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Resabios de intolerancia

En un día como mañana se firmó la Constitución de 1857. Conducido en andas por sus compañeros legisladores, Valentín Gómez Farías, diputado por Jalisco y Presidente del Congreso, veterano precursor de la Reforma, se arrodilló y juró el nuevo código frente al Evangelio. Otro liberal puro, Francisco Zarco, proclamó que en toda vicisitud los había “alentado la fe en Dios, en Dios que no protege la iniquidad y la injusticia...” Las referencias religiosas no eran casuales ni insinceras; de hecho, habían sido muy frecuentes en diversos debates que, leídos un siglo y medio después, conservan su tensión, profundidad y riqueza. Más que un Congreso de figuras civiles, aquello parecía un Concilio de teólogos.

​Lo que los legisladores de 1857 se propusieron era abrir a México a la vida moderna mediante la introducción de reformas al tradicional perfil monopólico de la Iglesia representado por sus viejos fueros, su propiedad inmueble, su latitud política, su labor educativa, su función social. Con variantes de grado, esas reformas se habían puesto en marcha desde finales del siglo XVIII en todo el orbe católico: Francia, España, Portugal, Austria, Italia. El Congreso de 1857 adoptó algunas de ellas y aplazó otras (que sobrevendrían tres años después, con las Leyes de Reforma), pero en el punto crucial de la tolerancia de cultos prevaleció la más circunspecta moderación. Si bien no se refrendó el carácter único, exclusivo y excluyente, de la religión católica (que consignaba la Constitución de 1824), se propuso en principio “protegerla”, y a fin de cuentas se optó por una disposición aún más tímida, que otorgaba al Estado vagos poderes de legislación sobre el tema. Los liberales puros (Arriaga, Ramírez, Zarco, Prieto) lamentaron este compromiso, pero en ninguna forma lo bloquearon. En cambio, la gran mayoría del clero –y toda la jerarquía eclesiástica– no se dio tregua para impugnar la Carta, y los conservadores la combatieron ferozmente hasta arrastrar al país a la guerra civil.

​ Mi amigo, el abogado José Manuel Valverde Garcés, opina lo contrario. A su juicio, fue la Constitución la que “provocó una de las guerras civiles más sangrientas del siglo XIX, cuyos resabios subyacen en la conciencia nacional”. Si lo entiendo bien, Valverde no sostiene que todos los privilegios de la Iglesia podían o debían permanecer enteramente intocados, pero piensa que los cambios debieron ocurrir de modo acotado y paulatino. Basado en el historiador conservador José Bravo Ugarte, Valverde niega que la Iglesia haya intervenido en las conspiraciones y motines que precedieron a la Guerra de Reforma, y me recuerda que el Papa Pío IX

“se mostraba dispuesto a conceder parcialmente algunos puntos, pero pedía que se devolviera a la Iglesia la capacidad para adquirir bienes y se le reconociera a los sacerdotes y religiosos derechos políticos”. “Dices tú –concluye Valverde– que la Constitución modernizó a Méjico, instaló la tolerancia en materia religiosa y lo abrió al mundo; pero ¡a qué costo! A punta de bayoneta y de metralla”.

​No tema, querido lector. No intentaré refutar a mi amigo en este breve espacio. Aclaro apenas unos puntos: el Papa se refirió explícitamente a la “cruda guerra” que libraba contra la Iglesia el gobierno mexicano; hay testimonios insospechables sobre el involucramiento político del alto clero en el estallido de la guerra civil. Pero el fondo de la cuestión es otro: la resistencia de la jerarquía eclesiástica y sus aliados a una puesta al día que decenios más tarde (en tiempos de León XIII) llegaría a parecer casi normal. Esa incapacidad de ceder lo que era imposible (y, en muchos sentidos, innecesario) conservar; y, sobre todo, esa intolerancia frente a la libertad, es uno de los misterios mayores de la historia mexicana. Y tuvo un costo altísimo: la intolerancia clerical condicionó la intolerancia jacobina.

​Ambas intolerancias parecieron superadas durante el Porfiriato, cuando –en la frase de Edmundo O’Gorman– “México limó sus aristas mochas y jacobinas”. Pero la “política de conciliación” –que así se llamó– era más aparente que real. La tensión no se debatió de manera civilizada. La tensión seguía latente, pendiente, soterrada, y brotó de nuevo, con fuerza telúrica, durante la Revolución, cuando la intolerancia jacobina llegó a extremos apenas vistos en México, hasta provocar la reacción de los campesinos católicos, que estudió admirablemente Jean Meyer en su obra clásica La Cristiada (Siglo XXI, tres volúmenes). Esa irrupción casi dictatorial del Estado jacobino es otro de los grandes misterios de nuestra historia.

Una nueva era de conciliación se estableció a partir del gobierno de Manuel Ávila Camacho. Ahora el conflicto entre la Iglesia y el Estado –milenario en Europa, centenario en México– parece ya superado, en una especie de justo medio evangélico: el César tiene lo del César (a veces un poco menos) y la Iglesia lo de Dios (a veces un poco más). Pero Valverde Garcés tiene razón cuando dice que en México “los resabios de la Guerra de Reforma subyacen en la conciencia nacional”. En mi opinión, esos resabios adoptan la forma siniestra e inconfundible de la intolerancia, rasgo que Valverde repudia tanto como yo. (Tenemos divergencias pero las discutimos, no nos matamos por ellas.) Cuando un representante de “la derecha” (sobran en el PAN, los ámbitos académicos y la iniciativa privada) pontifica sobre la moral privada, es el espejo fiel de quien desde las tribunas periodísticas, académicas o parlamentarias de “la izquierda” condena “al basurero de la historia” a todo aquel que piense distinto. Esa “derecha” y esa “izquierda” son gemelas enemigas, herederas de la intolerancia clerical y jacobina. Detestan la diversidad, la pluralidad; no saben discutir, no saben dialogar: saben odiar. No son democráticas. Desconocen el legado de la Constitución liberal de 1857. Nada tienen que festejar el día de mañana.

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