No confiarás en tu vecino del norte
El nombre oficial de México es Estados Unidos Mexicanos. La coincidencia no es casual: quienes lo bautizaron así, fundadores de la Primera República Federal en 1824, querían construir un país a imagen y semejanza del vecino del norte.
Para aquellos hombres que con el tiempo se llamarían "liberales" (la palabra "liberal" en México se usa como en Europa, con un significado distinto del que tiene en los Estados Unidos) la Constitución norteamericana era "una de las creaciones más perfectas del espíritu... la base en la que descansa el gobierno más sencillo, liberal y feliz de la historia".
Los liberales creían en el libre mercado y lucharon por introducir amplias garantías individuales (de amparo, de defensa en juicios civiles y penales) y libertades cívicas (de asociación, movimiento, creencia, pensamiento). En 1857, su proyecto cristalizó en la Constitución según la cual México sería una República, Representativa, Democrática y Federal. Aunque una nueva carta la reemplazó en 1917 y aun ésta ha sufrido innumerables enmiendas, la Constitución de 1857 sigue siendo, hasta el día de hoy, el sustento más firme del orden legal en México. Pero los liberales no eran los únicos protagonistas del escenario histórico. Sus enemigos acérrimos, los conservadores, tenían un proyecto opuesto: querían preservar los usos y costumbres del antiguo régimen español, favorecían el proteccionismo industrial, soñaban con una sociedad jerarquizada y corporativa, rechazaban la libertad de pensamiento, creían en la necesidad de mantener una religión de estado, desconfiaban de los partidos así como de las "vanas utopías" y de los "delirios insensatos" del régimen republicano. Su ideal político interior era un ejecutivo fuerte y una férrea centralización administrativa. Su ideal político exterior era la tutela de alguna monarquía europea y la mayor distancia posible con respecto a Estados Unidos: "en vez del estandarte nacional no queremos ver... el aborrecido pabellón de las estrellas". (En el siglo XX, como ha señalado Gabriel Zaid, Fidel Castro llevó a cabo este programa con dos cambios: la religión de estado es el marxismo y la tutela vino de la URSS en vez de Europa).
¿A quién han favorecido los Estados Unidos a través de la historia? La paradójica respuesta comprueba una vez más la irracionalidad de la historia: los Estados Unidos se han esforzado sistemáticamente en dar la razón a sus enemigos conservadores a costa de sus amigos liberales. La guerra de Texas y la invasión de 1847 son los ejemplos primeros y más obvios, pero a pesar de ellos los liberales siguieron viendo con esperanza hacia el norte. En plena guerra entre liberales y conservadores (llamada, con toda propiedad, Guerra de Reforma 1858-1861), el Senado norteamericano rechazó por motivos proteccionistas un tratado de libre comercio con el gobierno liberal de Juárez que incluía una cláusula tan comprometedora para México como favorable a los Estados Unidos: el libre paso por el Istmo de Tehuantepec, que lo convertía en una suerte de prePanamá.
Cuando el caudillo liberal Porfirio Díaz llegó al poder (1876) exclamó: "Pobre México, tan lejos de Dios, tan cerca de los Estados Unidos", e intentó equilibrar la situación acercándose a Europa, pero en la práctica puso en marcha un vasto programa de vinculación económica con los Estados Unidos.
Hacia 1909 los norteamericanos tenían ya la parte mayoritaria (38 por ciento) de la inversión extranjera en México: ferrocarriles, minería, agricultura, industria, bancos, petróleo. Esta situación de privilegio no impidió que se apartaran de Díaz cuando éste se tomó el atrevimiento de apoyar a un candidato de oposición en Nicaragua (1909).
Al cabo de una revolución puramente democrática y casi incruenta, Díaz fue derrocado y enviado al exilio por Francisco I. Madero, un rico empresario educado en California. Madero favoreció aún más a los Estados Unidos a costa de los inversionistas europeos.
Fue quizá el demócrata más puro que ha nacido en América Latina. La votación que lo llevó al poder fue la más unánime y limpia de la historia mexicana, pero al cabo de 15 meses fue derrocado y asesinado. ¿Quién orquestó y dónde el golpe de Estado?
Correcto: el embajador de los Estados Unidos en la embajada de ese país.
Aquélla fue la gota que derramó el vaso. Después de casi un siglo de amor no correspondido, los gobiernos de la revolución mexicana herederos nominales de los liberales adoptaron finalmente las prevenciones antinorteamericanas y buena parte del programa de los conservadores: proteccionismo, corporativismo social, centralización política en manos de un presidente con poderes casi absolutos.
A esta tradición autoritaria se sumaron, sobre todo a partir del triunfo de la Revolución Cubana, las diversas corrientes ideológicas de izquierda, ya no sólo nacionalistas sino tan opuestas al capitalismo como a la democracia que desdeñosamente calificaban de "burguesa". Esta mezcla explosiva, este nuevo conservadurismo de izquierda, llegó al poder durante el régimen populista de Luis Echeverría (1970-1976) y se continuó en la desastrosa administración de José López Portillo (1976-1982). Ambos fueron los arquitectos de la crisis económica de México.
Bajo nombres distintos, el México de 1993 sigue dividido entre liberales y conservadores. Los primeros probablemente una mayoría, que por definición incluye a los 15 millones de mexicanos que viven en los Estados Unidos queremos que nuestro país deje de ser lo que Octavio Paz ha llamado "un polo excéntrico de Occidente". Queremos que, conservando sus tradiciones, su cultura e identidad, se convierta en una democracia liberal y adopte un sistema de libre mercado en que el Estado asuma la responsabilidad de atemperar con eficacia, sin demagogia ni corrupción las necesidades de los pobres.
Frente a este proyecto están los nuevos conservadores que, a diferencia de los antiguos, disfrazan su antiyanquismo hablando un inglés maravilloso que aprendieron para ser lo que muchos de ellos son: becario profesional de fundaciones norteamericanas. En 1981 apoyaban a la guerrilla salvadoreña y años después, sin que mediase explicación alguna, se volvieron súbitos demócratas. No pocos siguen apoyando a Castro porque el suyo les parece el régimen que los cubanos han querido darse. (Con ese criterio, de llegar al poder en México, podrían imponer un régimen similar, prescindiendo como él de las innecesarias elecciones).
En el fondo, aunque enmascaran sus ideas con una nueva retórica, siguen creyendo en el proteccionismo, el estatismo, el populismo financiero, el nacionalismo militante.
Son los viejos conservadores con piel de oveja… democrática. En una cosa tienen plena razón aunque la hayan descubierto hace cinco minutos: México no es un país democrático. Pero su receta para democratizar a México es en sí misma antidemocrática porque supone la recomposición de un Estado con poderes omnímodos. El anacrónico PRI tiene esa misma vocación, pero la liberalización económica de Salinas de Gortari ha afectado a ese dinosaurio político introduciendo el principio de una diferenciación tangible entre el negocio de los negocios y el negocio del poder.
La aprobación del TLC acentuaría ese cambio.
Desataría fuerzas económicas y sociales independientes que ayudarían a completar a corto plazo la democratización de México, la tan esperada "Glasnost". "El odio a los norteamericanos será la religión de los cubanos", apuntó a principio de siglo el escritor cubano Enrique José Varona. A pesar de los múltiples agravios y del abandono de sus aliados liberales, esta frase no ha sido pronunciada en México. El odio al gringo es más un argumento ideológico de la propaganda oficial que una convicción sentida por los mexicanos.
Si el TLC se aprueba, los norteamericanos habrán tomado por fin una acción en favor de sus aliados naturales y de sus propios intereses, no sólo en México sino en toda la América Latina. Si no se aprueba, muchos mexicanos adoptarán la religión de los cubanos con todo y el onceavo mandamiento: "No confiarás en tu vecino del norte”.
El Norte