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Un guardián de la cultura

No quiero dejar pasar más tiempo sin recordar a Fausto Vega y Gómez, fallecido en mayo del año pasado. Menos ahora que atravesamos por una época de descomposición moral en la que hacen falta figuras como él. Por cerca de tres décadas fue secretario de El Colegio Nacional. Comencé a tratarlo a raíz de mi ingreso a esa institución. Aunque conversábamos en los almuerzos posteriores a las juntas de consejo, sentí conocerlo mejor en una comida con directivos del Canal Judicial. Se trataba de discutir los detalles de un convenio para producir programas sobre las actividades y los miembros de nuestro colegio.

Aquel fue un eco fugaz de la bohemia literaria de los años cuarenta. Llegamos al Centro Castellano (elegido por él) a las 2 p.m. Fausto, risueño siempre, presidió la ceremonia. Como dirigiendo una sinfonía, ordenó cada tiempo cuidadosamente deteniéndose sobre todo en los vinos: "este Rioja es buenísimo, y este Duero, aún mejor". A eso de las seis hice el ademán de despedirme. Fausto quedó absolutamente desconcertado: ¿cómo que te vas? ¡Pero si apenas estamos comenzando!

Nadie se emborrachó aquella tarde. Lo importante era el ágape, comer y beber con amigos para conversar. Fausto estaba feliz. Narró anécdotas deliciosas, deslizó algunos chismes del ayer, hizo un recuento de las joyas que atesora el Colegio: las conferencias grabadas, las imágenes y transcripciones, la biblioteca con las obras completas de todos los miembros, la pinacoteca con los retratos de los fallecidos. Elogió la reconstrucción que hizo Teodoro González de León, convirtiendo al edificio de nuestro colegio en uno de los más bellos y apacibles espacios del Centro Histórico.

Se sentía depositario de un legado histórico. En su austera oficina me contó cómo de joven solía ir en peregrinación a El Colegio Nacional con sus amigos más cercanos para escuchar a Diego Rivera, Antonio Caso y José Vasconcelos. Solía hablar con afecto de los vivos, cuya obra valoraba porque la conocía de verdad. Con un personal exiguo se ocupaba de conseguir fondos, formular la orden del día, cumplir las resoluciones de las diversas comisiones (memoria, difusión, imprenta, gobierno, finanzas y demás), integrar expedientes de candidatos, organizar y promover las conferencias, etc.

Solo después de su muerte (cerca de cumplir los 93 años de edad) supe algo de sus orígenes y juventud. Había nacido en Córdoba, hijo de un magistrado cultísimo que poseía una excelente biblioteca. Estudió en San Ildefonso, en la Facultad de Filosofía y Letras y en la de Leyes, se ganó la vida en la Secretaría de Hacienda y en la Imprenta Universitaria. Hacia los años ochenta enfrentó una tragedia. Hugo Hiriart -su sobrino político- me la refirió. Por décadas había trabajado en una ambiciosa novela situada en la Decena Trágica: la historia de un oscuro empleado que por azar descubre la conjura contra Madero. Fausto vivía por el rumbo de Río Churubusco y un día el caudal desbordado lo destruyó todo, la biblioteca de 12,000 volúmenes heredada del padre y la novela de su vida. No tuvo ánimos para reconstruirla. Por gestiones de don Antonio Gómez Robledo y Jaime García Terrés, se incorporó a El Colegio Nacional.

El triste dato de aquella novela (más triste porque Fausto escribía muy bien) me suscitó una reflexión sobre su lugar en el árbol de la cultura mexicana. Aunque perteneció al famoso Grupo Hiperión (que siguiendo las enseñanzas de José Gaos buscó una "filosofía de lo mexicano"), su vocación fluctuaba entre la filosofía (como Villoro, Guerra, Portilla y Uranga) y la literatura (como Garibay, Hernández Campos, Bonifaz Nuño, sus amigos íntimos). A unos los acogió la Academia, a otros el servicio público, la política y el periodismo. Muchos se malograron. Fausto, que valoraba los libros y la vida, quedó en vilo. No publicó, pero profesó la literatura filosófica dentro y fuera del aula. Fue una rama entre generaciones.

Los maestros de El Colegio Nacional eligen democráticamente a los nuevos miembros. El único criterio que debe privar es el mérito individual, juzgado por el pleno en votación secreta. Fausto, que no votaba, lo tomaba muy en serio y por eso se empeñaba en conocer la obra de candidatos potenciales, sobre todo escritores y artistas. Sus opiniones sobre el tema eran firmes y fundamentadas.

Lo evoco ahora sentado discretamente en las conferencias. Como el alumno que fue en su juventud. Fue el guardián de una magna institución a la que sirvió con eficacia y lealtad.

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