Por un siglo democrático
De todas las ideas, ideologías y utopías sepultadas bajo los escombros del siglo XX, sólo quedó la más modesta, la democracia. No es un don predestinado a ciertos pueblos y vedado a otros: es una conquista abierta a todos. La democracia no se hereda: se construye, se trabaja. Si bien la democracia ha dado pasos extraordinarios en las últimas décadas, está lejos de ser el sistema predominante. Baste recordar que en China, el orbe islámico y buena parte del continente africano privan, en distinto grado, sistemas políticos totalitarios o autoritarios, satrapías tribales y tiranías fundamentalistas. Pero es allí donde la historia arroja lecciones y nos da la mano. Porque al repasar el avance de la democracia en los países que la han adoptado se advierte con claridad que (salvo la excepción de los Estados Unidos, país nacido de un pacto explícitamente democrático) todos los demás erraron el rumbo político hasta redescubrir y adoptar, con variantes diversas pero una misma esencia, la vieja fórmula de los griegos.
¿Quién, a mediados del siglo XX, concedía a España la posibilidad de convertirse en un país democrático? Sólo unos cuantos idealistas. Se decía que el tronco español y sus ramas iberoamericanas padecían la misma imposibilidad cultural, casi congénita, de adoptar la democracia. La historia los había llevado por un camino muy distinto. Cuando concluyeron las guerras de independencia, sorprende advertir los paralelos de su historia política, como si todos (metrópoli y colonias) compartieran una misma voluntad de volverse políticamente modernos y una misma dificultad para lograrlo.
A fines del siglo XIX, un autor describía la vida política española como un penoso sainete de simulación democrática perfectamente aplicable a México, no sólo en los tiempos de Porfirio Díaz sino durante la hegemonía del PRI: "la presión de la maquinaria oficial -escribía- era irresistible. Una madeja de leyes ponía al ciudadano a merced de subalternos que respondían con su carrera ante el Ministerio de Gobernación del éxito señalado de antemano en el reparto electoral. Caciques o hechura de caciques eran los alcaldes, regidores, jueces municipales... En la capital de cada provincia, la red era manejada por los respectivos diputados provinciales ... las verdaderas luchas electorales reñíanse en la Puerta del Sol." Cámbiese la Plaza Mayor de Madrid por el Zócalo de la ciudad de México, y la identidad es total.
Las desventuras democráticas no terminaron allí. La Revolución Mexicana fue un levantamiento contra una dictadura; la Guerra Civil Española, una sublevación militar contra un orden democrático. Pero ambas, en distinto grado, desembocaron en regímenes autoritarios. Parecía imposible que el caudillo y el PRI fueran mortales. Y no menos difícil e incierta parecía la respectiva transición a la democracia. Con todo, el milagro se dio, primero en España, en 1975, y un cuarto de siglo después en México. Pero la palabra "milagro" es inexacta: lo que ocurrió en España no fue un milagro sino un proceso de maduración. También en México la transición ha llegado, aunque falta un largo camino por recorrer en el arraigo de una cultura democrática. Con matices, el proceso es similar en casi toda América Latina. Hacia 1950, casi todas las naciones de la región vivían bajo gobiernos autoritarios. Medio siglo después, el panorama es alentador: salvo una isla detenida -o más bien secuestrada- en la historia (Cuba), todos los otros países, incluso el pobrísimo Haití, han adoptado el sistema democrático.
Nada asegura, por supuesto, que nuestras sociedades se mantengan abiertas. Los agudos contrastes sociales son caldo de cultivo para esa especie adulterada de la democracia que es la demagogia, sobre todo en su penosa variante latinoamericana, el populismo (el caso de Venezuela). La crisis económica y el descrédito de las clases políticas son el caldo de cultivo de la anarquía (el drama argentino). El poderío del narcotráfico ligado a la guerrilla precipita la descomposición social (la tragedia colombiana). La inseguridad en los campos y ciudades puede inducir en la población un estado de desánimo (México). Con todo, no se ve cómo puedan resurgir los gastados paradigmas de la historia latinoamericana. El Estado propietario y las economías cerradas, los gobiernos militares, las utopías milenaristas y las fiestas de los "Chivos", parecen haber pasado a la historia.
Para enterrar definitivamente a los fantasmas del pasado no hay recetas fáciles, pero no hay duda de que un contexto económico favorable puede ser decisivo. Aunque la responsabilidad mayor en este aspecto corresponde a los propios gobiernos, es innegable que los Estados Unidos y la Unión Europea tienen un papel central que jugar. Se necesita con urgencia un Tratado interamericano de libre comercio (que incluya, por supuesto, el levantamiento del embargo a Cuba). Similarmente, la Unión Europea debería reconocer su afinidad con América Latina (polo excéntrico de Occidente, pero Occidente al fin) y abrirse a sus mercados.
La consolidación de la democracia en Iberoamérica, su ejercicio eficaz en varios países del antiguo orbe soviético, y su adopción paulatina en algunos países de África nos dejan con dos incógnitas abismales. Una de ellas es China. Tal vez el capítulo de Tiananmen no esté cerrado y China pueda o deba liberar paulatinamente su régimen político. Mucho dependerá, creo, de lo que suceda con la aterradora reaparición, en nuestra época, de un extremo del fervor religioso que no se había visto en el mundo desde tiempos de las Cruzadas. En ese sentido, la pregunta obligada es otra, angustiosa, directa: ¿puede la democracia arraigar en los países árabes? Aunque condicionada por su falta de separación entre religión y política, la respuesta puede ser cautelosamente afirmativa. Viniendo de condiciones coloniales agudas, varios países africanos y latinoamericanos pudieron sacudirse sus gobiernos autoritarios y transitar a un régimen plural. Turquía es un ejemplo de lo posible. Irán mantiene cierta actividad democrática y hasta en los pequeños poblados de Afganistán comienzan a celebrarse elecciones. El establecimiento del Estado Palestino pasa por la reforma democrática de sus autoridades. En fin, las ideas universales de tolerancia y libertad individual pueden -si Occidente se lo propone- arraigar en las culturas más inhóspitas.
"El siglo XXI será religioso o no será", dijo Malraux. Ahora sabemos, con certeza, que el adjetivo era incorrecto: El siglo XXI será democrático, o no será.
Reforma