Salvar a los indios… de los indigenistas
Un fantasma recorre México: el fantasma del indigenismo.
En lo que tiene de genuina afirmación de los indios, es un síntoma de esperanza. Hay una extraña recurrencia del fenómeno a fines de cada siglo, como si el país quisiera alejarse una y otra vez de su raigambre indígena, y ésta volviera a irrumpir dramáticamente en el escenario nacional. Los tumultos de 1692 en la ciudad de México, las huestes de Hidalgo que recorrían el Bajío como una antigua caravana azteca, los zapatistas en Sanborn's o los fieros yaquis del ejército de Obregón, desfilando con sus tamborcitos por las calles de la catrina y temerosa capital. En todos esos casos, la aparición indígena derivó hacia un proceso de autoconocimiento complejo y enriquecedor. En el siglo XX, dio pie a una política indigenista que alcanzó logros no despreciables. La revuelta actual ha resultado mucho menos violenta que las anteriores. De hecho, en sus mejores instancias adopta formas de civilidad casi gandhianas. Nadie en su sano juicio puede negar la justificación de su querella histórica: pretenden lograr una vida digna y autónoma, en un marco de respeto a su cultura e identidad.
Por desgracia, sus propósitos pueden frustrarse no sólo por obra de los intereses creados nacionales o locales, sino por defectos en la formulación misma de sus demandas y estrategias. Es el caso del documento final aprobado en el reciente Congreso Nacional Indígena. Más que un proyecto práctico y sensato, es una mezcla de buenas intenciones y de posturas maximalistas que disimulan apenas sus orígenes ideológicos. ¿Fue concebido por los propios indígenas o inducido por los indigenistas?
Hay de indigenistas a indigenistas. El noble linaje intelectual que parte de Sahagún, continúa con los criollos del Barroco, los jesuitas de la Ilustración, los bibliófilos del siglo XIX (José Fernando Ramírez, por ejemplo) y termina, digamos, con Manuel Gamio, el Padre Garibay o Miguel León Portilla, es un surtidor de realidad para los mexicanos: uno de sus espejos más fieles. Pero en México han prosperado otros indigenismos vulgares y militantes que transfieren al problema indígena categorías ajenas de pensamiento y acción que sólo contribuyen a confundirlo y a aplazar aún más su urgente solución. En el caso del indigenismo actual, hay una especie de inoculación ideológica _vagamente marxista, separatista, feminista_ transmitida por la vía de grupos universitarios que, enamorados de sus buenos sentimientos, marchan por las calles, levantan los puños, repiten consignas, firman manifiestos, escriben profecías milenaristas que venden como ciencias exactas. Creen que para mejorar la realidad basta decretar la justicia universal. Ven el mundo dividido entre oprimidos y opresores, entre indios y gachupines. Ellos se sienten indios simbólicos o, por lo menos, gachupines buenos. Son la mano negra en el documento del Congreso.
En su parte medular, el texto habla del "derecho a la libre determinación de los pueblos indígenas" y la constitución de "Regiones autónomas pluriétnicas" con "personalidad jurídica, gobierno, recursos y cuerpos de seguridad propios"; estas "Regiones" controlarían su "territorio, comprendido el suelo, subsuelo y espacio aéreo", podrían celebrar "acuerdos y tratados con el Estado Mexicano" e impartir "justicia interna, según sus propias autoridades y sus propios sistemas y normas jurídicas".
Tomada al pie de la letra, se trata de una nueva configuración política y jurídica para el país, difícilmente compatible con el orden republicano y federal que ha constituido legalmente a México desde 1824. ¿Cómo se trazarían los territorios de los indios? ¿Llegaríamos a tener una Babel de 32 estados, 2 mil 403 municipios y 56 regiones autónomas? ¿Cómo conciliar el modo de gobierno municipal con el tradicional? ¿Podrían las nuevas regiones decretar alcabalas o derechos de tránsito? Si la mayoría no indígena del país (90 por ciento) vota por utilizar en un determinado sentido el suelo, subsuelo o espacio aéreo de una "región autónoma", ¿la minoría que habita en ella tiene derecho a impedírselo? ¿Recurriría para ello a sus "cuerpos de seguridad"? Si en una misma región viven indios de culturas diversas (minorías dentro de esas minorías), ¿quién les garantiza sus derechos?, ¿tendrían ellos también el derecho a formar "subregiones autónomas"? ¿Qué ocurre si una "región autónoma" quiere llevar su autonomía al grado de la secesión? ¿Qué pasa si sus costumbres jurídicas incluyen la pena de muerte?
Junto a los ecos de separatismo nacionalista y redentorismo marxista, resuenan temas feministas. Se decreta, por ejemplo, "la igualdad de la mujer indígena, su derecho a no ser violentada física, sexual ni económicamente, la equidad en su acceso a los medios de producción, la propiedad y el usufructo de la tierra, la libertad para decidir sobre su cuerpo". Propósitos admirables, sin duda, pero ¿qué pasará cuando entren en conflicto con las "tradiciones, usos y costumbres" que se invocan repetidamente en el documento? ¿Se piensa acaso que las comunidades indígenas de México son, o fueron alguna vez, una Arcadia del feminismo?
En términos políticos, se trata de inducir en México un problema de irredención similar al de los vascos o palestinos. En todos esos casos, los conflictos y diferencias son a tal grado abismales que vuelven pertinente hablar de "autodeterminación". No es la situación de México. Si algo caracteriza a nuestro pasado por oposición a la de esos pueblos y aún a países de América donde los indígenas fueron exterminados o puestos en reservaciones, es la dilatada convergencia llamada mestizaje. No sólo la demografía da cuenta de lo exitoso del proceso: también el lenguaje, la religión, la familia, los valores todos del mosaico mexicano. México ha sido el lugar histórico de una construcción hecha con manos y sensibilidades indígenas pero con conceptos y contenidos occidentales.
Esto no quiere decir que el destino fatal del indio sea o deba ser el mestizaje cultural. Lo que es preciso asegurar es el respeto a quienes quieran optar por ese camino, tan irrestricto como el que se debe a quienes prefieran permanecer fieles a sus usos y tradiciones. Visto así, el problema atañe más al régimen interno de las comunidades -a su tránsito del caciquismo a la democracia- que a su relación con "el exterior", asunto que parece obsesionar a los redactores.
Sin duda hay formas de autonomía cultural y administrativa que podrían y deberían funcionar en el caso mexicano. Pero antes de delinearlas (y mucho antes de aprobar autonomías territoriales que podrían volver al país un rompecabezas), sería bueno que los legisladores reflexionaran sobre la miserable condición de esas "regiones autónomas" que son las reservaciones indias en Estados Unidos. A pesar del subsidio sustancial que reciben, su aislamiento no se ha traducido en progreso y dignidad sino en alcoholismo, desánimo y suicido. Sólo algunas de ellas han salido adelante manejando sus propios complejos turísticos _parques de recreo, casinos_ pero el documento mexicano, tan prolijo en juridicismos, está penosamente ayuno de propuestas económicas, no se diga empresariales. Como si toda la riqueza fuese natural y toda actividad económica se redujera al trabajo del suelo y el rentismo del subsuelo (o de plano la utopía, con el uso de los satélites y el espacio aéreo).
El verdadero problema no está en imaginar 56 países "autodeterminados" sino en mejorar, con los recursos de la vida moderna, las miserables condiciones de la población premoderna. Temas vastísimos como la oferta pertinente (no corrupta, burocratizada o "solidarizada") de medios de producción y conocimiento que apoyen la vida práctica de las comunidades, la multiplicación del presupuesto de los municipios o la creación de empresas indígenas, no aparecen siquiera en las conclusiones. Es natural: huelen a palabras feas, como mercado, neoliberalismo, etc...
Prácticamente todos los indios son pobres, pero no todos los pobres son indios. Casi todos los mexicanos tienen un origen indígena, pero menos del 10 por ciento son indígenas. Las soluciones para los indios mexicanos pueden oponerse a los intereses legítimos de los mexicanos no indios, incluidos desde luego los no indios y pobres. ¿Cómo aliviar los agudos problemas sociales de México, acatando a las mayorías pero sin atropellar a las minorías? La solución no está en negar nuestra historia institucional para retrotraernos a un mapa de fueros y exclusividades. Sería tan absurdo como decretar la vuelta de la monarquía. La solución está en dar contenido pleno, entre todos los mexicanos, a las reglas de la división republicana, federal, municipal, y democrática del poder.
Reforma