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Tránsito por Sudamérica

Para Hugo Hiriart

Aduje las mejores razones para no ir: no quiero, no puedo. ¿A quién se le ocurre visitar Sudamérica en 1979? Por el mismo dinero es mil veces preferible ir a Europa. Pero Isabel tenía sus motivos. No olvidaba el viaje a Argentina en 1974, cuando Echeverría la empacó en el avión de redilas junto con la plana mayor de la intelectualidad mexicana. Por meses me pintó las maravillas del tango, los bifes de chorizo que le costeó el erario, los escaparates de la Calle Florida. Su Buenos Aires querido: tenía que volverlo a ver. Para ir a Chile la movía su tesis sobre la Unidad Popular: deseaba ver La Moneda, las calles donde habían transcurrido los sucesos leídos en no sé cuántas decenas de libros. Además, fuera de aquel viaje suyo, ninguno de los dos conocía América del Sur. Sus razones me convencieron y fuimos, limitados por un calendario muy justo y por un esquema que negociamos previamente. A Perú iríamos como turistas: a descansar, a distraernos y ver historia. Visitaríamos Chile y Argentina como representantes autonombrados de Vuelta, para entrevistar escritores y observar, aunque fuera superficialmente, la situación cultural y política. A Rio de Janeiro, nuestra última escala, la encontraríamos reponiéndose del carnaval.

Lima, jueves 1º de marzo

Cuando el maletero del aeropuerto de Lima se despidió solicitándome "un cigarro, mister", pensé que no hablamos salido de casa, idea que confirmó el taxista que nos llevó al hotel al pasarse con una meticulosidad mexicana todos los altos. Pero la cordialidad –la dulzura, casi–, de los peruanos que tratamos y su erudición sobre México fueron ya muestras claras de contraste. ¿Qué sabe el mexicano ensimismado del país sudamericano que nos es más allá histórica y aún racialmente? ¡Qué orgullo recibir a los nuevos árabes de América! –nos decían–, ¡qué espléndida regañada la de "Portillo" a Carter! Al día siguiente, nuestro moroso recorrido por el centro de Lima reveló aún más la presencia mexicana. En un expendio nos vinimos a enterar de que "Quico se separó del Chavo ": varios cines limeños exhibían viejas películas de Cantinflas: Buenhogar, y otras revistas mexicanas se vendían como pan y lo mismo en la catedral que en los tableros de los coches, junto a San Martín de Porres, otra trasnacional mexicana ostentaba su influencia; la Virgen de Guadalupe.

Creo que fue en la catedral, frente a la tumba de Pizarro, cuando para infortunio de Isabel empecé a sentirme filósofo de la historia. ¡Imagínate una estatua de Cortés en el Zócalo! Los peruanos han integrado mejor su historia virreinal, no han debido negarla como nosotros, o no a tal grado, pero ¿a qué costo? Luego de despacharnos con unos riquísimos anticuchos y contemplar los portentos de balconería tallada en madera que aún se conservan, fuimos al museo de arte erótico, didáctico lugar donde cada figurita probaba la salud peruana frente a la máscara mexicana: hasta a la muerte la representan aquí haciendo el amor, hay calaveras masturbadoras, calacas amando mujeres vivas. En cambio ¿dónde está nuestro arte erótico? Represiones precolombinas. Ya tarde, visitamos el museo del oro peruano, justificación instantánea del letargo español.

Cuzco, viernes 2

El vuelo a Cuzco me provoca un sopor que no ahuyenta el té de coca, el pisco sour y cuatro tazas de café. Como sonámbulo recorro la ciudad intacta del siglo XVI, construida sobre las ruinas de la antigua capital inca, a 4,000 metros sobre el nivel del mar y en un marco natural que en si mismo parece un argumento teológico. Ninguna de nuestras ciudades coloniales la iguala en pureza. Cuzco es, además, un santuario habitado que sus habitantes respetan: no hay contaminación visual o auditiva. (Cierto, tampoco hay muchos norteamericanos.) En el mercado, luego de admirar las iglesias, plazas, calles, retablos, sillerías, pinturas, púlpitos y claustros, observamos a los indios y creemos ver en ellos una actitud aún más dócil y quebrada que la del mexicano. El quechua, por lo menos el de los Andes, ha sido, quizá, un indio más aislado. Por días nos obsesionó el canto melancólico que entonaban a dúo un niño indígena de no más de cinco años y su abuelo.

Machu Picchu, sábado 3

El tren a Machu Picchu que sale en la madrugada zigzaguea interminablemente. Por fin sale del valle acompañado del Urubamba, anuente poderoso del Amazonas cuyas piruetas nos divierten todo el camino. En las montañas se distinguen, por momentos, las represas y la antigua ruta de los incas hacia su fortaleza. Nuestro guía exhibe un buen repertorio de chistes autolesivos: "el inca nuevo, es el inca-paz". En la estación de Machu Picchu, enclavada en la selva tropical, esperan varias camionetas que nos conducen por las rutas del salario del miedo hasta el pequeño hotel en la cima.

Nos asignan un nuevo guía, un rudísimo descendiente de Tupac Amaru que no tiene nada de melancólico y que toma con espíritu militar –aunque no sin amor y emoción– la encomienda. Repara en cada paso del laberinto, en cada escenario recrea, informa, actúa, inventa: "Esta es una de las verdaderas maravillas del mundo", exclama en algún momento, "si los mexicanos tuvieran una ciudad así, ¿se imaginan el jugo que le habrían sacado? De cualquier piedrita maya construyen una mitología". Nuestro buen Tupac tenía un concepto cuantitativo del arte precolombino. No podía ser de otro modo: Machu Picchu es, ante todo, un milagro de ingeniería, no sé si algún poeta ha podido describirla sin traicionarla. Neruda quizá. Lo que sí sé es que nadie podría representarlas visualmente de modo cabal. Es imposible fotografiar esa sensación solar y esférica. Uno se resiste a creer que es el hombre quien ha cincelado la montaña, que ha impuesto a la naturaleza la doma de una simetría. Pero los mayas no tuvieron un desafío menor: domar al cielo.

Lima, domingo 4. Tiempos históricos

Blanca Varela, linda mujer, espléndida poeta y empresaria, Fernando de Szyslo (Godi, pour les dames) y Mario Vargas Llosa nos invitan a cenar en uno de los cientos de restaurantes chinos de la ciudad. Jorge Edwards, casualmente de visita en el Perú, nos acompaña también. El tema previsible es la política peruana y sobre todo la posible alianza del APRA con los militares, algo que puede resultar semejante a un PRI peruano. No puedo evitar la idea trivial de que Perú vive un retraso histórico en relación a México: Velasco Alvarado impuso ciertas medidas cardenistas: ahora se discurre la creación de un partido único o preponderante; la estratificación social parece todavía más rígida que la nuestra. El culto a la personalidad de Haya de la Torre (una esperanza a sus 84 años) y el recurso político de avivar rescoldos de la Guerra del Pacífico (1879) parecen, igualmente, signos de anacronismo. Isabel me previene contra la imaginería histórica: México es más rico que Perú, más plural, pero no lo aventaja demasiado políticamente: nuestra prensa es más libre pero no usa con profesionalismo su libertad: el sistema electoral peruano, con todos sus vicios, parece más auténtico.

Ha sido un crimen dedicar solamente cuatro días a Perú. El amanecer en Machu Picchu y el barroco de Cuzco merecían, cuando menos, una semana. Al revisar nuestros apuntes advertimos la insistente comparación de todo lo peruano con México. Miopía turística. Pero ¿quién resiste un espejo nuevo, una imagen diferente?

Santiago de Chile, lunes 5 a miércoles 7

Llegamos a Pudahuel en actitud de "somos mexicanos y qué". A la primera sugerencia del uniformado en la aduana sobre el contenido de mi maleta le respondo como gallero de Jalisco. Para nuestra sorpresa, no ocurre nada heroico. Ya en el hotel, los incrédulos botones que seguramente llevaban años sin saber lo que es un turista nos instruyen de inmediato: allí enfrente es La Moneda donde mataron a Allende. Un letrero anuncia que el edificio está –¡a seis años del golpe!– en reparación. Pinochet no quiere saber nada de fantasmas.

Recorremos algunas calles del centro. Las poquísimas librerías exhiben best sellers gringos y libros de esotérica. El Mercurio anuncia que "Su Excelencia" (Pinochet) presentará ese día un proyecto de reforma educativa: una hojeada rápida a la famosa reforma nos hace pensar en las academias Vázquez generalizadas. Los edificios de la Belle Epoque tienen su encanto, pero nosotros no vinimos a hacer turismo ni a ver arquitectura. El Congreso también está "en reparación" y no se nos permite la entrada. Ante un espectáculo de reparación tan general decidimos entrar a un cine: Doña Flor y sus dos Maridos, película brasileña debidamente censurada –o reparada– por las autoridades.

Lunes 5. Un Chicago boy

Esa noche tuvimos una experiencia macabra. Nos invita a cenar Sergio L., pariente lejano –lo juro– de Isabel. Al cruzar las primeras palabras sobre el "suicidio" de Allende me doy cuenta de que el amigo está a la derecha de Pinochet por lo que asumo una postura de inocencia bobamente inquisitiva. Comienza a pintar el "milagro" de la economía chilena: se abate la inflación, se mejoran notablemente las balanzas de pagos y comercial, crecen las reservas de granos y divisas. La obra "maravillosa" de 1os Chicago Boys. "Claro, hay desempleo, hay pobreza, pero los carabineros se encargan de recoger a los mendigos y darles cristiano alojamiento por las noches". Pinochet tiene "carisma" (si bien es cierto, tercia la mujer, que es “un poco roto"). La gente lo quiere. A los obreros les habla con dureza: "se las verán conmigo" y en el campo acabó con esas "payasadas" de la reforma agraria: "Las tierras se devuelven a sus dueños, el que no es eficiente desaparece".

El tema del día es la posible guerra con Argentina: "Les ganaríamos fácilmente, tenemos el mejor ejército de América Latina, la marina mejor, los haríamos pedazos a menos que decidieran invadirnos en masa a través de los Andes (se ríe). Y también a esos 'cholos' cobardes. Nos quedamos con Arica en la Guerra del Pacífico y todavía la están llorando, pero aquí hemos discurrido la gran idea: los oficiales que patrullan ahora esa región llevan al cinto los mismos cuchillos con que hace cien años los abríamos en canal (hace el ademán de abrir en canal). Nos siguen temiendo. Aquí hay respeto a la autoridad, hay orgullo militar".

La política, nos instruye, sigue siendo el deporte nacional. Pero los chilenos preferimos "el orden a las elecciones". "Pregunta en la calle, libremente, y verás que la gente quiere a Pinochet, no se diga a la esposa: las mujeres (las caceroleras, pienso) la adoran" (aunque, vuelve a terciar su mujer, es "un poco rota"). Por fin el postre: los objetivos internacionales de Chile son disolver la "injusta" comisión especial de la ONU y rogar al cielo que Carter desaparezca del mapa y que Kennedy encuentre el mismo destino que sus hermanos.

Mientras Sergio acelera su auto por temor a que la autoridad lo sorprenda circulando después del toque de queda y le provea de un "cristiano alojamiento", pienso que su candidato natural para la Casa Blanca debe ser Pinochet o, en su defecto, un Ku-Klux-Klan. ¿No crees que tu pariente es un fascista "un poco roto"?

Martes 6. Literatura y silencio

S. es uno de los escritores importantes de Chile, Nos citamos en el comedor del hotel. Al saludarnos adelanta una súplica: advertir a Octavio Paz, a Cortázar, a Vargas Llosa, que El Mercurio los ostenta cada semana como editorialistas propios sin mencionar a la agencia distribuidora (EFE), lo cual legitima al régimen y causa desazón en la "poca gente que queda en Chile". Inquieto, sombrío, irónico por momentos, S. no deja de voltear a los lados para ver si alguien nos espía. Había apoyado sin cortapisas a "aquel país" (el nombre de Cuba le parece impronunciable en ese sitio) pero el caso Padilla y la actitud de Castro durante la invasión a Checoslovaquia lo distanciaron de la vía cubana. Cuando Allende subió al poder, S. estuvo con la Unidad Popular como nadie medianamente democrático podía dejar de estarlo, pero desde un principio reprobó la revolución cultural que muchos intelectuales propugnaron desde el poder. Se sentía –dice S.– una tendencia autoritaria, un desdén por la llamada "cultura de opinión". Abundaban los "fanáticos y conversos" para quienes lo importante no era "la verdad sino los objetivos". El ejemplo más acabado fue Mattelart, "el hiperteórico belga de la ultrarrevolución, con boleto belga de regreso, abierto por si algo pudiera ocurrir". Para ellos, S. no era más que un "liberaloide podrido".

El panorama de pobreza cultural que nos pinta confirma la impresión del día anterior: el libro se ha vuelto un artículo de lujo sobre cuya producción y distribución se ejerce una censura feroz. Las manifestaciones críticas que pasan por el arte y que hasta ese momento habían resonado un poco más, eran algunas obras de teatro, en especial "Hojas de Parra", escenificada por el grupo la Feria en una carpa. En ella se satirizaba al régimen con textos de Nicanor Parra. El lugar se convirtió en sitio de reunión de sectores intelectuales opuestos al gobierno y Pinochet decidió quemarlo. Otra forma del arte disidente pasa por las artes plásticas, pero sería engañoso imaginar que en Chile existe hoy una simiente de organización: sólo existen respuestas individuales.

La respuesta más torturada, la más difícil, la que toca más de cerca a S. ha surgido en la literatura. A ella no llegan, según piensa S., los chilenos del exilio: "¿Cuál es el costo de lo que escriben los de afuera? Todos quieren hacer la gran novela del golpe" e inventar una epopeya que justifique su situación personal: “'Corría la sangre por las calles', escribe uno que no vio ni una mancha de sangre en su camisa y que salió, seguramente, para dejar a la esposa o burlar a los acreedores". Pienso que exagera y se lo digo, pero S. cree que muchos intelectuales chilenos en el exilio propenden a una literatura fácil en medio de una vida no muy difícil. La mayoría no puede volver, insisto, pero aunque S. lo acepta no concede que esa situación les confiera ninguna superioridad moral sobre los que padecen al régimen desde dentro y mucho menos justifica el uso de ella para construir una literatura menor. Frente a la opresión –es el mensaje de S.– la literatura tiene el imperativo de expresar la realidad (sicológica, social). Un cometido más difícil, más importante, más sutil que el de lamentarla. Yo pienso que el exilio no impide el surgimiento de una literatura auténtica y si juzgamos por la experiencia mexicana es quizá una bendición. En todo caso, tan injusto es S. con muchos intelectuales exilados como éstos lo son con "la poca gente que queda en Chile", a cuyos afanes se les niega todo sentido.

El único y valiosísimo órgano en el que se ejerce: la libertad de expresión en Chile (la libertad en manos de la Iglesia) es la revista Mensaje. Una publicación así es inimaginable en Argentina, donde la Iglesia es débil y apoya al régimen.Leerla es una bocanada de aire: testimonios sobre la tortura, editoriales contra el modelo económico; denuncias de la represión, del control de comunicación, intervención en las fábricas y universidades; crítica al estado de emergencia indefinido; buenos comentarios internacionales, ensayos sociopolíticos de fondo, una sección cultural todo lo rica que puede ser y otra de correspondencia, casi siempre anónima, todo lo valiente que puede ser.

En Mensaje (enero-febrero de 1979) leemos un artículo revelador que nos complementa las ideas de S.: "Escritura y silenciamiento" de Adriana Valdés. Su objeto: recordar a la crítica latinoamericana que a pesar de la dictadura, en Chile sigue existiendo una literatura que no escapa a la realidad, que no tiene complacencia con el régimen y lo enfrenta de un modo tan subversivo como la mejor literatura del exilio. Una literatura en clave: la palabra ha sabido sobrevivir al silenciamiento. Valdés analiza tres obras que lo atestiguan. En la primera, Dulces chilenos de Guillermo Blanco, la supervivencia se da a través de:

la parquedad del lenguaje, la tristeza y pequeñez de los ambientes, la obsesiva y ocultada culpa, la vejez que busca destruir a los demás a imagen y semejanza de su propia autodestrucción ...

Se trata de un texto que contradice las euforias del discurso estatal dando cuenta del "autismo pobre", del aislamiento y la pequeñez en que ha caído la vida cultural chilena. En otro texto cuyo héroe es un personaje inventado por Enrique Lihn y Germán Marín: don Gerardo de Pompier, Valdés encuentra un fósil, una momia parlante que simboliza el discurso oficial, "una caricatura de la palabra". En el último libro, un inédito de Raúl Zurita, hay algo más sorprendente: "una sensación de extrañeza con respecto a la palabra como medio", clave que nos hace pensar en la famosa frase de Teodoro Adorno sobre la barbarie que significa escribir un poema después de Auschwitz.

... es un libro que parte de lo arrasado, de lo agostado, de lo mínimo: su palabra busca eximirse de toda connotación "poética", "reminiscente". Se recurre a la gráfica: se reemplazan, en un poema, todas las palabras por pequeños dibujitos: se incluye la realidad sin mediatizar, la fotografía de carnet, el diagnóstico clínico, el electroencefalograma ... Destruido el lugar de la persona, arrasada la persona por un cataclismo innominado cuya magnitud sólo se percibe por sus efectos, el obsesivo orden ... parece un ritual de protección contra un caos que tiende a reaparecer. Entre un sujeto amenazado de inexistencia y la sociedad que lo amenaza de inexistencia, los poemas son las huellas voluntarias y obsesivas de que efectivamente se existe.

Respuestas literarias al silencio, al miedo: el lector sabe; el autor sabe que el lector sabe. Rebasar ese coto estrecho es quizá incurrir en el panfleto, la obviedad, la delación. "Propongo, escribe Valdés, una lectura que capte las heridas y recubrimientos que percibo en esa escritura, que sea capaz de asimilar las formas monstruosas que nuestros destinos han tomado para sobrevivir (Donoso)”. Su artículo pide una mayor comprensión para la palabra creadora en Chile, porque está convencida de que en ella hay cifras para entender una experiencia colectiva cuya complejidad no ha podido asimilarse.

Miércoles 7. Un sociólogo optimista

Manuel Antonio Garretón es un sociólogo cuya seriedad parece desmentida por su apariencia de muchacho travieso. Fue discípulo de Alan Touraine, dirigió el Centro de Estudios de la Realidad Nacional durante los años de Allende y hoy trabaja en FLACSO. Nos sorprende un poco su optimismo: creían que no se podía hacer nada en Chile: todo el que sale piensa en el Apocalipsis, pero no es verdad. Claro, no se puede pedir democracia, es decir, contacto con estudiantes, etc.… pero comienza a existir un poco de tolerancia. Mientras los intelectuales no militemos políticamente el gobierno nos deja en paz. Esto tiene la consecuencia inevitable del aislamiento: nos leemos a nosotros mismos, pero ya irán cambiando estas cosas. Por lo pronto nuestros objetivos académicos son la revisión del periodo 1970-1973 desde una perspectiva crítica y la propuesta de alternativas. Trabajamos sin datos empíricos, sin cifras y con la angustia de preguntarnos si nuestro trabajo cambia en algo las cosas. Pero aun así, el mundo sigue. Es preciso que exista una mayor comunicación entre los chilenos de afuera y dentro, apoyar los huecos, no cerrarlos, plantear lo que es históricamente posible. La existencia de Mensaje, el paraguas de la Iglesia que organiza círculos de sociólogos y charlas, son ámbitos que se le han arrebatado al gobierno. Cierto, se ejerce una censura bárbara, las revistas y publicaciones del extranjero son violadas sistemáticamente o nunca llegan. Además, para colmo, la comunicación del intelectual o el artista con la sociedad es mínima (hace muy poco el gobierno negó su permiso para un festival que reuniría unas diez mil personas). Con todo, creo que 1979 será un año de cambios: se quedarán aislados si no abren el sistema, si no buscan ciertas reivindicaciones sociales, una base de legitimidad. Tendrá que cambiar "todo eso y, consecuentemente, el modelo económico excluyente que a través de la pauperización general y la reconstitución de grandes empresarios –el estado en subasta– parece un intento de refundar la sociedad.

Tres actitudes: el Chicago boy, el intelectual y el académico. Al dejar Chile, Isabel y yo preferimos recordarlas con optimismo. La soberbia del primero ocultaba un miedo a los fantasmas, el temor de que todas las "reparaciones" sean insuficientes, se acabe el orden de los sepulcros y vuelva la libertad. La actitud del tercero tenía alguna justificación: los cotos arrancados al poder no son nunca despreciables. La conciencia solitaria del intelectual advertía de otra supervivencia: la de la literatura. Paranoia, poderes alternativos, respuestas literarias. Todo ello, aunado a fuerzas históricas profundas, a costumbres políticas que no pueden borrarse de un golpe y sobre todo a la presión internacional que debe ejercer el país del exilio, nos sugería que el actual proceso chileno podría no ser irreversible. La historia chilena merece otro letrero: "el reparador ha sido reparado".

Buenos Aires, 7 al 12 de marzo

Nuestro primer contacto con Argentina ocurrió en Machu Picchu. Se llamaba Vicente Fortunato, viejo empleado de unos sesenta años, afable y ceremonioso hasta la melcocha, turista más inexperto, si cabe, que nosotros. Pasamos horas con él por los laberintos de "la ciudad perdida" y celebrando sus expresiones que desde entonces tuvimos por típicamente argentinas: no menos de unas cincuenta veces, don Fortu repitió estas fórmulas: colosaaal", "pero esto es una locuura", "pero mire señora, es que esto parece mentiiira". Para decir "mucho" nuestro amigo decía "cualquier cantidad".

Llegamos a Ezeiza con el prejuicio que nos plantó don Fortu: confundir lo argentino con la inflación, y no reparamos más que en aquellas minucias económicas y dialectales que lo confirmaban. Al aterrizar el avión de Aerolíneas Argentinas, los pasajeros vociferantes aplaudieron unánimemente. "Es una vieja costumbre argentina", comentó mi compañero de vuelo. A nosotros nos pareció una extravagancia. Recordamos al unísono aquella definición de "ego": "el argentinito que todos llevamos dentro". El costo del taxi medido en todos los ceros apoyó nuestra "hipótesis", pero un breve paseo por la ciudad de Buenos Aires logró, casi, desmentirla.

Jueves 8

Buenos Aires es una gran ciudad, no un simulacro de grandeza. El trayecto desde el aeropuerto deja la impresión de una holgura ecológica comparable, digamos, a la canadiense. Y luego el centro de la ciudad: la plaza inmensa rodeada de edificios fin de siglo, con esa arquitectura Art Nouveau que tan poco prendió en México. Parques y avenidas en donde se puede caminar. La gente hermosa y elegante de la Calle Florida. Una ciudad europea que no ha sufrido, en apariencia, ese deterioro general de las urbes que pauperiza el centro y expulsa a la clase media y la burguesía hacia la periferia. Luego supimos que en Buenos Aires abundan las zonas de pobreza y nos enteramos con algún detalle del terror político que oculta esa imagen de civilización, esa vastedad natural.

Nos hemos instalado estratégicamente en la misma calle de Maipú donde vive Borges, en un simpático hotelito llamado "Gran Hotel Doré". Marco su teléfono y me escudo tras el nombre y los saludos de Octavio Paz. Nos cita para la mañana siguiente. Por la noche ojeamos La Nación, cuya página internacional nos impresiona. Su sección nacional es detestable. Empezamos a sentir la ausencia de una dimensión en la vida argentina. Se presentaban óperas, conciertos, obras de teatro pero todo bajo el denominador común de la inocuidad. Lo mismo sucede con los suplementos culturales y las librerías: a los argentinos se les ha amputado la libertad política y la temperatura cultural lo delata: todo parece añejo, petrificado, herencia de otro tiempo.

Viernes 9. Borges

De nada de esto hablamos con Borges, Era seguro su desacuerdo con ese panorama: en Argentina viven Bioy Casares, José Bianco, Alberto Girri, Silvina Ocampo y tantos otros escritores de primer orden que hablar de decadencia cultural parece una tontería. Nos recibe en su pequeña sala. Quizá para distinguir nuestras siluetas se sienta frente a nosotros de cara al ventanal luminoso que da a Maipú. Pregunta si se publicó ya el poema que le dio a Octavio Paz en México: "Dígame, ¿salió con alguna errata?". No. "Lástima: mi única esperanza son las erratas". Cuando Alfonso Reyes publicó un libro de poemas en el que abundaban –recuerda Borges– Enrique Díez Canedo comentó que Reyes había publicado "'un libro de erratas con algunos versos'... Las erratas duelen cuando se las descubre, son como mosquitos, como picaduras dolorosas, pero le importan sólo al autor. El lector sabe, con resignación, que leerá de todos modos una insensatez".

A su regreso de México en noviembre de 1978, Borges dijo que los mexicanos vivíamos inmersos "en la contemplación de la discordia de nuestro pasado". Le pido que explique mejor lo que quiso decir y me contesta como merezco: "No sé, eso le corresponde a usted saberlo". Pero el tema mexicano lo lleva a uno de sus mundos: el de la bravura, el del valor físico. Sus anécdotas son esbozos de cuentos cuyo personaje central es siempre un indio: un jefe charrúa que por años combatió junto con el general Rivera presencia el degüello de sus hermanos indígenas en una comida dispuesta por el propio Rivera. Antes de ser él mismo degollado, el charrúa pronuncia sólo tres palabras: "Cristiano matando amigo". El gerundio –dice Borges– es perfecto. Otro indio llamado Payé robaba en las estancias de Buenos Aires. Es herido y sabe que va a morir: "Máte, capitanejo, fueron sus últimas palabras, Payé sabe morir".

En la mitología borgiana del valor físico, los cuchilleros son, como se sabe, personajes arquetípicos. Él mismo conoció varios cuchilleros jubilados de quienes pudo aprender cierta ética de la muerte. El buen cuchillero, nos explica, escondía su arma, jamás la pavoneaba: sólo el bultito podía delatarlo. En esto no había disimulo: si se le sacaba era para matar. La presencia auténtica del peligro obligaba al cuchillero a ser cortés; "he conocido maleantes corteses", dice Borges. De alguno de ellos escuché-esta frase: "Hay dos cosas que un hombre no debe permitirse: amenazar y dejarse amenazar". Sobre la distinción de matar y morir con un cuchillo o con una pistola, de la paulatina suplantación del valor físico por el cálculo, Borges nos habla también: "En las sociedades primitivas todos tenían que ser valientes. Luego surgen los astutos que tienen valientes que luchan por ellos".

Uno de esos astutos fue Perón, por quien siente Borges un "odio contemporáneo". Perón era cobarde –dice Borges– y el exilio no lo mejoró. En una situación difícil sacó un revólver de su escritorio: "Ché –dijo alguno de sus subordinados–, pero ¿vos con una pistola?". Perón se avergonzó y guardó el arma: sabía que no la podía usar. En otra ocasión se quería cambiar el nombre de la ciudad de La Plata por el de "Evita Perón". Se habló mucho hasta que un diputado propuso que era inútil tanta discusión: "¿Por qué no ponerle, en vez de Eva Perón o La Plata, La Pluta?". Había un cinismo tal que hasta a Perón le dio risa.

Sus historias de la extravagancia argentina son deliciosas: "Nadie es católico en Argentina pero todos deben simular serlo." Usted pregunta ¿Es usted católico? Sí, claro. ¿Cree usted en la Santísima Trinidad? Pero no, hombre, si no estoy loco". "Mi padre decía que el catecismo ha sido reemplazado por la historia argentina". "Ese acto de fe" que significa ser o sentirse argentino, ha tenido sus extremos: "Para mi abuela los españoles eran los bárbaros, los godos... Cuando la Infanta Isabel de Borbón llegó a Buenos Aires, una señora dijo: 'La Infanta habla como gallega'... sólo las cocineras hablan así... La Infanta, por lo visto, debería hablar como argentina".

De la historia del país no quiere hablar: "No la entiendo ni simulo entenderla. Además, me duele mucho". El gobierno de Videla "es el único posible" pero Borges se siente "muy lejos de él" y más en los momentos en que se habla de una posible guerra con Chile: "Ahora resulta que la Isla de los Pingüinos se ha vuelto un artículo de primera necesidad... (que en ella) nos va el honor nacional ... ¡Será el honor de los cartógrafos." Su visión del mundo actual es sombría pero no por el despliegue internacional de fuerza sino... de debilidad: "Qué vamos a hacer con dos potencias líderes tan blandas como Rusia y Estados Unidos, sobre todo Estados Unidos, esclavos voluntarios del American way of life, conjunto de costumbres cotidianas detestables". Nos pregunta si vamos a Brasil y nos advierte contra Sao Paulo con una frase que Faulkner pronunció desde algún rascacielos de esa ciudad: "I don't like Chicago". Para terminar hablamos brevemente de revistas literarias. Borges nos regala su definición: "La única manera de hacer una revista es que unos jóvenes amen u odien algo con pasión. Lo otro es una antología".

A pesar de su humor, de su cordialidad y modestia, no dejamos de sentir, al cerrar la puerta, que abandonamos un santuario. Borges, afortunadamente, es Borges.

Sábado 10. Bianco

Con José Bianco pasamos la tarde conversando y tomando té. Era la primera vez que lo veíamos y quizá por eso no advertimos claramente su tristeza y debilidad: acababa de pasar una crisis cardiaca y algo más doloroso para él: la muerte de Victoria Ocampo. Nuestra intención original, como con Borges, era pedirle que hablara un poco for the record, pero bastaron las primeras palabras para que entendiésemos que las amistades mutuas invalidaban la solemnidad de una entrevista. Hablamos de nosotros y de Vuelta. Le exhibimos, sin demasiado rubor, nuestra ignorancia. Sentíamos que nuestra presencia lo alegraba. Pepe –lo llamo así porque nos hicimos amigos– se animaba y hacía planes para desvelarnos fuera esa noche, planes que no cumplió. Compartimos anécdotas, historias y un sabroso small talk sobre la canalla literaria.

Al referirse a su propia vida, a viajes y amigos, Pepe los relaciona casi instintivamente con Victoria Ocampo: "¿Aquello fue antes o después de separarme de Victoria?" Aunque ambos se frecuentaban poco a últimas fechas, seguían tan cerca como en los años de Sur. "Victoria, nos dice, estaba siempre del lado de las causas justas… Uno podía contar con ella". De estos momentos de tristeza que quiso compartir con nosotros salía siempre con algún juego literario. Sobre su escritorio había un suplemento Sábado en el que alguien hacía referencia a "la virtud de la indignación". Pepe nos pregunta, indignado: “¿Ustedes creen que la indignación es un valor?" Isabel contestó negativamente: podía escribirse todo un tratado de la forma en que las manifestaciones externas y sentimentales de la moral perjudican la verdadera obra moral, pero Pepe acorta el camino con un párrafo de Why I am not a Christian en el que Russell prefiere la tolerancia de Sócrates a la furia vengativa de Cristo, la sabiduría a la indignación.

Borges nos había regalado algo de su anecdotario estoico, Pepe hizo lo mismo con el epicúreo: la voluptuosa historia de Lady Victoria Sackville West; el viejo Tolstoi, mujic aristócrata, más aristócrata vestido como mujic, confesándole a Gorki, hacia el final de su vida, que sexualmente habla sido "insaciable". Pero lo extraordinario que entrevimos en Pepe no está en sus anécdotas. Está en él mismo: práctica la amistad con la misma delicadeza, claridad, espíritu lúdico y rigor moral con que hace su literatura.

Sábado 10, noche. Desaparecidos

Cena de amigos en casa de Julio. Un sociólogo nos explica por qué se concentró la población en el área porteña. A Argentina, por lo visto, le pasó lo que al "señorito satisfecho" del que habla Ortega en La rebelión de las masas: su problema es la riqueza. Alguien divaga sobre la identidad parcial, indefinida, del argentino. Isabel me comenta que Argentina paga el costo de haber nacido, sin historia, en el Siglo XIX. Julio se impacienta de tanta metafísica: "Aquí no morís, ché, aquí desapareces". Entendemos por qué vive aterrado. Nos informa de los 16,000 desaparecidos, de los cuerpos mutilados que han "sido arrojados al Río de la Plata o cremados por las noches en el cementerio de Chacarita. La S.S. no lo hacía mejor. Nos cuenta el efecto en ondas del terror (desaparece el sospechoso, los sospechosos de haberlo ayudado, los que tenían conexiones legales o profesionales con él, los amigos y así círculos más amplios y lejanos de víctima original). La tortura en Argentina se ha burocratizado en cuanto a que ocurre de manen similar en regiones distintas, pero no en el sentido de responder a una lógica previsible. La incertidumbre de los parientes de las víctimas es doble: ignoran de dónde llega la orden y no tienen siquiera el derecho a la resignación.

La cena en casa de Julio transcurre en una atmósfera de tensión. Alguien aconseja bajar la voz: “Tenés vecinos”. Otro piensa que la situación no es tan mala. “No me jodás, ché, –exclama Julio– este país está hundido, no hay salida, Argentina es un país de miércoles”.

Al día siguiente un mesero nos confesó algo similar aunque dicho de un modo ligeramente distinto: “Este es un lindo país que no nos merecemos”.

Domingo 11. Sábado

Hubiéramos querido ver a Girri, a Bioy Casares, a Olga Orozco. En casa de Pepe conocimos a Juan José Hernández. Pero sólo disponíamos de un día para recorrer algo más de Buenos Aires y peregrinar –es la palabra justa– hasta la casa de Ernesto Sábato. De lo primero no hubo mucho: un paseo por el barrio de San Telmo, unos bifes de leyenda y una noche de tango y bandoneón en “El viejo almacén”, sitio histórico que las autoridades “desaparecían” meses más tarde. Hacia el mediodía tomamos un taxi hacia “Santos lugares”, que así se llama la calle de los suburbios en que vive Sábato.

Yo conservaba la imagen, extraída de algún programa de televisión, de un Sábato malhumorado. La realidad es distinta: tiene un humor espléndido. Pero su inteligente conversaciónn tiene otro rasgo distintivo: la fuerza. Lo que dice Sábato tiene el aliento, la dimensión, la autoridad de una profecía. Pocos intelectuales latinoamericanos han pasado por una experiencia como la suya: siendo doctor en Física en París, se desencantó de la Ciencia “a favor del hombre concreto”. En los mismos años treinta Sábato militó activamente en el Partido Comunista, pero descreyó también de esa ruta “a favor de la democracia”. Sus últimas estaciones fueron el surrealismo y el existencialismo y a ambas las abandonó también sin desembocar, cosa extraña, en el nihilismo.

En la plática nos despliega el panorama pesimista de la civilización occidental que luego leeremos en uno de sus libros, Hombres y engranajes, cuya primera edición de 1951 fue atacada de tal modo que Sábato decidió retirarla. El epígrafe del libro, extraído de una obra de Chestov, es el tema de Sábato con nosotros:

¡La historia de la transformación de las convicciones! ¿Existe, acaso, en todo el dominio de la literatura, historia alguna de interés más palpitante?

Nos recuerda autores que influyeron en la primera postguerra y que hoy deberíamos rescatar: Chestov (a quien Camus cita tanto en El mito de Sísifo), Berdiaeff, Max Scheler y Martin Buber. Nos habla de antropología filosófica, de la superstición de la Ciencia, la ilusión del progreso, la tecnolatría, la necesidad (la oportunidad) de que los países latinoamericanos con pasado indígena y español profundo, finquen su vida en la pequeña comunidad parroquial, en los últimos estratos de su mentalidad.

Mientras lo escucho hago un inventario mínimo de resonancias: Orwell desde luego; la idea weberiana de la racionalización; La rebelión de las masas; el desencanto de Koestler. Pero Sábato debe poco a estos autores y libros. Se atrevió a disentir por su cuenta y riesgo, en español, y no en 1979, cuando la decepción del progreso, la Razón y los sueños del siglo XIX es casi un lugar común en Europa, sino treinta años antes. Sostener el desencanto a través de épocas dogmáticas es una herejía difícil, pero es una herejía que está en la naturaleza misma del auténtico intelectual. Sábato la sigue practicando desde sus Santos lugares.

Supongo que en otras circunstancias nuestro tránsito por Argentina habría sido distinto, pero en la situación actual no compramos siquiera un mapa de la ciudad: hasta el paisaje nos parecía cómplice. Ejercimos, como en Chile, un contraturismo, un inocente turismo de protesta limitado a un repertorio mínimo de experiencias: quisimos atestiguar la destrucción y la supervivencia, escuchar sólo las voces de la nostalgia, conocer a las gentes cuya obra y actitud separa al país de la barbarie.

Río de Janeiro, lunes 12 al sábado 17

Tangas, samba, bebidas “chípicas” en el Bar Concord de Ipanema, seis goles del Flamengo en Maracaná. Días de venganza contra el calvinismo turístico. Pero esa es otra crónica para otra revista, que por lo menos yo –no sé si Isabel– omitiré.

Vuelta, núm. 36

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01 noviembre 1979