Neoindigenismo: fundamentalismo
Para Alfonso Romo, que los apoya en la práctica.
El indigenismo está a la orden del día. Este hecho, palpable en un sector militante de la prensa, la academia y la oferta editorial, es positivo al menos por dos razones: contrapesa la tendencia a la homogeneidad cultural que caracteriza al proceso de globalización en el que estamos inmersos y es, ante todo, una urgente señal de alerta sobre la antigua condición de miseria y marginalidad en la que vive el 10 por ciento de la población del país, los pobres entre los pobres: los indios de México.
Pero junto a esta reivindicación sana y necesaria de la causa indígena, se está configurando un proceso político e intelectual que debería preocuparnos. Me refiero a la formación de una nueva ideología, en el sentido clásico del término, como un remedo de religión y una "conciencia falsa de la realidad". Se trata de una exacerbación del indigenismo que podría llamarse "neoindigenismo". El hecho de que la postulen varios antropólogos no sorprende: tienen intereses gremiales en ver al indígena como el verdadero o profundo sujeto histórico de México. Que la prediquen obispos, sacerdotes y catequistas en Chiapas tampoco es extraño: la realidad particular que han confrontado no es muy distinta de la que encontró, hace 450 años, Fray Bartolomé de las Casas. Que la propague urbi et orbi el subcomandante Marcos, revela su genio de comunicador postmoderno: con un solo golpe de estado (ideológico) se deshizo del fardo marxista y adoptó al neoindigenismo como un código inexpugnable de legitimación. Que la articulen, en fin, representantes genuinos de los propios indios en congresos estatales o nacionales es francamente alentador: representa una defensa legítima de la dignidad herida y revela una voluntad de participación política que deberá traducirse en beneficios rápidos y tangibles para sus comunidades.
Acotada así, la nueva ideología tiene sentido. Pero ahora la asumen, con el ardor de una nueva fe, filósofos, sociólogos, historiadores, politólogos, editorialistas que en vez de servir a la verdad objetiva con fundamentos y razones, se han vuelto los profetas del neoindigenismo. El movimiento comenzó en México pero tiene ya fuertes ramificaciones en el mundo, sobre todo en Europa. Gracias a la invaluable colaboración del gobierno priísta en sus niveles estatales y locales, a los grupos reaccionarios en la sociedad chiapaneca y a sus respectivas tropas de choque, la ideología neoindigenista ha logrado convertir a México en la capital mundial del lavado de conciencia. Ahora sucede que un alemán, un italiano, un francés o un español pueden transferir cómodamente las culpas históricas a México, nueva meca de la discriminación, la opresión y el racismo.
En el centro del credo neoindigenista hay un artículo de fe: Nueva España y México comparten una misma actitud colonizadora de intolerancia radical y de racismo excluyente con respecto a los indios. Este viejo conflicto entre las etnias y el Estado estaría, supuestamente, en la base de una especie de malformación nacional. Se ha llegado a afirmar con todas sus letras, que México no ha logrado ser plenamente una nación debido al trato discriminatorio que dio siempre a sus indios.
El neoindigenismo lleva a un rango absoluto lo que ha sido particular, parcial o relativo. Es cierto que la conquista fue brutal, es indudable que hubo amplias zonas de resistencia a la colonización española, es conocida la lucha centenaria de las comunidades por defender sus derechos a la tierra, es admirable la tenacidad con la que muchas culturas se preservaron como tales en un medio que propendía, a menudo violentamente, a la homogeneidad. Pero lo que el neoindigenismo deja de lado es la otra historia: la vasta convergencia de etnias y culturas; la conquista como fenómeno espiritual; el carácter relativamente paternal de la dominación ibérica, comparada con cualquier otro caso de colonización; la acentuación positiva de ese carácter en México, donde las Leyes de Indias y el legado de Bartolomé de las Casas, Motolinia, Vasco de Quiroga dejaron una huella más honda que en otros dominios de la Corona; la opresión tripartita que en las comunidades ejercían el gobernador español, el señor cura y el cacique indígena; el persistente escape de los indios de esas colectividades hacia los obrajes, las haciendas o las ciudades donde la vida no era menos difícil pero sí más libre; la voluntad de las indias -referida por varios virreyes- de tener hijos con criollos, mestizos o negros, no por amor seguramente ni por traición a su raza, sino por el impulso de salvar a su progenie de una condición sin horizontes. Lo que el neoindigenismo desdeña, en el fondo, es el movimiento social de larga duración más original, importante y característico de la historia de México: nada menos que el mestizaje.
Con este olvido se propaga una distorsión gigantesca que este país no merece. México tiene muchas vergonzosas en su pasado y su presente, pero en su trato hacia los indios fue más sensible o, si se quiere, menos destructivo, que cualquier otro país de América. Es verdad que en la segunda mitad del siglo XVI sobrevino la catastrófica muerte de millones de indígenas, pero la causa directa no fue el exterminio sistemático como en Chile o Argentina, ni el cerco asesino con que los norteamericanos terminaron por hacinarlos en reservaciones, sino la obra terrible de epidemias contra las cuales los indios no tenían defensa inmunológica. México no consintió siquiera que en el corazón de su territorio se formaran, como en el Perú, dos sociedades apartadas y antagónicas; una blanca y otra india.
El mestizaje es un fenómeno de complejas raíces culturales. A diferencia del mundo puritano que se horrorizaba del contacto con el indio, la mentalidad tomista española propendió casi siempre a la mezcla, la asimilación, la variedad porque consideraba al indio como perteneciente al mismo reino natural y espiritual. De allí que la propia Corona recomendara a los españoles concertar matrimonio con los indígenas. Con todo, el proceso no fue fácil: por dos o tres siglos, el mestizo fue un ser inseguro y resentido, por razones religiosas más que raciales; no su color sino su origen casi siempre ilegítimo le vedaba el ascenso y la estima social. Gracias a la legislación liberal del siglo XIX -tan vituperada como incomprendida por los neoindigenistas- el mestizo y el indio se igualaron al criollo ante la Ley. Y con el tiempo integraron lo que Justo Sierra llamó "la familia mestiza".
El mestizaje en México es tan evidente que no se aprecia, salvo allí donde hizo falta: en Yucatán, escenario de la Guerra de Castas durante el siglo pasado, o en Chiapas, que ha sufrido levantamientos de origen étnico cada fin de siglo desde el XVII. Fuera de esos sitios, aún en zonas densamente indígenas como Oaxaca, las revueltas masivas existieron en efecto, pero fueron casi siempre efímeras, acotadas, excepcionales. Con ricos matices y variantes en el mosaico mexicano, con acentos que dependen de la diversa presencia española e indígena en cada región, el mestizaje está presente en todos los aspectos materiales y espirituales de nuestra vida cotidiana: el lenguaje y la canción, la cocina y la toponimia, la religión y el arte. En Perú sigue usándose la palabra derogatoria "cholo", pero a excepción de los enclaves indígenas de México -notablemente Chiapas- la desaparición casi total de las palabras tradicionales de connotación étnica es prueba fehaciente de que la realidad discriminatoria que denotaban ha ido desapareciendo. El mejor homenaje al mestizaje mexicano ha sido la arcaización del propio término: nadie usa la palabra "mestizo" por la sencilla razón de que desde el siglo pasado -y de manera cada vez más pronunciada- la población mexicana es mayoritariamente mestiza.
En el malestar de nuestra era postmoderna, en el naufragio de muchos valores, en la confusión de este momento del país, se pasa por alto el milagro que significa la cohesión del México mestizo. Unos parecen despreciar ese "nosotros" cuya formación tomó siglos y se afianzó a raíz de la Revolución. Son quienes vislumbran un futuro de globalización a ultranza, un mundo de autómatas sin identidades nacionales. Otros lo desestiman por la razón inversa, y sueñan con una vuelta al edén subvertido (que en realidad nunca existió), una constelación de colectividades culturales y étnicas detenidas en el tiempo, amuralladas en el espacio, contradictoriamente protegidas y autónomas, fieles a sus usos y costumbres pero "integradas al sistema global" (¿vía Internet?), asidas firmemente a sus derechos consuetudinarios pero votando en congresos republicanos, practicantes de la magia y de la ciencia.
Hay un justo medio: a partir del reconocimiento claro de la unidad nacional es deseable la más amplia diversidad. De hecho, nuestro país ha logrado un equilibrio notable entre ambos impulsos históricos llegando a crear una nación más sólida y profunda (y, desde luego, menos "malformada") que muchas otras. Por eso debe salir a conquistar el exterior, y también abrirse a él, sin miedo a perder la identidad en el tránsito. Y por eso mismo también puede propiciar la autonomía responsable de sus comunidades indígenas. ¿Qué autonomía? Una que en su fuero interno se organice con absoluta libertad, pero que respete la herencia histórica común: el suelo y subsuelo de México, su sistema republicano, su pacto federal, su división municipal y, sobre todo, los derechos y libertades de las personas.
Los indígenas tienen pleno derecho a reclamar la autonomía, pero en sus municipios -los actuales, o los nuevos que deben crearse, sobre todo en Chiapas- deben garantizar la posibilidad individual de disentir, de cambiar, de escapar. Los nuevos profetas de la autonomía indígena parecen más inclinados a favorecer una reconstitución ideal de la antigua República de Indios que a imaginar el funcionamiento de unidades viables, que logren conciliar el mapa político moderno de México con los mapas tradicionales, allí donde éstos persisten o quieran persistir. Esta conciliación debe verse en términos concretos -en cada estado, en cada municipio- e instrumentarse con suma cautela si no se quiere crear uno, dos, tres, mil Acteales.
Porque una cosa es propiciar estas autonomías con ideas prácticas que mejoren su vida, y otra muy distinta es perderse en un laberinto juridiscista como si la realidad se cambiara con leyes -o predicar el esquema redentorista de una vaga e ilusoria nación "reindianizada". Al hacerlo, el neoindigenismo mexicano -alianza non sancta entre un sector de la izquierda huérfano de su ideología original y una iglesia católica milenarista, volcada hacia la Teología de Liberación- corre el riesgo de legitimar una especie de fundamentalismo que no sólo alimentará las tensiones étnicas en México sino que les inducirá, las creará de hecho, allí donde con toda probabilidad no existían. Y, lo peor de todo, acaso involuntariamente arrojará aún mayor confusión sobre el verdadero, el lacerante problema de México, que no es étnico sino social y económico: la pobreza, esa condición que no respeta las diferencias de raza, ni se explica mayormente por ellas y menos aún se combate enardeciéndolas.
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