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Nuestro bisabuelo dominicano

En el árbol genealógico de la cultura humanística iberoamericana ‑en particular la mexicana, cubana y argentina‑ hay un ancestro fundador: Pedro Henríquez Ureña. Llamado el "Sócrates" por sus amigos del Ateneo de la Juventud, entre 1907 y 1914 recreó puntualmente en México la academia platónica: cambió la escala de ambición y exigencia en la creación, investigación y crítica literarias, abrió horizontes en los estudios filosóficos, introdujo la conferencia como práctica habitual de comunicación intelectual, elaboró los planes de estudio que con el tiempo vertebrarían la escuela de filosofía y letras de la Universidad Nacional, compiló y dirigió celebres antologías literarias, publicó incansablemente sobre los temas más diversos y fue el espíritu tutelar de Alfonso Reyes, Martín Luis Guzmán y Julio Torri. Entre 1921 y 1924 fue un puntal en la aurora educativa acaudillada por José Vasconcelos y recreó nuevamente, en torno suyo, el cenáculo que construiría la cultura nacional en dos vertientes: la humanística, que se ramificaría en la vida académica y editorial (Cosío Villegas, el Colegio de México, el Fondo de Cultura Económica) y la literaria, que se reproduciría fundamentalmente en revistas (México Moderno, Ulises, Contemporáneos).

En un sentido todos somos bisnietos de Henríquez Ureña. Hace casi treinta años, cuando Cosío Villegas me alentó a escribir un libro sobre su propia generación, la de "1915", tuve la primera imagen viva, no sólo libresca, del maestro dominicano. Me la regaló, en el instante mismo de conocerlo, uno de los "Siete Sabios", Alberto Vásquez del Mercado. Había llegado de Chilpancingo hacia 1907 y en una conversación casual con Henríquez Ureña éste había sondeado sus lecturas: para sorpresa del maestro de 23 años, el joven guerrerense mencionó la Historia de los heterodoxos españoles de Menéndez Pelayo. En una actitud típica, lo adoptó como hijo intelectual. Con el tiempo, Vásquez del Mercado canalizaría sus afanes al estudio del Derecho, pero la marca de Henríquez Ureña era claramente perceptible en su rigor crítico y su asombrosa erudición. Tiempo después fui recabando otras viñetas biográficas: sus consejos estilísticos a Cosío Villegas ("un sólo adjetivo: el justo"), su paciencia con las elucubraciones spinozianas de Martín Luis Guzmán ("sigue leyendo, no estoy dormido") y ese incómodo apotegma que le repetía a Torri: "la amistad de un crítico es una bendición de los dioses". En la única vez que hablé con Sábato, y en charlas con Arnaldo Orfila y José Bianco, percibí aquel atributo de Henríquez Ureña que Borges formuló en su prólogo a la Obra crítica publicada póstumamente por el Fondo de Cultura Económica: "el inmediato magisterio de su presencia".

En 1984 coincidieron dos centenarios: el del natalicio de Henríquez Ureña y el número 100 de Vuelta. Publiqué entonces un ensayo sobre aquel bisabuelo intelectual. La tesis biográfica era la siguiente: Henríquez Ureña fue para la República Dominicana lo que la República Dominicana representa en América Hispana, la difícil encarnación de la identidad. Así como la República Dominicana ‑huella inicial de España en América, cultura acosada por la presencia francesa y norteamericana, nostálgica siempre de la matriz española y del fugaz esplendor de principios del siglo XVI‑ quiso dejar su condición de isla para integrarse a la Gran Colombia, así también Henríquez Ureña ‑isla personal en esa isla histórica‑ fue el crítico errante que, abrazando una universalidad intelectual infrecuente en la propia Europa, buscó, sin fortuna, integrarse a una entidad hispanoamericana más amplia. Al no lograr la disolución física de su exilio ‑vivió en Nueva York, México, Cuba, España, Minnesota, Buenos Aires, Santo Domingo, París, y murió en La Plata‑ construyó una patria ideal, la patria todavía vigente y viva del humanismo hispanoamericano.

El ensayo hubiese quedado allí, como una isla autoral, si no fuese por el milagro de una invitación que me hizo la Feria Dominicana del Libro dedicada este año a México, a través del gentil e inteligente embajador Pablo Maríñez. Me bastaron un par de días en Santo Domingo con mi hijo León para confirmar in situ algunas de las ideas de aquel texto. Menciono dos: la amistad como mayéutica alegre y natural de los dominicanos, y la nítida sensación de que la isla sigue siendo, en el fondo, "La Española". Fue una sorpresa extraordinaria volver a abrazar al viejo amigo de El Colegio de México, Fernando Pérez Memén, ahora importante editor del diario La Información y autor de libros fundamentales sobre la historia política y eclesiástica de la República Dominicana. El encuentro ocurrió en una tertulia de escritores, periodistas e intelectuales en la que se habló más de cultura que de política, se recordaron los contactos históricos entre los dos países y hasta se improvisaron versos. En unas horas habíamos hecho decenas de amigos, como si los hubiésemos frecuentado toda la vida.

Y fue un amigo también, José Chez Checo, nuestro Cicerone por el corazón histórico de Santo Domingo, que recuerda otras ciudades fundacionales: Jerusalem por el dorado resplendor de su cantera, Roma por la nobleza de sus ruinas. En la primera catedral de América, más acogedora y singular sin campanario, en las parroquias donde los dominicos predicaron que "la humanidad es una", en las calles, capillas y plazas de ese paisaje detenido en el siglo XVI, uno comprende por qué Pedro Henríquez Ureña no logró ‑pudiendo hacerlo‑ integrarse a España cuando la visitó en la segunda década del siglo. Esa España no era la original, la histórica, la fundadora, la del Siglo de Oro. Él era más dueño de la España eterna que los españoles que encontraba en los portales y casinos. De allí el título de su libro: En la orilla: Mi España.

Aventuré algunas de estas ideas ante un público generoso y cálido una noche en el Museo de las Casas Reales. En la sesión de preguntas, una señora explicó que la melancolía de Henríquez Ureña pudo tener su origen en la liga profunda con su madre, la poetisa nacional Salomé Ureña, muerta de tuberculosis en 1897. Yo le agradecí su comentario y le recité, en triunfante tono doctoral, un verso de Salomé: "así es mi Pedro, generoso y bueno...". Al final de la charla, un amigo me insinuó al oído: ese verso era más conocido que el himno nacional en Dominicana. La piadosa cortesía de los oyentes ‑incluyendo la del Presidente de la República, doctor Leonel Fernández‑ fue una muestra suprema de tolerancia y amistad. Ahora sólo queda reciprocar procurando tender puentes culturales entre la antigua Nueva España y la Española. Bien vistas, son una y la misma Tierra firme.

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