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Pasión y contemplación en Vasconcelos II

II 

Enéadas educativas

El sentido apostólico de aquella Secretaría de Educación es lugar común. Era, claro, una empresa redentora, pero lo que interesa es averiguar el sentido personal de esa redención. A nadie se le ocultaba desde entonces el aliento religioso de la obra. Los discursos de Vasconcelos son explícitos. Pretende que la Universidad “derrame sus tesoros y trabaje para el pueblo”. Educación intensa, rápida, efectiva, tarea de “cruzados”, de “fervorosos apóstoles” plenos de “celo de caridad” y “ardor evangélico”. Alfonso Reyes expresó estos caminos de religiosidad mejor que nadie:

Con el tiempo se apreciará plenamente tu obra. Te has dado todo a ella –buen místico al cabo–, poseído seguramente de aquel sentimiento teológico que define San Agustín al explicarnos que Dios es acto puro...

Desde 1921 se oyeron voces disonantes que, aceptando la justificación moral de la cruzada, ponían en duda su eficacia práctica. Gómez Morín fue definitivo: Vasconcelos confunde la religión con la organización educativa.

Todo esto recuerda la definición weberiana de profeta y revelación. Aquél, dice Weber, “es el portador individual del carisma, renovador o fundador religioso que por virtud de un llamado personal reclama para sí la posesión de un mensaje enteramente nuevo e imperioso”. La revelación profética, explica Weber:

envuelve, tanto al profeta como a sus seguidores, en una visión unificada del mundo... Para el profeta, la vida del hombre y la de la tierra, los sucesos sociales o cósmicos, esconden un significado coherente... [La acción profética] conlleva siempre... un esfuerzo por sistematizar todas las manifestaciones vitales en una sola dirección...

Es, sin duda, lo que ocurrió con la fundación educativa de Vasconcelos. Pero ¿en qué consistía su mensaje? ¿Cuál era su revelación?

La verdadera novedad está en concebir la educación como ascenso, como palanca de la creatividad. Sólo con esta clave mística se entiende el lema de la Universidad: “Por mi raza hablará el espíritu.” En cuanto a las formas de elevación, Vasconcelos es muy claro: “Las escuelas no son instituciones creadoras”. Su verdadera apuesta esta en los libros y en el arte:

La moral la han hecho: Buda en los bosques y Jesús en los desiertos. La idea nace en la soledad o en la lucha; en la congoja o en la dicha, pero nunca en la quietud de las aulas. La luz, la fe, la acción, el gran anhelo de bien que conmueve a esta sociedad contemporánea... se define en los libros; en los libros de nuestros contemporáneos y en los libros grandes y generosos del pasado: por eso un Ministerio de Educación que se limitara a fundar escuelas, sería como un arquitecto que se conformase con construir las celdas sin pensar en las almenas, sin abrir las ventanas, sin elevar las torres de un vasto edificio.

Vasconcelos desplegó una particularísima fe en el libro. Después de él, Moisés Sáenz, inspirado en Dewey, volvió a centrar la acción educativa en la escuela como un sitio en donde el niño aprendiera a socializar. Bassols y, antes que él, Lombardo, pugnaron por una escuela dogmática y doctrinaria. Vasconcelos confió en una redención silenciosa, anónima, diferida: el encuentro de un niño con un libro. Cosío Villegas lo dijo alguna vez con exactitud:

Entonces se sentía fe en el libro, y en el libro de calidades perennes; y los libros se imprimieron a millares, y a millares se obsequiaron. Fundar una biblioteca en un pueblo pequeño y apartado parecía tener tanta significación como levantar una iglesia y poner en su cúpula brillantes mosaicos que anunciaran al caminante la proximidad de un lugar donde descansar y recogerse.

Pero ¿qué libros quiso editar y, en alguna medida, editó Vasconcelos? No fueron libros humanistas. No fuentes de crítica, sabiduría, escepticismo, humor. Fueron lecturas de revelación, de anunciación profética. El siglo XVIII casi no entraba en sus planes. No había piedad editorial para Gibbon, Hume, los enciclopedistas o Voltaire. Montaigne y toda su venerable genealogía grecolatina, a excepción de Plutarco, le parecían intrascendentes. Era inútil traducir, según su fórmula, “libros para leer sentado”; amenos, instructivos, pero ineficaces para elevarnos. Los libros inmortales eran los que apenas comenzados nos impulsan a subir. “En éstos –escribe– no leemos; declamamos, alzamos el ademán y la figura, sufrimos una verdadera transfiguración.” “Libros para leer de pie” que “nos arrancan de la masa sombría de la especie”, libros rebeldes contra todo humanismo, que “reprueban la vida sin por ello transigir en el desaliento y la duda”. “La verdad –pensaba– sólo se expresa en tono profético”, y conforme a este decreto ideó su programa:

Se comienza con la "Ilíada" de Homero, que es la fuerte raíz de toda nuestra literatura, y se da lo principal de los clásicos griegos... Se incorpora después una noticia sobre la moral budista, que es como anunciación de la moral cristiana y se da enseguida el texto de los Evangelios, que representan el más grande prodigio de la historia y la suprema ley entre todas las que norman el espíritu; y "La divina Comedia", que es como una confirmación de los más importantes mensajes celestes. Se publicarán también algunos dramas de Shakespeare, por condescendencia con la opinión corriente, y varios de Lope, el dulce, el inspirado, el magnífico poeta de la lengua castellana, con algo de Calderón y el "Quijote" de Cervantes, libro sublime donde se revela el temperamento de nuestra estirpe. Seguirán después algunos volúmenes de poetas y prosistas hispanoamericanos y mexicanos; la Historia universal de Justo Sierra, que es un resumen elocuente y corto; la Geografía de Reclus, obra llena de generosidad, y libros sobre la cuestión social que ayuden a los oprimidos, y que serán señalados por una comisión técnica junto con libros sobre artes e industrias de aplicación práctica.

Finalmente se publicarán libros modernos y renovadores, como el "Fausto" y los dramas de Ibsen y Bernard Shaw y libros redentores como los de Tolstoi y los de Rolland.

El proyecto privilegiada a cinco autores. Dos místicos antiguos: Platón y Plotino, y tres “místicos” modernos: Tolstoi, Rolland y –en el criterio de Vasconcelos– Pérez Galdós. Mientras que de Shakespeare –demasiado humano para cualquier moralista– se publicarían sólo seis comedias, de los tres visionarios modernos se editaría la obra completa en 12 tomos cada uno. La de Galdós, por ser “el genio literario de nuestra raza... inspirado en un amplio y generoso concepto de la vida”. La de Rolland, porque “en sus obras se advierte el impulso de las fuerzas éticas y sociales tendiendo a superarse, a integrarse en la corriente divina que conmueve al Cosmos”. En cuanto a Tolstoi, su obra se editaría porque para Vasconcelos representaba la genuina encarnación moderna del espíritu cristiano.

La fundación de la revista El Maestro ilustra también este fervor de elevación libresca. En su primer número, Vasconcelos hace “un llamado cordial” a escritores y lectores, en que propone a la revista como un Evangelio. Ha venido –advierte– para “voltear de raíz los criterios” con que se ha organizado la obra de gobierno. “Convencidos... de que sólo la justicia absoluta, la justicia amorosa y cristiana puede servir de base para organizar a los pueblos... escribiremos para los muchos con el propósito constante de elevarlos, y no nos preguntaremos qué es lo que quieren las multitudes, sino qué es lo que más les conviene, para que ellas mismas encuentren el camino de redención.” El Maestro se repartiría gratuitamente –“la verdadera luz no tiene precio”. En sus páginas, los escritores prescindirían de la crítica y la vana búsqueda de notoriedad. Más que escritores serían arquitectos: “seremos constructores hasta en la crítica”. El envío final es casi un himno a Plotino:

Publicaremos los hechos que interesan a la generalidad, las verdades que son la base de la justicia social, las doctrinas que se proponen hacer del hombre el hermano del hombre y no su verdugo, y daremos a conocer las expresiones de la belleza que es eterna y no de la belleza pueril que los hombres fabrican y las modas cambian. ¡Verdad, Amor y Belleza Divina, tal sea el lema radiante de los que en esta publicación escriban!

Libros y revistas para hacer de cada niño, de cada lector, no un simple mortal, más bien un ángel, un semidiós, un Prometeo... un Vasconcelos.

La otra palanca educativa, imprescindible en un marco de redención estética, eran las artes. Vasconcelos decía entonces que de cada escuela mexicana debía hacerse un “palacio con alma” para que los niños, pobres, descalzos y hambrientos, vivieran en palacios las mejores horas de su vida y guardaran recuerdos luminosos de su escuela. Se veía a sí mismo como un restaurador estético. En el estilo había que volver a la vieja tradición colonial, al siglo XVIII. Moralmente, los edificios escolares se transmutarían en templos, como en el siglo XVI. A Diego Rivera se le encomendaron ciertas soluciones fundamentales para concluir el estadio que se edificó junto a la escuela Benito Juárez. La palabra construcción era clave: “Hagamos que la educación nacional entre en el periodo de la arquitectura.”

La estética impregnaba todo el proyecto. La educación de párvulos preveía la observación de la naturaleza, juegos y cantos, recitaciones, dramatizaciones y dibujo. Muy ligadas a esta pedagogía estética hay otras invenciones vasconcelianas: museos, conservatorios, orfeones, teatro popular, métodos indígenas para la enseñanza del dibujo. Dos ideas afines eran el aseo obligatorio –jabón y alfabeto– y la ocurrencia de que los niños escucharan música de Palestrina en la escuela. El teatro al aire libre que se escenificaría en el nuevo estadio tendría un papel estelar. Vasconcelos imaginaba fastos romanos: “Un gran ballet, orquesta y coros de millares de voces”, un arte colectivo que expresara las aspiraciones de redención estética de la humanidad. En esos días pensaba que la ópera –con algunas excepciones, perdone Wagner– tendía a desaparecer. La música y el baile –recuérdese a Isadora Duncan interpretando a Beethoven– serían el arte unificado del futuro:

Para comenzar a hacer algo en el sentido indicado, será necesario llevar al estadio, no la repetición de los géneros más gastados, sino los brotes más lozanos del arte popular, los sones originales, los trajes vistosos de donde han de surgir nuevas artes santuarias, los bailes que crean música y líneas generadoras de belleza. La noción de este arte colectivo está ya diseñada en las conciencias, como lo prueba el éxito que se obtuvo cuando mandé retirar de los festivales al aire libre las romanzas y solos, para substituirlas con coros y orquestas. Lo que es preciso hacer y lo único que falta es un lugar a donde pueda llevarse lo que produce el teatro y lo que produce el pueblo. Todo ello prosperará bajo la luz del Sol y al aire libre de este estadio, que la ciudad entera ha de ver levantarse como la esperanza de un mundo nuevo.

Este impulso entronca con el descubrimiento de México y lo mexicano que había nacido en plena Revolución con los poemas de López Velarde, la música de Ponce, los óleos de Saturnino Herrán y el empeño de reivindicar, en palabras de Gómez Morín, “todo lo que pudiera pertenecernos: el petróleo y la canción, la nacionalidad y las ruinas”. El súbito reconocimiento de las riquezas pasadas y presentes –piedad histórica, búsqueda de identidad, nacionalismo– no es obra directa de Vasconcelos, pero creció y se afinó gracias a él. Ejemplo palmario de esta confluencia es su reinvención de la pintura mural.

Hacia 1931, en el pequeño ensayo “Pintura Mexicana” subtitulado “El Mecenas”, Vasconcelos pone en boca de Dios estas palabras:

En el seno de toda esta humanidad anárquica aparecerán periódicamente los ordenadores: para imponer mi ley, olvidada por causa de la dispersión de las facultades paradisíacas. Serán mis hombres de unidad, jefes natos… ¡Por ellos vence el ritmo del espíritu! Budas iluminados unas veces, filósofos coordinadores otras, su misión será congregar las facultades dispersas para dar expresión cabal a las épocas, a las razas y al mundo.

Para Vasconcelos, sin el fait de su plan, de la doctrina religiosa que –como intermediario de Dios– les había transmitido, los muralistas habrían quedado en “medianías ruidosas”. Su éxito dependió de “la fidelidad con que supieron acomodarse al plan espiritual de aquellos instantes raros de libertad y creación... Sin San Buenaventura y sin San Francisco no habría Giottos ni Fra Angélicos”. En 1921 se había dado ese milagro. Su papel no era el de un mecenas nuevo, otro Julio II, sino el de un iluminado, el portador de un ideal de elevación para quien ejecuta la obra de arte y para quien la contempla. Una vez más un motivo plotiniano:

...los que sirven orgullosamente a un ideal, se sobreviven; se trasladan al plano eterno. Y en sus obras hallamos el temblor de las mismas manos que tejen y destejen la creación.

¿Cristiano a lo Tolstoy?

“Fui un Cristiano Tolstoiano”. Así definiría, en años de inminente reconciliación con el catolicismo, el sentido personal y religioso de su obra educativa. El motivo de servicio desinteresado al prójimo en la forma y medida que dictase la propia capacidad, fue sin duda auténtico. Esa dedicación, había dicho Tolstoy, era el mejor viaje a Tierra Santa. “En México –le escribe a Reyes en 1920- hay ahora una corriente tolstoiana. Desgraciadamente la mayor parte de nuestros amigos no la entienden; son otros y generalmente los de abajo los que procuran cumplirla”. En la revista El Maestro hizo publicar en varias entregas una homilía de Tolstoy: el Evangelio del trabajo según el sabio campesino Bondareff.

Su exhortación a los intelectuales para que se inscribieran como misioneros, refleja también motivos tolstoianos, a excepción de la última frase:

Es menester que el intelectual se redima de su pecado de orgullo, aprendiendo la vida simple y dura del hombre de pueblo, pero no para rebajar su propia mente, sino para levantarla junto con la del humilde.

Un tolstoiano más cabal, Antonio Díaz Soto y Gama, habla entonces de Vasconcelos como “de un vidente”, y de los misioneros como encarnaciones de Cristo, maestros en la “moral práctica”. El solo recuento de esa floración educativa parece confirmar también la vuelta piadosa al pueblo: escuelas de indios, técnicas y rurales; maestros ambulantes que bajo el brazo debían llevar el alfabeto, la aritmética, temas higiénicos, vidas ejemplares y canciones populares. Una vasta retribución oral al pueblo que, a su vez, parecía responder: había puntuales profesoras de nueve años, campañas en barrios y plazas, aulas improvisadas debajo de los árboles, generación espontánea de escuelas en sitios remotos.

Con todo, el “cristianismo tolstoiano” de Vasconcelos era más tolstoiano que cristiano y menos tolstoiano de lo que él pretendía. Usaba con frecuencia las palabras justicia, libertad, igualdad, pero lo hacía afectándolas con una excesiva consistencia ideal. En un ensayo publicado en 1924 que alcanzó cierta notoriedad. “La revulsión de la energía”, retoma sus preocupaciones filosóficas y postula una interpretación monista del ser al amparo –textualmente– de “nuestro padre Plotino”. En ella hay un párrafo que habría sublevado a cualquier cristiano, incluyendo a Tolstoy:

El fenómeno ético no es definitivo, sino un período intermedio de la acción humana. Una actividad limitada al hospital, a la casa de locos, al valle de lágrimas de esta vida terrestre… “Ama a tu prójimo” no quiere decir precisamente “Socórrelo”. Quiere decir eso y algo más: quien solo lo socorre practica la caridad, que es faena dudosa.

“La caridad es faena dudosa”. La moral no es más que la “estética de la conducta”, una variante de la estatuaria. En esta doble creencia está todo Vasconcelos. Su propósito íntimo, personal, era desatar al país, “fugarlo” a un rango superior de existencia, a una “era estética” indiferente a los deleznables conflictos de la tierra en la que

No sólo las naciones, sino también los individuos, regirán sus actos, ya no por el móvil de la codicia y el odio, sino por la luz de belleza y amor, que es innata en los corazones.

Por momentos –ese es el secreto de su permanente profecía– Vasconcelos logró, en verdad, “levantar lo que había de divino” en la existencia de México. Pero sólo por momentos. Su empresa educativa falló, como fallaría finalmente su empresa política, porque en el conflicto entre dos actitudes –la humanística y la religiosa– en lugar de optar por cualquiera de las dos, las trastocó. Bien visto, su drama no fue muy distinto al que desgarró la vida de Tolstoy. Como él, Vasconcelos no trató de mejorar la vida en la tierra sino de reemplazarla por entero con una vida “más elevada”. En ambos, el múltiple tejido de lo humano provoca asco (palabra clave en Vasconcelos), intolerancia e impaciencia. Por eso, como su madre, según narra al principio del Ulises criollo –y como Tolstoy–, detesta a Shakespeare. En la República estética de Vasconcelos no había duda, celos, traición, sensualidad ni humor. Habría un agostamiento –elevación, habría dicho– de la conciencia humana. Todos los hombres serían ángeles.

Pero no lo son. De haber sido un plotiniano cabal, Vasconcelos se habría desasido entera y alegremente de las miserias cotidianas y habría alcanzado una sostenida experiencia mística. Pero, como Tolstoy, era un místico de los sentidos, un imperioso místico extraviado por caminos terrenales. De allí su desgarramiento y el desgarramiento de quienes lo quisieron o lo siguieron. Una y otra vez antepondría sin misericordia –pero de un modo que ferozmente lo comprometía– las leyes de su insaciable afán de absoluto, belleza y plenitud, a la vida de otros seres humanos, “demasiado humanos”. Y a la suya propia.

En los momentos límite de su vida Vasconcelos no siguió el ejemplo de aquel otro místico extraviado por un reino que no era el suyo, y que en su tránsito practicó y predicó una virtud de valles, no de cielos ni de montañas: la caridad.

Visiones

De pronto, en lapsos de exaltación ministerial, durante el viaje bolivariano a Sudamérica o inaugurando alguna escuela, pensó “¿Por qué no? Platón, padre espiritual de Plotino, lo había prescrito: el filósofo debe ser rey”. Vinieron a su memoria analogías históricas que lo justificaban: Vasco de Quiroga, Motolinía, Gante, el virrey De Mendoza, Revillagigedo, los intelectuales de la Reforma, Mitre; recordó a Bello, educador, escritor, gramático en el poder. Y nadie como Sarmiento: educador también, fundador de la primera Escuela Normal de la América española (1824), autor del Facundo y de tratados de educación popular; viajero por gusto y necesidad; estupendo autobiógrafo y biógrafo de héroes; gran sistematizador de teorías sociales; sobre todo un presidente constructor cuyas fundaciones comprenden centenares de escuelas, bibliotecas, observatorios astronómicos, jardines botánicos y zoológicos, parques, carreteras, ferrocarriles, barcos, líneas telegráficas y hasta nuevas ciudades. Sí, un Sarmiento mexicano...

Antes de salir al exilio discurrió un antecedente más cercano, más cargado de significación. En su discurso final a los maestros en 1924 se refirió a él, de un modo casi explícito, como su anterior –pitagórica– encarnación:

¡Quetzalcóatl, el principio de civilización, el dios constructor, triunfará de Huitzilopochtli, el demonio de la violencia y el mal, que tantos siglos lleva de insolente y destructor poderío!

No hay que confundir este exilio con el que siguió a su desastre electoral. En 1925 salía por voluntad propia, dueño de crédito moral casi unánime y con la certeza de que, nuevo Quetzalcóatl, regresaría. Por eso tuvo buen cuidado de acentuar esa filiación. Después de su labor educativa, a pesar de “los Calles” –y a causa de ellos– el país entero demandaría su retorno. La Revolución, con sus vuelcos y alternancias, no había terminado. Vasconcelos presentía su ascenso a la Presidencia casi como un acto de justicia estética.

De esa esperanza plena nació el viaje por los paraísos terrenales de Europa y Medio Oriente que describe en El desastre. De allí nació también su más desorbitada fantasía: La raza cósmica. Es el segundo momento profético en Vasconcelos, cuando el fundador se transforma en visionario. La raza cósmica no es una utopía. No propone una arquitectura social, reglas de convivencia, métodos de felicidad terrenal y paz perpetua. Es, en el sentido bíblico del término, una visión: un lienzo absoluto e irresistible del futuro. Al leerlo, Unamuno, que no cantaba mal como profeta, sonrió y dijo: “El gran fantaseador”.

Una visión metahistórica. Junto con España –decretaba Vasconcelos–, la raza hispanoamericana había caído a abismos teológicos en Trafalgar. Mientras parecía que Dios condujese los pasos del sajonismo, la raza ibérica fragmentaba su geografía en pequeñas repúblicas y perdía su espíritu en dos extremos: el dogma y el ateísmo. Pero, por fortuna, el destino nos deparaba la predestinación. Mediante una óptica racial típica de fin de siglo y no muy distante de las peligrosas alucinaciones de Spengler, Vasconcelos anuncia el designio divino: seremos la cuna de la quinta raza, la definitiva, que fundirá los cuatro fragmentos raciales que habitan el planeta. Cerca del Amazonas se levantará la ciudad eterna, Universópolis, donde los hombres vivirán transidos de amor y belleza. En el trópico, todos los aspectos de la vida se transformarán:

La arquitectura abandonará la ojiva, la bóveda y en general, la techumbre, que responde a la necesidad de buscar abrigo; se desarrollará otra vez la pirámide; se levantarán columnatas en inútiles alardes de belleza, y quizá construcciones en caracol, porque la nueva estética tratará de amoldarse a la curva sin fin de la espiral, que representa el anhelo libre; el triunfo del ser en la conquista del infinito. El paisaje pleno de colores y ritmos comunicará su riqueza a la emoción; la realidad será como la fantasía. La estética de los nublados o de los grises se verá como un arte enfermizo del pasado. Una civilización refinada e intensa responderá a los esplendores de una Naturaleza henchida de potencias, generosas de hábito, luciente de claridades.

Esta imagen extraña no tiene que ver con la arquitectura prehispánica sino, quizá, con la apresurada revisión de algún manual de hermetismo neoplatónico. Puede leerse ahora como un texto absurdo, pero Vasconcelos no lo escribió con una sonrisa. Veía el futuro imperio estético. ¿Cómo accederíamos a él?

No por designio, sino por emanación, por desbordamiento. Vasconcelos funde la ley comtiana de las tres etapas históricas con el Evangelio ascendente del neoplatonismo y discurre su propia ley de los tres estados: el económico o guerrero, el intelectual o político y el espiritual o estético. El primero corresponde a la ley de la selva, trivial asunto para la balística y la economía (que Vasconcelos definió alguna vez como “la cocina de la inteligencia”). El segundo nivel corresponde –hay que suponer– al presente, la cultura occidental en su vertiente aristotélica: la tiranía de las reglas y la razón. El tercero no es otro que el alma plotiniana, cielo unánime donde la norma será la fantasía, la inspiración, el júbilo amoroso, el milagro de la belleza divina. “Los muy feos –advierte Vasconcelos con exclusión, quizá, de sí mismo- no procrearán, no desearán procrear… y se convertirá en una obra de arte”.

Vasconcelos no se distinguió por hacer distinciones. Desdeñaba el análisis, la deducción, la “microideología del especialista”. Su misión era la inversa: “descubrir en los datos una dirección, un ritmo y un propósito”. Su inconveniente como visionario era que descubría en los datos no una sino la misma dirección, el mismo ritmo, idéntico propósito. En el fondo, concibió una sola visión y la trasmitió desde diversos ángulos. En la Indología define la Filosofía Iberoamericana como otra variación sobre el tema de la belleza: “convertir lo físico al ritmo de la emoción y al propósito inmaterial”: es el viejo ideal hispanoamericano de Bolívar y Rodó, supeditado por Vasconcelos a su particular monoteísmo estético.

Hacia 1926 el vuelo místico toleró nuevamente, y buscó, instrucciones crecientes de la realidad. Se renovó el motivo de su filiación maderista. En su mente, mágica antes que lógica o histórica, 1928 era 1910. Más que de filiación, en cuanto a Vasconcelos hay que hablar de encarnación maderista. Fetichismo casi: repetir la escena como una nueva y definitiva toma cinematográfica, dar otra oportunidad a la Revolución de 1910 para ser lo que pudo y debió.

De este resurgimiento maderista hay un testimonio anterior: una conferencia que Vasconcelos dictó en Chicago en 1926 sobre la democracia en Latinoamérica. Se trata, fundamentalmente, de una apelación pro domo sua al gobierno y la opinión norteamericanos, pidiendo un corte histórico en el apoyo a las dictaduras y ayuda efectiva y respetuosa a los movimientos democráticos en el continente. Una defensa de la democracia que habría suscrito cualquiera de los grandes liberales de la Reforma. Si se piensa en el Vasconcelos de los cuarenta, resulta extraño leer de su pluma frases como ésta: “La República Restaurada es el único periodo decente de la historia mexicana”. Lección de rigor republicano: su tema son los riesgos, las máscaras y los magros frutos del poder personal. La falta de democracia –argumenta, por una vez argumenta– viene a parar en la dictadura militar o burocrática, el caudillismo latinoamericano o el predominio de una casta burocrática rusa. Su “Envío” –guiño a nuestros días– habla de la necesidad de una regeneración moral, pero la asocia directamente a un proceso de auténtica democracia: “Sólo es justo discutir y criticar a la democracia después de haberla instaurado”.

¿Cómo conciliar a este discípulo de Stuart Mill con el dictador estético de La raza cósmica? Cambiando de lógica: de la aristotélica a la teatral. Todo confluía en un solo crescendo hacia el desenlace: el admonitorio “volveré” de 1924, la certeza de personificar la civilización frente a la barbarie, el turno histórico para un Sarmiento mexicano, el Séptimo libro de La República de Platón, las visiones cósmicas, el ensayo de redención estética en la Secretaría de Educación y la legitimidad histórica proveniente del maderismo que volvía a encarnar. Con credenciales así, más allá de los inconvenientes transitorios de la realidad –cuestión de balística, política y economía–, Vasconcelos no concedía, en su fuero interno, posibilidades a la derrota.

Durante el exilio, desde su columna de El Universal había incitado permanentemente a la rebelión cívica. Había advertido los riesgos de una pérdida de identidad ante el avance sajón, tema que se le volvió obsesión después de 1929. Había insistido en que México necesitaba un filósofo en el poder, un Buda iluminado. No sin desfallecer –por momentos dudaba del futuro y soñaba con un retiro en el Himalaya–, abonó semana tras semana el terreno de su candidatura. Y como no hay redentor sin apóstoles, contra ellos lanzaba, para templarlos, sus invectivas: “¡Qué triste es ver jóvenes carentes de pasión por lo inflexible!” Esos mismos jóvenes formarían meses más tarde sus únicos batallones.

Ningún redentor menosprecia el misterioso poder que otorga el destierro, la ausencia que hace germinar la huella, y, luego, el súbito ascendiente que surge de una vuelta anunciada, puntual. Vasconcelos lo sabía –o lo sentía– y lo ejerció.

La Pasión del 29

Su vuelta a la capital, su Domingo de Ramos, culminó con un discurso desde un balcón en la plaza de Santo Domingo. Todo el sentido de su campaña está en sus palabras finales:

Y recuerdo que hace muchos años, que hace tal vez mil años, pasó por aquí Quetzalcóatl, y vio a los aztecas como están hoy los mexicanos, divididos en veinte o en cincuenta banderías, aislados, dedicados al asesinato como ocupación nacional. Y entonces Quetzalcóatl quiso librar a la raza inculcándole la laboriosidad, poniendo en las funciones públicas hombres que tuvieran más amor al trabajo que al dinero y no quisieran otro dinero que el que fuera producido por el trabajo. Quiso enseñar a trabajar, a construir, porque sólo de esta manera se vencen las actividades de la destrucción. Pero el profeta fue entonces hostilizado por los mercaderes, fue perseguido por los fuertes y finalmente arrojado de la patria; y su doctrina se echó en el olvido, y siguió el festín caníbal, y siguieron ufanándose de su poder todos aquellos que lograban matar más mexicanos.

Pero entonces apareció por los mares el castigo de la conquista. Y así hoy, nosotros, amenazados por otra clase de invasores más poderosos que aquéllos, nos encontramos con el festín de Huitzilopochtli, una vez más después de tantas, desde que nuestra pobre nación se apartó de la doctrina limpia de Madero, y la Revolución ha venido fracasando porque asesinó a su nuevo profeta, porque aniquiló a la nueva encarnación de Quetzalcóatl.

Yo siento en estos instantes como si la voz misma de Quetzalcóatl tratase de hablar por mi garganta y dijese a los mexicanos: “Es necesario que no usemos las armas unos contra otros, que nos entreguemos a las lides de la paz y del trabajo, que cese la matanza, que conservemos esta pobre sangre nuestra.”

Vuelta en un sentido múltiple. Con él, volvían los arquetipos del Prometeo mexicano: Quetzalcóatl y Madero. Un Quetzalcóatl moderno, un Madero culto. Gracias al plebiscito que realizaba por el país, el pueblo volvería a reaccionar como lo había hecho con Madero, sólo que ahora de un modo definitivo. Vuelta como retorno al origen, a la legitimidad. Y vuelta también como reinicio, como nueva posibilidad de “purificar a la Revolución”, de volverla a su cauce.

El discurso revela también la naturaleza del programa de Vasconcelos. Ciertas cofradías ideológicas –muy comunes en la actualidad pero muy poco conscientes de sus propias premisas metafísicas– lo considerarían inocente, insustancial. Vasconcelos, empero, no sentía, ni tenía por qué sentir, la necesidad de inventar un programa que sustituyera al de la Revolución por cuanto ese programa –salvo en los capítulos de libertad religiosa– era el suyo. De allí que su acento recayese en el factor moral: las conquistas de la Revolución no peligrarían con él; al contrario, la renovación moral que proponía era la condición misma de que esas conquistas, en efecto, se realizaran. Como sustento de su programa, usaba honradamente una palabra extraña: honradez.

Una vuelta, un programa moral y un motivo más: Vasconcelos se refiere a sí mismo, quizá por primera vez, como a un profeta. Es, en el fondo, el arquetipo al que aspira. Antonieta Rivas Mercado, la gran Valeria, quiere ver en él a Prometeo. Error comprensible: en horas cruciales ciertos hombres habitan arquetipos de proporciones similares pero que son diferentes. En 1929 Vasconcelos había dejado atrás a Prometeo. Durante su campaña habla muy poco de los beneficios del fuego. En la campaña, es una voz más grave la que habla.

Era su tercer momento profético. Primero, en 1921, inspirado en Plotino, había sido un fundador educativo, sombra disminuida de los grandes fundadores de la religión. Después, extraviado todavía en las Enéadas, fue el profeta visionario, el vidente. En 1929 Vasconcelos era ya un tipo distinto de profeta. Antonieta Rivas Mercado lo entendió así:

…a veces, sacudido por cólera potente, cuyo ejemplo ha de irse a buscar en los profetas terribles del Antiguo Testamento, atacaba, no a la fruta podrida que se desprendía de la rama sino la tibieza, la inercia de sus partidarios, incapaces de convertir en acto fecundo el anhelo cierto.

Durante la campaña no hubo más visiones estéticas. Hubo una súbita traslación del motivo de la belleza al motivo del bien. Uno a uno, conforme asoman los signos ominosos de la derrota, aparecen los tonos de profetismo hebreo: la violencia convulsiva, la sensibilidad al mal y la injusticia; indignación, agitación, angustia por los caminos equivocados de la sociedad; conflicto y tensión entre la realidad empírica y la concepción mística del profeta para quien el mundo es una totalidad provista de un sentido. El estilo áspero en que las palabras braman, queman. Isaías habla de la “filosa espada” de sus palabras. Las palabras de Vasconcelos, según Valeria, caían en “frases desnudas, en ráfagas luminosas”. Eran, según él mismo, “dinamita espiritual”. Palabras perdidas, literatura profética.

No sólo por un acceso de retórica proclamaba: “Los Diez Mandamientos son mi programa por encima de la Constitución”. Lo eran en un sentido profundo: su campaña tenía un tinte más admonitorio que programático: “Desgraciados los pueblos que no se cansan: desgraciados los pueblos que no saben volver cada día si es necesario a la defensa de sus derechos.”

Vasconcelos no invita al país, no argumenta ni propone: emplaza. Campaña a ratos amenazante, pareciera que oscuramente se sintiese víctima de un engaño. Como si, tras las palabras, dijese: en realidad he decidido bajar de mi esfera mística a esta deleznable actividad humana, sólo a condición de que México se eleve y cumpla. Así reflexiona en El Proconsulado: “Lo de la política representaba un deber del momento, pero, según mi destino profundo, no era otra cosa que una aventura, útil quizás para los demás, para mí peligrosa porque embrutece, empequeñece...” Tal vez por ello escribe en campaña su Tratado de metafísica. En cada sitio sella un pacto: “El país –advierte– no jugará conmigo... yo he vuelto a librar al pueblo y no a desempeñar una farsa.”

Como en el Viejo Testamento, su mensaje positivo es casi nulo. El crítico, en cambio, abarca muchos aspectos: el engaño electoral, el neolatifundismo de los generales enriquecidos por la Revolución, el saqueo a los bancos oficiales, la conspiración de Morrow –el embajador estadounidense desde 1927, nueva encarnación de Poinsett–, el descastamiento. En lugar de inclinarse hasta sus escuchas, Vasconcelos les exige llegar a una octava demasiado alta. Se impacienta, por ejemplo, al confirmar que la misma gente que lo aplaude por la mañana acude en la tarde a una corrida donde torea un matador coludido con el callismo. Porque en su fuero interno sabe quizá que perderá las elecciones, ordena la reacción al fraude: la revolución armada, desde luego, y otras medidas contradictorias, semejantes a las de Gandhi: resistencia pacífica a pagar impuestos, a usar o manejar el transporte público, etcétera. Vasconcelos simboliza entonces para sí mismo, más que nunca, no sólo la conciencia moral e histórica de México, sino la historia misma. México tiene en él, gracias a él, una nueva y última oportunidad de salvación: “Se juega tu destino, México.” Vasconcelos o el abismo.

De nueva cuenta su temple místico –fiero, magnánimo, inflexible– irrumpía en el oscuro destino de personas “demasiado humanas”. Y ocurrió lo natural: la gente se empezó a morir por esa causa. Su vehemencia profética había sido ya responsable indirecta de la muerte de un joven peruano en 1926 en Lima. Ahora lo rodeaba una generación de mártires potenciales: sus jóvenes apóstoles. Uno de ellos, Andrés Henestrosa, recuerda:

Todos nos creíamos destinados al sacrificio, porque todos nos creíamos de limpio corazón inmaculado. Por eso abrazamos ardientemente al vasconcelismo; habíamos ido a esa lucha no a vivir ni a triunfar, sino a dejar en las barricadas de México y en el asfalto de México... aquella existencia que sólo alcanzaba sentido si la sacrificábamos por lo que hay de más entrañable en el mundo: la libertad, que creíamos amagada.

Con la derrota electoral se originaron tres opciones acordes con el temperamento de Vasconcelos y otra imposible. Ésta es, quizá, la que mayor beneficio le hubiese hecho al país. Era la opción que le sugería Gómez Morín. Calles había institucionalizado el poder; en un sentido histórico, no mentía cuando, en 1928, proclamó el ocaso de los caudillos; el país entraría en un cauce pacífico e institucional a pesar del propio Calles; la revolución violenta era cosa del pasado. Gómez Morín vio con realismo inusitado este cuadro y, por su lado, pensó en institucionalizar también la oposición. Hubiese bastado una interpretación más humana y menos milenarista del vasconcelismo por parte de Vasconcelos: ver en la campaña no un fin sino un principio, no una vuelta –habían pasado 20 años desde el maderismo, una generación– sino el esperanzado inicio de un poderoso movimiento civil. El sistema político mexicano hubiera nacido a la auténtica modernidad. Ese partido de oposición no hubiese requerido apoyos eclesiásticos. Habría representado el ala maderista y liberal dentro de la Revolución. Gómez Morín fue el vidente, pero el profeta Vasconcelos, desdeñoso de todo lo contrario al absoluto, no lo escuchó. Miguel Palacios Macedo, uno de los hombres que con mayor fidelidad, valor e inteligencia apoyó a Vasconcelos, le pidió con sencillez y respeto: “Haga que esto dure.” Vasconcelos respondió que él no era Gandhi.

Las tres opciones acordes con la sed de infinito eran el milagro de una nueva revolución, el destierro del profeta o su muerte. Muy pronto fue claro que lo primero no ocurriría. Las condiciones objetivas, el agotamiento histórico, el relevo generacional, el azar, le arrebataron la posibilidad de reencarnar al Madero triunfante de 1911. Pese a que emitió el Plan de Guaymas y siguió con precisión la ruta de Madero, le faltó la red subterránea de lealtades que el maderismo tendió entre 1908 y 1910, y mil elementos más. Biográficamente el hecho central es éste: aunque justificaría su destierro argumentando una infinita espera del estallido revolucionario, en su fuero interno siempre contó la posibilidad de que, en efecto, no sucediese. Las verdaderas opciones eran, entonces, sólo dos: el destierro o la muerte.

El destierro tendría enorme valor como aguijón histórico. “Prometeo encadenado”, más que por celos divinos, por la apatía de su propio pueblo. O, con palabras de Valeria, “encadenado a la dura roca, desde la cual sin reposo, veíalas hundirse en un abismo las manos que su fe alzara”.

Enorme valor, pero no un valor absoluto. Vasconcelos había guiado su vida de acuerdo con una frase de Plotino: "No ceses de esculpir tu propia estatua", y en la lógica de la estatuaria lo apropiado no era el destierro sino la muerte. No el suicidio, mejor la muerte incierta en la lucha, o cuando menos el desafío a la muerte. Siempre exigió el absoluto a los demás. Algunos habían dado ya –otros darían– sus vidas: única ofrenda absoluta. Un nuevo Madero debía ser, hasta el final, fiel a Madero. ¿Lo sería?

La mejor evidencia de que Vasconcelos vivió este dilema como falta ante el absoluto, se encuentra en un párrafo de Andrés Henestrosa sobre “El final del vasconcelismo”:

Llegamos a Mazatlán, y el plan era levantarnos en armas. Había durante un año, de noviembre de 28 a noviembre de 29, predicado la rebelión, de suerte que estaba en la obligación de tirarse al monte. Para eso no había hecho nada, no había comprado un cartucho, no había comprado una pistola... pero una noche, la del 13 de noviembre, pareció que todo estaba arreglado. Tuvimos lo que él llamó un “consejo de familia”... en el hotel Las Olas Altas. “Por primera vez en la historia de este maldito país la inteligencia va a andar a caballo”, repetía Vasconcelos. Yo estaba empeñado en que se muriera y le quise razonar la razón de que para él había llegado el momento. Me dijo: “Yo, Andrés, he gozado de la vida; he sido amante de la gloria, como dice D’Annunzio... y con la muerte, durante los años de la Revolución, he jugado. De modo que para mí ya es hora.” La frase final está en Martí, textual. Cuando Martí desemboca en 1895 en las costas cubanas, dice: “Para mí ya es hora” (Vasconcelos no lo había leído). Quedamos, pues, en que al día siguiente en la mañana, nos levantaríamos en armas. Había estado ahí Bouquet y un joven, Arámburu, que le había ido a ofrecer unas armas y unos hombres. A las cinco de la mañana yo desperté: me vestí en la oscuridad y esperé el llamado para salir a la Isla de los Chivos, que estaba cerca. Como nadie me habló, a las 7 fui a verlo y pregunté por qué no había estallado el movimiento, y me dijo: “Después que usted se durmió cambiamos los planes.”

“Para mí ya es hora.” Vasconcelos debió sentir el reclamo del sacrificio, único acto que en esa circunstancia, para usar sus palabras, “merecía eternidad”. Si no como Martí, vencido por anónima bala, hubiera querido morir quizá como el personaje de uno de sus mejores cuentos, “El fusilado”: sin temor, risueño, airando a la eterna mancornadora –la mujer o la política– y con ella a toda la “evanescente realidad terrestre”. Una muerte que dejaría a sus hijos la herencia permanente de una imagen postrera: “su temple altivo.” Una muerte heroica. Sin embargo, Vasconcelos no acudió. Esta vez él mismo se convertía en la víctima de sus exigencias de absoluto y arrastraría esta caída hasta su muerte, 30 años después.

Su pasión desmentida tuvo también, aunque él nunca podría reconocerlo, consecuencias felices, si no desde el punto de vista divino, sí en un plano más modesto: evitó el sacrificio inútil de una generación y puso de relieve la limpieza de su campaña. Si la historia fuese –lo cual es improbable– maestra de la vida, deberíamos voltear a 1929 en busca de un testimonio de afirmación cívica y moral. Borrada la historia, o desvirtuada, queda la literatura. Cuando en 1929 Vasconcelos optó por vivir, México perdió un santo laico, pero ganó una presencia más cercana y perdurable, más humana: la de un escritor.

La antorcha de Amós

La vida de Vasconcelos es un largo recorrido por paisajes espirituales (libros, fundaciones, visiones, profecías, iluminaciones, exilios) y breves, desgarradas visitas a la tierra. Estas visitas terminaron en 1929.

En cierta forma, nunca regresó de su exilio. Como en el cuento “El fusilado”, una parte suya murió y luego despertó liberada y alegre en una esfera distinta, en un cielo inmenso. Comienza tal vez con algunos hermosos ensayos de Pesimismo alegre (1931). “Eros vencido”, por ejemplo, casi un poema en prosa sobre las escalas del amor. O “Elogio de la soledad”, prosa lindante con el himno. Años más tarde vendría el encanto de algunos relatos en La sonata mágica (1933), las prodigiosas descripciones naturales en el Ulises criollo (1935), la historia de amor en La tormenta (1936), las estampas de viaje en El desastre (1938) y, quizá como remate del predominio plotiniano, un libro por momentos sublime: la Estética (1935). Vasconcelos dijo de ella: “Es la obra de mi vida.”

Pero el tema de la belleza no podía sostenerse. Le faltaba esperanza. En “Las dos naturalezas”, el cuento autobiográfico en que recuerda su identidad con la madre, el personaje alcanza, en su tristeza, al padre. Ya maduro, está solo y, como él, “empujando la rueda sin descanso ni fin”:

Y si en tanto trance he podido mantener altivo y tranquilo el semblante es porque era él mismo quien se asomaba, contagiándome de serenidad... compartí, reviviéndolas, aquellas horas en que mi padre se quedaba en una habitación oscura, solo con la luz de su cigarro y entregado a la infinita melancolía de existir.

“Vasconcelos, este gran hombre, quiere morir”, escribió Romain Rolland en carta que circuló en 1930. De esta tristeza y de la rebeldía frente a la injusticia de 1929 aflora una segunda veta espiritual que resplandecerá en la obra de Vasconcelos en los años treinta y que, con mayor frecuencia que la corriente estética, reaparecerá en la vejez.

Esta segunda disposición, preside otra serie de sus obras, los “libros para leer de pie”. “Un libro noble siempre es fruto de desilusión y signo de protesta.” Para Vasconcelos sólo cuentan los libros escritos para revelar “la terrible verdad” y “ésta sólo se expresa en tono profético, sólo se percibe en el ambiente trémulo de Catástrofe”. A esta serie pertenece su labor en La Antorcha (abril 1931-marzo 1932) y Bolivarismo y monroísmo (1934). Los cuatro tomos autobiográficos y la Breve historia de México son también, en un sentido, literatura del pesimismo combativo. Conforme avanza la década de los treinta, este género vasconceliano desciende al panfleto y se renueva finalmente, antes de morir, con la publicación de La flama (1959).

Más que literatura, son trazos que tienden a la taumaturgia, género que hace resaltar las virtudes mágicas de cada palabra. En un ensayo titulado “El poder de la palabra”, Vasconcelos escribe:

Miramos los vocablos y los pronunciamos como el que juega con pólvora sin tener lumbre; como podría rodar entre filisteos la vara milagrosa de Moisés sin que nadie sospechara sus virtudes. Sólo la mano del profeta puede hacerla vibrar para conmover pueblos y sacar linfas de la roca. Así son las palabras. Sólo un alma conmovida y sincera les puede desentrañar el poder que se impone a los tiempos. Los profetas hebreos hablaron, removieron, pusieron en acción las palabras, y han pasado y se han hecho polvo faraones y emperadores pero el verbo de Israel sigue conmoviendo a los pueblos. ¡La verdad se expresa dentro de un torbellino!

Este torbellino vasconceliano fue la revista La Antorcha.

En una carta a Teófilo Olea y Leyva escrita a mediados de 1933, se leen estas palabras dirigidas también a nosotros, lectores de muchas décadas después:

hay un Vasconcelos que debieran ustedes venerar, que les hará bien releer; un Vasconcelos que no podrán olvidar los mexicanos que mañana revisen esta sombría época nuestra y es el Vasconcelos de La Antorcha en su segunda etapa: La Antorcha de París y Madrid. La Antorcha de este Vasconcelos que a ustedes ya no les gusta, pero que alguna vez hará llorar, si no a sus hijos, por lo menos a sus nietos. Llorar de vergüenza, de impotencia; de vergüenza y rabia por lo que perdieron perdiéndome.

Es imposible leer sin conmoverse esos 13 números de La Antorcha, con su pequeño formato, papel corriente, sus erratas en francés, los epígrafes continuos que son como lecciones de altivez: “A los que Dios ama, los castiga y los prueba”, “La soledad es la patria de los fuertes y el silencio es su plegaria”. En La Antorcha hasta los anuncios eran doctrinarios:

La Enciclopedia Espasa es tan buena como la británica y mejor que cualquiera norteamericana. Eduque a sus hijos en castellano. La esclavitud comienza cuando se entrega el alma al idioma extraño.

Su objetivo explícito es claro y único: “defender los intereses morales y materiales de Hispanoamérica”, removiendo la “conciencia envilecida” de sus hombres. Revista de combate, su premisa es la lucha cósmica entre dos civilizaciones: la hispanoamericana –no tanto la latina– y la anglosajona. La Antorcha abre todos los frentes de lucha intelectual. Al hojearla sorprende que la imaginación halle tantos cauces. Su objetivo profundo es menos evidente: continuar un combate perdido en 1929, tomar venganza, cobrar cuentas, señalar responsables: atizar la memoria.

Una primera sección, “El drama hispánico”, recogía y valoraba la información, por lo general exigua, proveniente de los países de habla hispana. Aplausos al movimiento estudiantil salvadoreño, opuesto a los empréstitos yanquis; alegría por la moratoria argentina contra los banqueros de Wall Street –Gandhismo bancario–; reseñas elogiosas sobre novelas típicamente latinoamericanas, como Doña Bárbara; un apoyo irrestricto –que más tarde avalaría con emoción en Bolivarismo y monroismo– a la lucha de Sandino. Particularmente notable es su bienvenida a la República Española. La publica junto con una lista de intelectuales que la integran, ve en ellos el espíritu de Pérez Galdós, defiende a Manuel Azaña y finalmente proclama que la República traicionaría su vocación más profunda si se desinteresara por Hispanoamérica. “España debe atreverse”, es el título de su llamado más vehemente, aunque de una cepa liberal y republicana más bien dudosa:

Confiemos en que esto de España es un comienzo. Confiemos en que España consolidará la República; la librará del peligro soviético, mediante un sincero reparto de tierras a los labradores. Y librándola de la amenaza bolsehevista, la podrá a salvo del peligro mayor, la dictadura con pretexto de reprimir al comunismo.

Confiemos en que España resolverá su problema religioso, sin escuchar la voz de los protestantes que sufrirán si no ven que se desata en España otra carnicería como la de México. Confiemos en que España se librará de influencias ajenas y será ahora de verdad española. A los de América nos interesa la España europeizante. Amamos nuestra vieja España de los misioneros civilizadores. Y todavía recordamos que la libertad no es preciso ir a copiarla de Cartas políticas escritas en inglés. Nos llegó, nos formó, el decoro cívico de los viejos Ayuntamientos. Y este espíritu de Cortes y Asambleas municipales, produjo lo mejor que hay en nuestras tierras; la insistencia en la lucha por la libertad. La acción municipal acaba de manifestarse en la Metropóli, bastante fuerte para tirar un reino. El Municipio castellano sobrevivió a la Monarquía, la derrocó. Este es el mejor, primer mensaje, que la República puede enviar a los miembros todos de la familia dispersa en naciones. La República española no debe conformarse con ser un acontecimiento europeo; puede ser un acontecimiento de trascendencias raciales, mundiales. Sus ecos resonarán en Chile, en el Perú, en México y en Filipinas. Toda una raza despierta.

Además de seguir con atención la actitud de nuestros países frente al mundo anglosajón buscando las señales de una insurrección multinacional, intentó otros métodos de combate. Escribió sobre la invasión yanquizante de los rotarios, el mecanismo de los Racket, biografías de los banqueros de Wall Street. No sólo atacó el frente material: también el intelectual. En un artículo abordó “El mito Dewey” viendo en él al Monrrow de la filosofía social, padre del ascéptico “social worker” que “hace un trabajo cerebral delante de situaciones que apenas alcanza a aliviar el corazón”; educador de Robinsones, no de Odiseos: “aunténtica plaga intelectual”.

En La Antorcha Vasconcelos publicó esbozos de Bolivarismo y monroísmo. Admitía, por ejemplo, que habíamos perdido el imperio terrenal. Nos quedaba, empero, el otro, vacante por la inanidad del pensamiento sajón. Tenía que imitarse a los hebreos o a los iberos, oprimidos por los romanos pero inmunes a su filosofía. "Tomemos del yanqui la máquina, no la metafísica" Más allá de particularismos nacionales, apelaba al universalismo hispanoamericano. Había que construir, si no una raza cósmica, al menos una filosofía superior:

¿Será imposible que nosotros, que no podemos hacer Imperio, no hagamos tampoco Metafísica?

Padeceríamos entonces el doble suicidio. No viviríamos conforme a la carne, ni conforme al alma. En cambio, si acertamos a hacer filosofía, entonces, entonces ya podemos sonreír, porque contamos con el instrumento que derrota a los Imperios.

En vez de acomodarse a la práctica, procurar regirla por la norma que nos viene de arriba, eso significa liberación desde Prometeo hasta Gandhi. Y para nosotros el dilema es claro: o parias irredentos como el fellah egipcio, cuyas espaldas sin alma azota cada nuevo conquistador, o siervos temporales según el cuerpo; pero dueños del fuego sagrado, tesoro de espíritu que engendra el porvenir.

Todos los temas convergen en uno. Si su ascensión a la presidencia de México en 1929 habría sido un acto de justicia cósmica, su derrota –obra del procónsul Morrow– debía ser, por extensión, una derrota cósmica. Aunque, bien visto, no fue Morrow quien lo había vencido, ni él fue el derrotado. La lucha entre ambos era el reflejo pálido, el espejo platónico de otra lucha en esferas superiores, titánicas y permanentes: las civilizaciones.

En La Antorcha no había sátira al describir el plan imperial de dominio. Había escarpelo, frialdad descriptiva, el razonamiento cuidadoso de quien interpreta y descubre la estrategia enemiga. Son también páginas de combate en las que sobrevive aún el eco de la esperanza. Las visiones de La raza cósmica y la Indología transformadas en argumentos proféticos. Estos motivos desembocarán finalmente en Bolivarismo y monroismo, libro que traslada el espíritu y las enseñanzas de 1929 a toda la América Hispana. En él Vasconcelos afirma con toda congruencia: “Sandino es el mayor héroe de los tiempos que corren”.

La Antorcha reservó sus páginas de odio a las referencias sobre México. La imagen de un país envilecido, esclavo de Wall Street, aparece en cada renglón, en cada tesitura de la revista. A veces Vasconcelos comienza a hablar sobre Argentina o Cuba y una palabra lo desvía a su verdadero asunto, la doble tragedia de México: “la casta de constabularios corruptos” que lo gobernaba y el abyecto servilismo frente a los Estados Unidos.

Son páginas que no perdonan. Uno a uno desfilan los personajes de la traición. Primero los verdugos: una galería de callistas asesinos; páginas de Martín Luis Guzmán; Calles con sus varias denominaciones (el Turco, la Plutarca, etcétera); el ejército mexicano, que en lugar de defender a la nación protege a los “aventureros que legalizan el Pacto y garantizan propiedades de extranjeros”, ejército de mercenarios opuesto a su propio pueblo: constabularios.

Después de los verdugos, los amigos. Páginas contra los jóvenes universitarios que protestan contra la dictadura de Machado en Cuba pero olvidan el crimen de vasconcelistas en Topilejo. Para Vasconcelos, fuera de los libros de Martín Luis Guzmán, Blasco Ibáñez, Mariano Azuela y el Germán de Campo de Bustillo de Oro, “todo lo escrito en México en los últimos veinte años es tan mediocre y tan falso que se irá quedando, como ya está, entregado a las librerías de ocasión; lo que pasa con todos los libros que pagan los gobiernos”. Perdida al final del número 5, hay una daga contra su entrañable Alfonso Reyes, en la que Vasconcelos omite, por lo menos, la mención explícita:

Y a propósito, La Antena que tan buenas colaboraciones posee en Panamá, ¿qué necesidad tiene de reproducir un triste discurso, en que, con pretexto de Virgilio, se hace la apología de la mentira agrarista de México y el elogio del rufián que la dirige?

En Panamá, cuyo pueblo ha lapidado la Legación callista, no prenden esos engaños. Entendemos bien que La Antena misma ha sido sorprendida: vió en el rubro Virgilio y no imaginó la enorme capacidad del ingenio nuestro, cuando se complican la burocracia y la literatura. A fin de afianzar un empleo, a fin de evitarse la suerte que ya tocó al pobre González Martínez, se desprestigian y después ni se los agradecen. Pero yo, que conozco el alma limpia de los panameños, les indico este error que, llevados de su buena fe, han cometido el error de servir con un órgano acreditado, de instrumentos para una propaganda vergonzante.

Después de los amigos: el pueblo, “la más resignada casta de cuantas habitan el mundo” (diría en La tormenta). La Antorcha contiene decenas de referencias crueles, irónicas, llenas de rabia y asco contra su propio pueblo, pueblo cobarde que pactó con la iniquidad:

Un pueblo que permitió cruzado de brazos, baja la frente, abyecto el criterio, las matanzas de Topilejo, se merece que le saquen de la bolsa las monedas, y el puntapié posterior.

La Antorcha es la monocorde y desgarrada escritura de un hombre que no olvida. No había sido derrotado. Había ganado "todos los votos". Una y otra vez repetía: "No fui yo quien desistió de la lucha sino todo un pueblo fatigado que no pudo hacer bueno el compromiso de pelear para la defensa del voto." Si a 14 millones de mexicanos "se les olvidaba el ultraje", Vasconcelos estaba “dispuesto a hacer conciencia por los catorce millones de mexicanos y a tener honor por cuenta de los catorce millones de olvidadizos”. El obsesivo tema del olvido:

¡Olvidar el pasado! Sí se olvida el pasado cuando hemos cometido un error, pero cuando es un elemental deber de justicia el que está clamando, el olvido del pasado sería peor que la complicidad, porque sería la más baja de las cobardías. La justicia no tiene pasado. No corre el tiempo en asuntos de honor. Y la República no puede considerar liquidada una afrenta a su destino mientras sigan explotándola, vejándola, los mismos que se han burlado de su albedrío.

Para borrar toda huella del olvido, "pensó en llamas", publicó una antorcha. Es la última floración de profetismo en Vasconcelos. Su tono ya no sólo recuerda a los profetas hebreos, sino que perfila a uno en particular, el más sombrío: Amós. No es, como Isaías, meditativo y visionario; ni grave y doliente, como Jeremías. Es un pesimista inmisericorde. El único que profetiza contra su pueblo:

Escuchad esta palabra de Yavéh contra vosotros, hijos de Israel, contra toda la familia que hice yo subir del país de Egipto.

La voz del Señor se compara con el rugido del león a punto de caer sobre su presa. Amós se ensaña en la desgracia: "Ha caído, no volverá a levantarse la virgen de Israel." En Amós no hay perdón ni ternura: hay repugnancia. Como en Vasconcelos.

Al finalizar la década de los treinta, aquella antigua melodía plotiniana que paulatinamente se había remontado hasta la Biblia, calló para siempre. Vasconcelos se acercaba a sus 60 años. Pero aún faltaba la derrota definitiva: el profeta contra sí mismo.

*Este texto se compiló en Mexicanos eminentes y se reprodujo en el volumen José Vasconcelos,

Ulises criollo, ed. crítica de Claude Fell, Universidad de Costa Rica, 2000.

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Vuelta, núm. 79

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