos cuenta del hambre, la enfermedad, el desarraigo, la desolación y la muerte que provocó la Revolución; tampoco hicimos intentos por medir sus espeluznantes costos, tanto directos como de oportunidad. ¿Era necesaria tanta destrucción? ¿Qué habría pasado si se hubiera elegido el camino de la Reforma y no el de la guerra? Eso por lo que hace a la etapa armada, que a muchos les sigue pareciendo épica y que los propios novelistas de la Revolución criticaron acremente. Lo más grave es la falsificación ideológica de la "obra revolucionaria".

Algunos postulados teóricos de justicia, igualdad y educación que defendió la Revolución provienen de la antigua matriz cristiana grabada en el alma de nuestro pueblo desde el siglo XVI. Pero una cosa es admitir su nobleza y profundidad y otra, muy distinta, es pensar que la bondad de esos ideales se convirtió en "bien común". El mito de la Revolución se crea y reproduce, precisamente, al equiparar la bondad teórica con la traducción práctica.

¿Por qué falló la Revolución? Cosía Villegas pensaba que eran los hombres quienes habían fallado; creía que habían sido "estupendos destructores" (y corruptos, por añadidura), no constructores tenaces y esclarecidos. Tenía alguna razón, pero el fracaso respondió también a la mala lógica económica de muchas políticas. Las intenciones eran admirables, los resultados pobres y, en muchos casos, contraproducentes. Quienes ignoran esos fracasos o los consideran accidentales viven, sin saberlo, presos del mito. Por eso piensan que el camino del futuro está en el pasado, y por eso no discurren formas efectivas y originales de apoyar a la población pobre, como las que se han ensayado con éxito en varios países.

Es preciso pensar de nuevo la Revolución Mexicana para responder con seriedad a unas cuantas preguntas: ¿Cómo vieron y vivieron realmente la Revolución las mayorías silenciosas?, Qué tanto las benefició y perjudicó?

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01 septiembre 2010