Llego a Caracas la mañana del 4 de diciembre. La chica de la aduana revisa mi pasaporte. A mi pregunta explícita responde sonriente, con el índice en los labios: “Shhh, estoy feliz.”
Es casi la medianoche del 26 de noviembre. Frente a la plaza de Wenceslao, al pie del Museo Nacional que con iluminación parece una obra de orfebrería, una brigada de estudiantes detiene nuestro auto.
Aduje las mejores razones para no ir: no quiero, no puedo. ¿A quién se le ocurre visitar Sudamérica en 1979? Por el mismo dinero es mil veces preferible ir a Europa.
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