letraslibres.com

Pintora en su isla

Look, stranger, at this island now
The leaping light for your delight discovers,
Stand stable here
And silent be,
That through the channels of the ear
May wander like a river
The swaying sound of the sea.

W. H. Auden: On this Island

Una niña hace castillos de arena en la playa de su lugar natal, la Isla de Wright, situada al sur de la isla madre: Inglaterra. Lleva puesto un sombrero de tela floreada, inmenso y algo cómico, y sonríe feliz ante la cámara. Al fondo se extiende la playa inmensa recortada por un mar de metal. Las personas son detalles aislados, lejanos, inmóviles: cactus en el desierto. El horizonte es una superficie de colores yuxtapuestos, perfiles suaves, mantos de cielo y arena que terminan o empiezan en el mar. Cualquier punto es el centro de una esfera de luz y claridad. El paisaje se escapa por los cuatro costados. Desde el piso superior de la hermosa residencia de su madre en Southsea, la niña revive la imagen de un famoso pintor de Wright: "From a window he could watch the voice of the long sea-wave as it swelled now and then in the dim-gray dawn".

Los paisajes que conocería después tendrían que homologarse a aquel paisaje original. Siempre prefirió el verde que se despliega libremente en las colinas, a los verdes presos en los cuidadosos jardines de la campiña.

Su infancia y juventud habían sido tan solares como su nombre: Joy. Al finalizar la guerra, casada con un oficial de la Fuerza Aérea Canadiense, se mudó a British Columbia. Por un tiempo desapareció el “joy” natural de Joy y, con él, el gusto por el paisaje. Necesitaba recobrarlo, pero no quiso volver a Inglaterra. Se enteró de México como es bueno enterarse: por la literatura y la leyenda, no por las oficinas de turismo. Había leído la jornada infernal de Malcolm Lowry por el paraíso de Cuernavaca (“¿Le gusta ese jardín, que es suyo? No deje que sus hijos lo destruyan”). Sabía también, gracias a la Marquesa Calderón de la Barca, que para el mexicano la cortesía puede ser una liturgia. Como Lawrence, como tantos otros artistas europeos, sintió el imán de México y se dejó atraer. A los 33 años se mudó con su hijo a San Miguel Allende.

Había visitado varios países, pero México le parecía “el más bello que había conocido”. Joy definía nuestro paisaje con una palabra intraducible: “lush”. Era un paisaje suculento, jugoso, fresco. Un paisaje frutal. Frente a él, Joy recuperó su ventana múltiple y la enriqueció con vistas sorprendentes al desierto y la selva, a valles y montañas, pero sobre todo a los mares y las playas. México no era una isla sino muchas, un país-península que había que recorrer lentamente y pintar por un proceso no de copiado sino de impregnación.

“Los cuadros de Joy –escribió un admirador- no son simbólicos, ni alegóricos, ni realistas. Son enigmas que no es necesario resolver, pero que es interesante percibir. El mundo que representan no es angustioso, sino alegre, sensual, ligeramente melancólico, un poco cómico. Es el mundo de una artista que esta en buenas relaciones con la naturaleza”. Este admirador –Jorge Ibargüengoitia- era también alegre, ligeramente melancólico, un poco cómico y quizá hasta sensual. “Su humor –recuerda Joy- era espontáneo, todo en él era así”. Lo más natural es que entablaran buenas relaciones entre sí y se casaran. “Una de las cosas que faltaron en nuestro matrimonio –escribiría Ibargüengoitia- fue el elemento sorpresa. Nunca, ni por un momento, me he dicho: ¿quién hubiera dicho que esta mujer fuera con el tiempo a convertirse en mis esposa?”.

Con Jorge, Joy recorrió y retuvo las costas de México. En la serie de cuadros con paisajes de las costas de Jalisco, Jorge encontraría lo que no había sido “más que un borrón azul y verde: el mar lechoso de las mañanas, el azul intenso del mediodía, las formas de las palmeras, el color de las diferentes tierras, la apariencia de las lagunas interiores, los cerros negruzcos en el amanecer”. Luego, ya en la ciudad, siguió una época en que todas las mañanas, al despertar, Jorge vio “una costa lejana, un mar tranquilo, el lecho seco de un río, dunas, unas palmeras”. La quieta atmosfera de la Isla de Wright se había impregnado de temas mexicanos. Como en un viaje hacia el centro de sí misma, Joy comenzaba imprimiendo colores fuertes a sus telas pero la violencia mexicana cedía poco a poco a la serenidad del fondo. Los tonos se diluyen y rebajan hasta que son menos fuertes, hasta lograr su objeto final: una armonía.

En los años sesenta, durante los cuatro meses que vivieron en Hydra, Joy y Jorge confirmaron el verso de Shelley. La casa era una isla: veía al mar, al valle, al pueblo y las montañas que dibujaban un perfil sinuoso “como cresta de dinosaurio”. Jorge se divertía utilizando los binoculares –hasta que encontró a un hombre que lo veía con binoculares. Joy pasaba horas en la veranda que miraba al valle. Por la ventana abierta en uno de los cuartos entraba la luz e imponía suave, dulcemente un orden a las cosas. Luego, por la misma ventana, se escapaba y disolvía en espacios remotos, inalcanzables. En un cuadro que recuerdas esos días –los cuadros de Joy, como los sueños, no parten de apuntes sino de recuerdos- en una figura reposa en un interior. Los objetos descansan con ella, son parte orgánica del paisaje: valles en una sala, sillas que se tienden a meditar, floreros plantados como palmeras en un rincón. En sus telas las figuras humanas aparecen casi siempre desnudas, en “buenas relaciones con la naturaleza”: reclinadas, sentadas, caminando. A veces leen o nadan, duermen o contemplan el paisaje del que también forman parte. Nos invitan a acercarnos a la ventana, a compartir la quietud. A veces solo están y esperan.

Llegaría el momento en que Joy se pintaría a sí misma esperando a Jorge. Su falda es azul como el cielo en que cruza un pájaro gris con ala blanca como el color del gato que descansa en su regazo. No regresaría. Impregnada de lo esencial en Jorge –su corpachón contrastando con su cabeza, su sonrisa melancólica, el cocodrilo Lacoste en sus camisas, su figura ligeramente encorvada, su ritmo pausado, lento, su gusto por caminar, por contemplar-, Joy lo evocó mil veces hasta depositarlo en una pequeña barca en el río. los colores risueños no han cambiado. En este costado del río hay dos árboles unidos. El hombre está por llegar a la rivera opuesta. Ha dejado la zona más oscura y violenta del río. La cortina de bruma lo protege y le ayuda. Esta solo, pero lo espera una comitiva de palmeras y una playa del color de su mujer: “Vivo hace años con una mujer lila”.

Aunque Jorge “llevaba el sol adentro”, no se llevó el sol consigo. Joy siguió pintando y sonriendo. Es suave y dulce como una mujer frutal. Desde hace años vive bajo el volván, en Cuernavaca, pero en sus sueños y en los cuadros que los recogen, no hay barrancas ni bocas infernales ni siquiera un deteriorado jardín a punto de que los niños lo destruyan. Hay una extraordinaria paz de alma. Es la isla de sol que lleva adentro.

Novedades

Sigue leyendo:

Línea de tiempo

Conoce la obra e ideas de Enrique Krauze en su tiempo.