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Un puente para las Américas

América nunca será una, en el sentido geopolítico que el término ha adquirido en la Europa de nuestros días. La disparidad económica entre las dos Américas, su diversidad cultural y el peso acumulado de la historia (con su carga de agravios y desencuentros) vuelven casi imposible una unión formal que, no obstante algunos fugaces episodios panamericanistas, nadie ha buscado ni soñado siquiera. Pero no es necesario mantener una vinculación idéntica a la que comienza a ensayar Europa para tender entre ambas puentes comerciales, diplomáticos, políticos, culturales, que las mantengan unidas pese a las nuevas tormentas del siglo XXI. Sería un complemento natural de la integración que se está dando en los hechos, debido a la presencia de 35 millones de "hispanos" a lo largo y ancho de Estados Unidos. Pero para tender esos puentes, las elites rectoras (políticas, intelectuales) de ambas Américas necesitan superar ciertas actitudes muy arraigadas.

Del lado angloamericano, la enfermedad es múltiple: se llama desatención, indiferencia, desdén, arrogancia. Se llama también ceguera ante los reclamos justos, como en el escandaloso caso del proteccionismo agrícola, que contradice de manera cínica y flagrante las ideas liberales que Estados Unidos propaga en el mundo. Ya ocurrió una vez, cuando a partir de 1898 el espíritu imperialista provocó la decepción y el despecho de los liberales de Iberoamérica que, a lo largo del siglo XIX, se habían rendido de admiración ante el colosal progreso de la sociedad yanqui. Esa desilusión duró un siglo y fue el germen del furibundo antiyanquismo todavía presente en la región. La correlación entre nuestra pobreza y su proteccionismo puede avivar peligrosamente esas mismas pasiones en el siglo XXI. Por fortuna, en otros frentes como el migratorio, el año 2004 ha comenzado con noticias extraordinarias: el gobierno de Estados Unidos reconoce la presencia irreversible y creativa de "la otra América" en su propio territorio, y presentará al Congreso una ley de migración.

Iberoamérica no pondera ni aprovecha el mundo de oportunidades que se abre gracias a esta vasta mutación histórica, porque sigue presa de su propia enfermedad al respecto: el resentimiento. Al margen de sus razones históricas, esta mala pasión adopta la forma de un odio algo menos insidioso y mortal que el teológico, pero igualmente nocivo y enceguecedor, más para el que lo alberga que para quien lo recibe: me refiero al odio ideológico, la manía absurda y autocomplaciente de pensar que todo lo malo en la tierra viene de Estados Unidos. En última instancia, alimentar ese odio se vuelve la peor de las dependencias: aquella que define al ser sólo por aquello a lo que se opone. El fruto natural de ese odio empobrecedor y autolesivo es Cuba, país que -según testimonio directo a Robert McNamara, a principios de los noventa- Castro habría sacrificado durante la "Crisis de los misiles" si los soviéticos se lo hubieran permitido. ¿Patria o muerte? Patria y muerte.

¿Qué hacer para superar las distancias? Una vía posible está en trabajar a favor del conocimiento mutuo, sobre todo del pasado. Un ejemplo: estoy convencido de que la verdadera clave de la recíproca incomprensión y desconfianza -al menos en la gente de buena fe- está en fuerzas remotas provenientes del pasado anterior a la Ilustración y la Independencia (cuando la oposición a Europa nos acercó). Está, para decirlo en una línea, en los distintos e incluso opuestos proyectos históricos que animaron la fundación de las "dos Américas". No es lo mismo buscar la incorporación política y espiritual de vastas poblaciones indígenas a través de un Estado centralizado y burocrático regido por la Corona Española, derivado de las doctrinas neoescolásticas de Francisco de Vitoria y Francisco Suárez, y dominado por la Iglesia, que colonizar tierras baldías o semibaldías (exterminando o excluyendo a las poblaciones indígenas) a través de compañías, aldeas y familias inspiradas por la noción del pacto social de Hobbes, el individualismo liberal de Locke, en un clima de tolerancia religiosa, con una obsesión por la educación popular y una inclinación hacia la asociación. Hasta la esclavitud de las vastas poblaciones negras tuvo un carácter distinto en ambas "Américas". Es preciso conocer ese pasado remoto y complejo para entender los equívocos que se han desprendido de esas dos historias, y superarlos. John H. Elliott trabaja estos temas con la mayor profundidad y Felipe Fernández-Armesto acaba de publicar una "historia hemisférica de las Américas". Un buen lugar para comenzar una útil y necesaria reflexión comparada de nuestras historias sigue siendo el célebre libro Viajes por Europa, África y América 1845-1847, de Domingo Faustino Sarmiento.

Conocer los pasados y los presentes. Conocerlos, antes de condenarlos. Los angloamericanos han avanzado un poco en este terreno (varias universidades tienen buenos departamentos de estudios latinoamericanos, y la prensa cubre mejor el tema de América Latina de lo que lo hacía dos décadas atrás), pero aún ahora sigue siendo abismal la ignorancia sobre nuestros países, no sólo en el estadounidense medio sino en círculos intelectuales, políticos y en los medios masivos de comunicación. En cuanto a Iberoamérica, todavía es válida la reflexión de Daniel Cosío Villegas en 1968, referida al mexicano, pero aplicable a toda la región: "Uno de los hechos desconcertantes del mexicano... es su olímpico desdén por Estados Unidos: lo llena de injurias, le achaca todos sus males, le regocijan sus fracasos y ansía su desaparición de la tierra; pero, eso sí, jamás ha intentado ni intenta estudiarlo y entenderlo. El mexicano tiene prejuicios pero no juicios, o sea, opiniones basadas en el estudio y en la reflexión".

Estados Unidos vive una situación inédita de aislamiento: está enfrentado a un sector del Islam, tiene divergencias de fondo con Europa (que tiene su propia agenda) y teme, con razón, el ascenso de China. Si modificara su actitud de descuido hacia Iberoamérica (sobre todo en el ámbito del comercio), podría abrirse una nueva era de "Buena vecindad" a la que nuestros países tendrían que responder guardando para siempre las viejas banderas demagógicas del antiyanquismo. Pero el camino más seguro para una convergencia de largo plazo es el mutuo conocimiento; es la vía natural para que las personas, las sociedades, los países se comprendan e, incluso, se perdonen. Y es el único puente sólido para construir la convivencia en los tiempos de fanatismo, terror y violencia que, sin lugar a dudas, nos esperan.

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