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Una modesta utopía

Los mexicanos somos despiadados con nuestros errores e indiferentes con nuestros aciertos. A unos días de las elecciones del 2 de julio, vale la pena hacer un alto en el camino e intentar, por una vez, no el vasto recuento de lo que nos falta sino el inventario de lo que hemos logrado en materia de progreso político. Como fecha de partida, y para demostrar que "veinte años no es nada" sólo en el tango de Gardel, vale la pena recordar la vida en México en los postreros tiempos de López Portillo y los inicios de Miguel de la Madrid.

Habíamos visto pasar "la administración de la abundancia", el pregón del "oro negro para todos". El inmenso edificio faraónico estaba construido sobre un ladrillo: el precio del petróleo. Removido el ladrillo, sobrevino el desplome. Pero el presidente imperial decretó que la vida es sueño: usando el poder de su firma endeudó en un solo día al país con cerca de 10 mil millones de dólares adicionales; acto seguido, procedió a reencarnar a Lázaro Cárdenas y optó por "nacionalizar" los bancos nacionales. ¿Quién le ponía límites a aquél o a cualquier otro presidente de México dentro de su coto privado, de su país personal? Nadie.

Y vinieron las manifestaciones de apoyo en el Zócalo, las inauguraciones de plazas alusivas al patriótico acto, el respaldo incondicional de las "fuerzas vivas", los discursos en las dos cámaras dominadas -como hacía medio siglo- por el PRI, el lavado de manos del Poder Judicial, la complicidad de la televisión, el pavor de los empresarios, el silencio de la Iglesia, las loas de la prensa oficiosa y comercial, la aprobación expresa de la prensa doctrinaria y los intelectuales celebrando la enésima reencarnación de la Revolución Mexicana. Sólo unos cuantos órganos independientes en la radio y la prensa escrita (Vuelta, debo recordarlo, entre ellos) ejercieron su derecho a la crítica.

El sistema creía haber alcanzado su cenit, pero en realidad vivía el último capítulo de subordinación general. A la distancia, 1983 fue el punto de inflexión. Un sector de la izquierda reafirmó su vocación guerrillera: en ese año, ahora lo sabemos, el subcomandante Marcos ingresó a la selva. Pero otro sector, el mayoritario, llevaba casi un lustro en una construcción partidaria que buscaba liberarse de sus enfermedades crónicas: el sectarismo, el dogmatismo, la pulverización, la ineficacia. Los protagonistas de este cambio, que prepararía el terreno para la gran transformación de la izquierda a partir de 1988, fueron algunos líderes estudiantiles del 68, no pocos militantes del PC y otras figuras intachables como Heberto Castillo. En el ámbito ideológico opuesto, después de un letargo que lo llevó al borde de la extinción, el PAN comenzaba a reconstituirse. Una generación de empresarios, sobre todo norteños, entendía por fin la necesidad de hacer política de oposición, limitar el poder presidencial y poner en práctica la letra muerta de la Constitución. De  pronto, en el estado de Chihuahua comenzó a ocurrir lo inesperado: el PAN ganó varias presidencias municipales, entre ellas la de Chihuahua (Luis H. Alvarez) y la de Ciudad Juárez (Francisco Barrio). El sistema se alarmó: en ese estado -y más tarde en otros, como Coahuila y Nuevo León- sobrevinieron purgas, ajustes, fraudes. Pero la democracia mexicana se había puesto en marcha. No era difícil justificar su necesidad histórica ni plantear sus objetivos inmediatos: no era difícil soñar con una democracia sin adjetivos.

Ha corrido mucha agua bajo el puente desde esos años. Alguien, algún día, escribirá esa historia. Aparecerán en ella los héroes anónimos de la sociedad civil durante el terremoto del 1985; la ejemplar jornada democrática de la oposición panista en Chihuahua 1986; el arrojo de Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo al atreverse a fundar una corriente crítica en el PRI, que dos años más tarde los condujo a la contienda del 88; la fundación del PRD, sin duda, la institución de izquierda más seria e importante de nuestra historia; el coraje cívico de Manuel Clouthier, emulado una y otra vez en estados y municipios durante el azaroso sexenio de Salinas; la cruzada del doctor Salvador Nava en San Luis Potosí. Se ponderarán también los aportes de asociaciones cívicas y ciudadanos comunes, de los periódicos, revistas e intelectuales independientes. Y, en honor a la verdad, se reconocerán también tres factores que incidieron en el proceso: el efecto catalizador del movimiento zapatista, la decisión de Salinas de no reprimir ese movimiento y la voluntad política de Zedillo para llevar a cabo una auténtica reforma democrática.

Hoy la Presidencia está acotada por un Congreso de oposición y una opinión pública alerta que cuenta con diversos órganos y foros de expresión libre. Hay un Instituto Federal Electoral independiente, serio y creíble, y un Tribunal Electoral. La Iglesia goza y ejerce, legítimamente, de la libertad crítica que ella misma regateó en el siglo XIX; los intelectuales han dejado, en gran medida, de ser cortesanos del poder y ahora sirven al público lector, radioescucha o televidente y hasta internáutico; la izquierda -salvo en grupos guerrilleros irreductibles- ha abrazado plenamente la vía de las urnas y seguramente contribuirá a que el zapatismo, mediante un acuerdo digno, haga lo mismo; el PAN cosecha el esfuerzo de seis décadas de coherencia democrática. Y hasta el propio el PRI, hay que admitirlo, ha dado pasos sin precedente en su reforma interna. No han desaparecido, por supuesto, los enemigos de la democracia: núcleos duros de poder que practican la coacción del voto, grupos guerrilleros, paramilitares y estudiantiles que prefieren las balas a las urnas; pero son minoritarios y avanzan a contracorriente de la historia.

Hace casi 15 años, Adolfo Gilly escribió que la "democracia sin adjetivos" era una "modesta utopía". Tan modesta, en efecto, que se ha ido edificando, no sin sobresaltos, pero de manera consistente. Por eso no es utópico imaginar un escenario aún mejor para México, ni esperar 15 años para que se cumpla. Imaginémonos ese futuro. El Presidente puede ser del PRI, PAN, PRD o de otro partido joven, porque la alternancia -que tan saludable sería el día de hoy- para entonces se habría vuelto un hábito. La democracia ha arraigado en estados y municipios como un mosaico vibrante de madurez y creatividad. En las cámaras, los diputados y senadores defienden ante todo los intereses de sus electores, y sólo en segundo lugar se pliegan a las consignas de sus partidos; varios jueces y magistrados han logrado el creciente respeto a la ley, el castigo a la impunidad y el crimen. Los periódicos oficiales u oficiosos han pasado a la historia: hoy practican el reportaje objetivo, fundamentado, preciso. Lo mismo ocurre en la radio, la televisión y, sobre todo, en el Internet, que sirve para varios propósitos democráticos como el referéndum y el voto directo. No se han borrado aún, por fortuna, las líneas divisorias entre izquierdas y derechas, pero no hay encono entre sus representantes sino lucha de propuestas prácticas. Las palabras "rollo", "choro", "embute", "chayote", "grilla", "tenebra", "carro completo", "cargada" y "guerrilla" han caído en desuso, lo mismo que el ritual del 1o. de septiembre. Se respira un clima público de tolerancia: no una paz idílica y aburrida, sino la apasionada pero respetuosa confrontación de puntos de vista en la que  alternativamente se habla y se escucha. Las minorías no se imponen a las mayorías, pero las mayorías no oprimen a las minorías, que expresan también con libertad sus puntos de vista. La democracia se ha vuelto una costumbre mexicana.

La modesta utopía debe afianzarse. La relativa prosperidad a la que el país puede acceder gracias a sus recursos naturales, económicos y humanos, el nuevo vasconcelismo que demanda la educación, la disminución razonable de su crecimiento demográfico, la modernización eficaz de su legislación en aspectos clave como el laboral o energético, la reforma de su aparato judicial, el alivio inmediato a la pobreza extrema, no son entelequias sino posibilidades reales. Lo fueron alguna vez para España que, hundida en la discordia, la añoranza del pasado imperial y la dictadura, decidió madurar y hacer buen uso de sus bienes. Pero para ello tuvo que tomar verdaderamente en serio la democracia. Nuestra prioridad, en cualquier circunstancia, es seguir construyéndola.

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