Retrato de Scherer con Siqueiros
Cerca de cumplir los setenta años, encarcelado por el presidente Adolfo López Mateos, David Alfaro Siqueiros recordaba ante un joven periodista la bíblica iracunda de su abuelo maldiciendo a Dios y a la virgen frente al féretro de la dulce doña Eusebita, su mujer.
El "Siete Filos", que así era como se le conocía a aquel viejo coronel juarista, debió tener entonces esa misma edad, setenta años. "Revolviéndolo todo mi abuelo buscaba sus armas, que los mozos apenas habían tenido tiempo de ocultar. Como no dio con ellas empezó a golpearse la cabeza, igual con los puños que contra las paredes. Hizo pedazos las imágenes religiosas de la casa. Y cuando ya no había que destrozar, salió a la calle y se plantó en medio de la plaza para seguir insultando a Dios y la virgen porque se habían llevado a aquella mujer tan buena y en cambio dejaban a las pirujas de la ciudad". Piqueta en mano, era un hombre de la Reforma.
"Hube de crecer para valorar a mi padre" -confiaba Siqueiros a Scherer- reconstruyendo la escena de reconciliación entre ambos, que debió ocurrir hacia 1929. Don Cipriano -que así se llamaba el hijo del "Siete Filos"- tenía 66 años. Visitaba a su hijo en la cárcel donde lo había confinado el Presidente Portes Gil por sus actividades de militancia revolucionaria. Abogado penal de la aristocracia porfirista, embajador extraordinario, don Cipriano nunca abandonó el redil de la religión. Todos los días obligaba a sus hijos a leer en francés la historia de un santo nacido en Francia. A partir de la revolución, padre e hijo tomaron rumbos distintos. Llevaban años de discutir sobre política y religión, cada uno tratando de llevar al otro a su respectivo bando. Pero en esa ocasión no discutieron más. A don Cipriano le inquietaba el que su hijo pudiese flaquear en sus convicciones y llegar a un acomodo indigno con el gobierno. "Puedes jurar que cumpliré como hijo de mi padre y como nieto de mi abuelo", le aseguró, "con el mismo tono de su humor descargado". Se despidió con sequedad. Era el mismo hombre "severo, pulcro, respetuoso, dueño de un profundo sentido del honor que nunca traicionó". Un porfirista de negro chaqué, un caballero de Colón, un "hombre de fe".
Quien recoge aquellos recuerdos, emociones, exaltaciones y fantasías es Julio Scherer. Se trata de un reportaje que publicó entonces, y que ahora -cerca de cumplir él mismo los setenta años- pule y reescribe. "Hablar sobre mi vida sin entrarle a la política es como mirar a las florecitas de un árbol, y allí detenerse", le decía Siqueiros. Era el hombre de acción que Scherer tal vez hubiese querido ser, el modelo con quien se identificaba en el umbral de su carrera -antes de la dirección de Excélsior y de Proceso. "En la diversidad humana a mi alcance -escribe en el prólogo- me atrajo la personalidad de Siqueiros. Sus días no tienen desperdicio, la violencia atada a la ternura, la generosidad y al soberbia que riñen y se acompañan, la simpatía que despierta en las criaturas y las negras historias que lo acechan son vislumbres de un ego que se multiplica y trasciende".
Caminando con Scherer en el polígono de la cárcel, Siqueiros reconstruía la historia de sus rebeliones. La primera ocurrió en 1911, en el comedor de la casa, frente a los atribulados clientes del padre, Amor, Sosa, Alvarado Escandón. "Yo lo único que sé -les dijo, él majadero- es que todos los hacendados son una bola de ladrones". Antes de irse a la verdadera bola, armó la bola en su familia, en la Escuela de San Carlos y en donde quiera que se paraba. "Era la misma actitud defensiva que siempre he utilizado en mis conflictos con la autoridad, actitud evidentemente teatral". No sólo se defendía de su adusto padre sino de los severos maristas del Colegio Franco Inglés que lo educaron en el tormento y la culpa: "Hay hijos que a su paso por la vida arrancan lágrimas a sus padres -le decían- y tu harás llorar sangre al tuyo. Más valiera que no hubieras nacido. Ahora vete, pero no al patio, sino a la capilla y pide perdón a Dios y la virgen por todos tus pecados". Su solución fue tomar las armas como el "Siete Filos" y asimilar la piadosa religión paterna transformándola en una ideología igualmente cerrada e infalible, pero laica, social. Hacerse soldado de la fe en la política y el arte.
"El pintor va de una historia a otra, quizá para no escucharse", apunta Scherer, testigo, catalizador, provocador de aquella peripatética catarsis en la que se revela con toda claridad la veta religiosa del artista. Más que una biografía, lo que el periodista intenta es el "apunte de un carácter". Por años se había interesado en "el fulgor de su vida, pero el artista era inasible". Ahora, en la cárcel había tiempo. En el esbozo aparecen, una y otra vez, la parca y la calaca, personajes habituales de la matonería mexicana. "La patria y un sentido elemental y primitivo de la hombría fueron para el joven Siqueiros dos conceptos difíciles de disociar". Para ser patriota había que hombrearse con la muerte, matarse porque sí. "Llevaba la muerte conmigo -le explicaba a Siqueiros- era como si se hubiera adherido a la piel y hubiera penetrado a la conciencia. Había visto caer tantos hombres que dudé de la vida".
La muerte tiene permiso. En caliente o a sangre fría, tras un banquete, en la refriega o en un paseo. El pintor dispara sus historias de culpables e inocentes. Primero durante la Revolución mexicana: "Llegó mi turno, mejor diré que se me subieron los tequilas. Apunté, jalé el gatillo, lo volví a jalar, luego otra vez y quedé perplejo, emocionado... ¿Con que solamente un gran pintor, eh?". Años más tarde en la guerra de España: "Saqué mi revólver y disparé. Seis tiros penetraron a la altura de la sien inerme". Para entonces, la ideología había transfigurado el rostro de la muerte. La revolución no era más la bola sino la marcha incontenible de los pueblos en la Historia. Si la muerte servía a esa causa, bienvenida la muerte.
La violencia lúcida, la fe armada, fueron el motor y el motivo de muchos de sus poderosos cuadros. La pintura de Diego era estática como una estampa, multicolor como el confeti, festiva como un domingo de feria. Nada más remoto al dinamismo casi tectónico que descubrió, que inventó Siqueiros. Habían coincidido en Europa. "Lo recuerdo -confesaba Siqueiros- en sus poses de héroe y matón de la Revolución Mexicana". Siqueiros era tan actor como Rivera, pero de un género distinto, actor no de una ópera bufa sino dramática. Por lo demás, no fingía ser revolucionario: lo era de verdad, en el arte, en las convicciones, en los hechos. Para Siqueiros, Diego fue el profeta del muralismo, el Colón que descubrió la herencia artística italiana para México, pero en lo personal lo malquería.
Su imagen de Orozco es distinta: "Quisiera abrazar a José Clemente. Su recuerdo me enternece. En la cárcel, como un impedido en la silla de ruedas, lo veo sin alcanzarlo". Una de las historias más conmovedoras que narró al periodista ocurre con Orozco hacia 1919, en una estación del Metro en Nueva York. Habían perdido una dirección de una fiesta y se morían, literalmente, de frío. Impedido por su mano mutilada a buscar en sus propias bolsas, Orozco permitió que Siqueiros lo esculcara: "Me dejaba hacer como un inválido. Fue la única vez que sentí pequeño y mutilado al artista inconmensurable". De pronto, Orozco se separó enfurruñado. Por unas horas, Siqueiros temió que se hubiese perdido o muerto. Era "agresivo, colérico, colérico, intolerante, majadero, manco". Aquella noche Siqueiros había violado la intimidad de Orozco, había palpado la secreta angustia que le producía la falta de una mano. "Sus ojos y su alma -apunta Siqueiros- no distinguían entre el dolor ajeno y la angustia propia, lo llevaban al hombre desnudo, como es". Siqueiros pinta al hombre como cree que debe ser.
"Para mí no hay belleza que pueda compararse a la acción -le decía a Scherer- ni la del arte, por el que he dado la vida". Su pintura también era acción, movimiento provocado por un demiurgo de la materia. Por eso se sentía doblemente prisionero en la cárcel: constreñido por las rejas y las paredes, y por las dimensiones del caballete. Vivía "encerrado en una caja de zapatos". Lo suyo eran los espacios abiertos, los inmensos horizontes, las cargas de caballería. "Siqueiros -escribe Scherer- es como los abultados y estallantes músculos de sus óleos". Un volcán humano.
Además de la garra del pintor, hay algo más que cautiva, secreta y quizá inadvertidamente, al periodista. Es el arco tendido entre sus vidas, el mismo éxodo de la fe paterna que no los lleva al escepticismo o a un pluralismo liberal sino a una semejante actitud ideológica: "no acepta censuras y si las ve llegar se revuelve, pelea. Confunde el argumento con el dogma y cuenta con razones para explicar sus emociones recónditas". ¿Siqueiros o Scherer? Siqueiros y Scherer. Con lúcida violencia, con fe armada, su periodismo de acción ha marcado la historia contemporánea de México. El proceso al que Proceso ha sometido al país desde hace 20 años ha sido doloroso, implacable, casi un ajusticiamiento. Quizá es el extremo inevitable al que nos llevó la simulación, la corrupción y mentira de la prensa nacional. Hay dramas mexicanos -orfandades, angustias, esperanzas- que sólo se revelan en los apasionados cuadros de Siqueiros. Hay verdades mexicanas que sólo aparecen en Proceso.
Pero hay otras verdades incómodas que apenas aparecen en Proceso y que desde luego no están en el libro. ¿Por qué no hablaron Scherer y Siqueiros del atentado contra Trotsky y del asesinato del secretario del viejo líder bolchevique asilado en México? ¿Cómo justificaba Siqueiros el haber sido agente a sueldo de la policía soviética? ¿Qué pensaba Siqueiros de los millones de mujeres y hombres concretos, sacrificados en el altar de la abstracta ideología a la que siempre sirvió? ¿Por qué en aquella celda opresiva e injusta no se refirió a la prisión ideológica en la que siempre había vivido? Porque no la veía. Porque nunca la vio. Tal vez tampoco el periodista. Enemigos jurados del orden establecido, expansivos, fascinantes, contradictorios, individualistas peleados a muerte con el individualismo, pincel o pluma al ristre, no comulgaban precisamente en la misma fe, pero sí en el mismo temple: "No hay más ruta que la nuestra".
El Ángel