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Una vida con Madero

Devoción

Francisco I. Madero ha ejercido sobre los mexicanos una fascinación permanente y yo no he sido, en modo alguno, la excepción. Su vida y martirio me siguen pareciendo conmovedores. Y, sin embargo, en mi caso la imagen política y moral de Madero se ha ido transformando a lo largo del tiempo y las circunstancias. Esa cambiante imagen es prueba de que el pasado no está fijo: el pasado es reflejo de los sucesivos presentes.

Mi primer “presente” ocurrió en el pasado remoto, hace exactamente cincuenta años, en el quincuagésimo aniversario de la Decena Trágica, al leer en “El Gallo Ilustrado” (excelente suplemento literario del periódico El Día) una detallada relación de los hechos escrita por Juan Sánchez Azcona. Me condolí por la tragedia de aquel hombre bueno, sacrificado por los militares con la colaboración del embajador yanqui. No sabía mucho del Madero revolucionario ni del Madero presidente: mi primer contacto con él fue el de un devoto con un santo martirizado.

Poco después de participar en el movimiento de 1968 y confrontar con mi generación la cerrazón política y la brutalidad militar del régimen de Díaz Ordaz, compré a un vendedor de libros viejos un volumen grueso y pequeño, bellamente encuadernado en piel, que aún atesoro: Los últimos días del presidente Madero, escrito por el embajador de Cuba en México Manuel Márquez Sterling. Me indignó el pasaje sobre la celada de Huerta a Gustavo Madero y, muy en particular, su terrible muerte en La Ciudadela: en medio de vejámenes atroces, al pobre Gustavo le vaciaron su único ojo útil antes de acribillarlo. Y junto a él murió el fiel almirante Adolfo Basso, cuya melancólica fotografía encontré en los libros de Casasola, otra de mis fuentes primeras de acercamiento a ese episodio. Pero nada igualaba el lento drama de Madero, al que Márquez Sterling visitó en la mazmorra de Palacio Nacional donde lo mantuvieron preso. En un súbito instante de esperanza seguido de un abatimiento final, le dijo a Márquez Sterling: “Ministro [...] si vuelvo a gobernar me rodearé de hombres resueltos que no sean medias tintas [...] He cometido grandes errores. Pero [...] ya es tarde.” Había muerto Gustavo y Francisco ignoraba los hechos. De pronto, Madero pidió que alguien fuera por los periódicos. Pero el embajador lo disuadió con algún pretexto. Madero le dijo: “Entonces consiéntanme dormir la media hora de sueño que aún debo a mi costumbre...” Escribe el embajador: “Y se envolvió en el sudario de Gustavo.”

A partir de 1970, a través de la obra de Daniel Cosío Villegas, estudié la línea que va de los liberales de la Reforma a Madero. El propio Cosío Villegas se veía como un descendiente “puro y anacrónico” de esa menguante tradición mexicana. A ese temple y a esas convicciones correspondía el párrafo inapelable que dedica a la idea maderista de la libertad en “La crisis de México”:

Hay que reconocer ahora, después de la catástrofe de la Segunda Guerra Mundial, y no deberá olvidarse jamás, que la inocente tesis de Madero fue capaz de echar a la hoguera a varios millones de hombres que murieron defendiendo un pensamiento semejante.

En octubre de 1982, tras el desastre financiero de López Portillo, varios liberales pensamos que nuestro país debería retomar aquella “inocente tesis de Madero” y ensayar, por primera vez en casi setenta años, la alternativa democrática liberal. Casi al mismo tiempo comencé la elaboración de un ensayo biográfico sobre Madero.

Hubo algo mágico o místico en esa aventura. Doña Renée González Salas, sobrina de Madero, me recibió en su casona de San Ángel porque quería mostrarme un tesoro inédito que muy pocos ojos habían visto: eran los cuadernos espiritistas de Madero. Escritos de su puño y letra, esos cuadernos de formato escolar (achurados, de papel keratol y percalina) contenían todos sus ensueños (o revelaciones) espirituales: su diálogo con su hermanito Raúl (muerto cuando cayó sobre él una lámpara de queroseno), sus intercambios con Benito Juárez y, sobre todo, sus diálogos con los espíritus que le mostraron el camino de la redención, la suya y la de México. Doña Renée tuvo la confianza de prestármelos y dediqué noches enteras a leerlos. No era difícil sacar la conclusión de que Madero era un iluminado.

Con esa hipótesis biográfica escribí Francisco I. Madero, místico de la libertad. No veía entonces contradicción alguna entre ambos términos. Por el contrario: me parecían complementarios. Sobre Madero existía ya entonces una considerable bibliografía (Stanley Ross, Bonillas, Taracena, Valadés, etcétera), pero no una biografía definitiva. Y no la hay hasta ahora, a pesar de que su archivo (disperso entonces en varias colecciones privadas y públicas, como Hacienda, el INAH y Condumex) ha sido ya prácticamente integrado por sus descendientes.

Trabajé ese libro como quien compone la vida de un santo. Había una pureza absoluta en el personaje, una fe sin fisuras, no una fe cristiana propiamente, sino una fe personal que buscó diversas maneras de ejercerse y manifestarse. Esa era la clave biográfica de Madero, la fe que lo inspiró a mover montañas. Aunque el libro aborda los otros aspectos de su trayectoria inicial (el excéntrico nieto del patriarca Evaristo, el industrioso empresario del Nazas, el hacendado franciscano, el inspirado liberal), creí entonces –y aún lo sostengo– que el espiritismo y las lecturas hinduistas obraron en aquel personaje una transfiguración similar a la de los libros de caballería sobre don Quijote. El ensayo refiere de manera esquemática la innovadora campaña, la preparación revolucionaria y el estallido mismo. El interregno de León de la Barra aparece como un preludio de una tragedia anunciada, la gestión de Madero como un período incomprendido de democracia plena, y el martirio como un desenlace fatal, aunque nublado por el misterio: ¿por qué cedió el poder a Huerta, a sabiendas de su trayectoria? Esa fue, y sigue siendo, la pregunta íntima que me inquieta. Y su respuesta es imposible, insondable.

Pasaron los años. En 1993, en el octogésimo aniversario de su martirio, publicamos Madero vivo, una colección de fotografías, inéditas muchas de ellas. Aún estaba lejos la democracia mexicana, y quisimos hacer un llamado moral para recordar que la alternativa seguía pendiente. En 1996, cuando la transición se puso en marcha, reeditamos La sucesión presidencial en 1910 que buscaba hacer justicia a esa obra precursora de la Revolución que el propio Cosío Villegas consideraba meritoria.

Ese mismo año tuve una inolvidable experiencia no espiritista pero sí espiritual. Visité Parras, Coahuila, la tierra natal de Madero. Aquella mañana, a la vista de los sabinos venerables, recorrí aquel oasis en el desierto, los viñedos del siglo XVI, la Hacienda del Rosario y avisté la lejana capilla del “Santo Madero”, que supuestamente aloja una reliquia de la cruz. De pronto, llegué a la casa natal del “Apóstol de la democracia”. En algún sitio he relatado la sorprendente escena: la mesa estaba impecablemente puesta con la misma vajilla que la familia había usado un siglo atrás. Los relojes se detuvieron a mirarnos, se escuchaba música de la época y, por un momento, sentí que se aparecería el espíritu del héroe para charlar con nosotros.[1]

Poco después acudí a una de esas tumultuarias y alegres reuniones familiares de los Madero en Parras, Coahuila. Cientos de descendientes de don Evaristo se reúnen cada cuatro o cinco años para recordar, a la vera del gran sabino, a ese venerable sabino que fue papá Evaristo. Allí recordé la permanente devoción de José Vasconcelos por Madero, una devoción tan grande que en los últimos años de su vida lo impulsó a escribir la biografía de don Evaristo. (Devoción contradictoria, por lo demás, porque Vasconcelos entonces llevaba años de apoyar regímenes dictatoriales.) Sea como fuere, allí surgió la idea de integrar los archivos familiares, desde don José Francisco Madero (el padre de Evaristo) hasta Francisco y sus hermanos. La obra que empezó entonces (bajo la responsabilidad de Manuel Guerra) está muy avanzada, y a partir de ella el propio Guerra escribió un buen libro sobre los primeros Madero: La saga liberal.

Otra empresa paralela fue la publicación (parcial por desgracia, en siete tomos) de las Obras completas de Madero.[2] La obra se presentó a fines de 2000, en una ceremonia con la familia Madero, en Parras. Hoy recuerdo lo que dije con nostalgia. Eran días de esperanza:

Madero, como todos sabemos, creía en la doctrina de los espíritus. Casi todas las religiones suscribirían esa fe de uno u otro modo, bajo alguna forma de trascendencia. Al margen de nuestras convicciones en ese ámbito, nada cuesta imaginar a Madero aquí, ahora y entre nosotros. Ha vuelto a “abrir su corazón a la fe” y resulta que de nuevo –como escribió Vasconcelos– “todo el país le cupo dentro”. Su “espíritu” vive un momento de esperanza, como aquel de 1910, pero ahora sabe que los mexicanos llegamos a él, no por la vía de las balas sino de las urnas. Y entonces Madero esboza la misma sonrisa suya de siempre, inocente y limpia. Sonríe y desaparece.

Reconsideración

Diez años más tarde, la esperanza se había disipado. El Centenario de la Revolución era un buen momento para plantear una pregunta herética: ¿Qué habría pasado si Madero, en vez de optar por las armas, hubiera persistido en la vía pacífica? ¿Qué habría pasado si Madero no hubiera muerto?

Ambas posibilidades existían, pensé entonces, y sigo pensando ahora. Tras recorrer todo el país en las primeras –y últimas– giras políticas genuinamente democráticas del siglo XX, el valeroso e idealista empresario coahuilense que en 1910 cumplía apenas 37 años de edad, gozaba de una simpatía general. Había construido las mejores “redes sociales” de aquel tiempo (y aun de este), había fundado multitud de clubes democráticos, había levantado el ánimo cívico de México. El grito del momento era: “¡Viva Madero!” Al sobrevenir el fraude electoral, como sabemos, Díaz lo mandó arrestar en San Luis Potosí, lugar donde proclamó el famoso Plan que contenía la fecha exacta en que estallaría la Revolución. Pero supongamos que, justo en ese trance, Madero hubiera decidido consolidar su movimiento democrático y fundar una institución política permanente. ¿Qué futuro le habría aguardado, a él y al país?

Díaz difícilmente lo habría fusilado. Llevaba años de acosar y encarcelar a los opositores, pero los tiempos de “Mátalos en caliente” (la feroz represión a los lerdistas en Veracruz, en 1879) habían quedado muy atrás. A los anarquistas, por ejemplo, los había condenado al ostracismo, no al paredón. En su ocaso, en el año del Centenario, “don Porfirio” quería la gloria y la respetabilidad (que obtuvo fugazmente en las Fiestas) y por eso genuinamente temía “desatar al tigre de la violencia” mexicana, que tan bien conocía desde sus años de rebelde chinaco. Con toda probabilidad, Madero habría recobrado la libertad.

Ese desenlace, ¿habría sido mejor para México? La mitología histórica tiene la respuesta automática, pero a la luz del sufrimiento que provocó la Revolución mexicana cabe repensarla al menos un poco. Nadie sugiere que el orden porfiriano debía prevalecer. El liberalismo campeaba en los órdenes en que necesitaba modificarse (el social, el económico) y faltaba en el único que reclamaba su restablecimiento inmediato (el político, el democrático, el constitucional). Esta situación era injusta, anacrónica, inadmisible, insoportable pero, ¿se necesitaba una Revolución para transformarla? El envejecimiento de Porfirio, el ascenso mundial de las ideologías socialistas, la pujanza incluso del catolicismo social nacido de la encíclica Rerum novarum de León XIII, confluirían tarde o temprano en la escena pública de México para forzar reformas en los campos y las fábricas. Conviene recordar que las reivindicaciones se habían iniciado ya en tiempos porfirianos con la nacionalización de los ferrocarriles.

Admitamos, sin embargo, que en ese escenario el país habría cambiado con excesiva lentitud. Las reformas habrían parecido insuficientes. Los hacendados y latifundistas, los dueños extranjeros de las grandes corporaciones petroleras y mineras, se sentían inexpugnables. Solo un cambio radical podía modificar ese estado de cosas y desagraviar a los campesinos de Morelos, restituyéndoles la tierra. Y solo un cambio radical podía llevar a cabo una reforma agraria. Pero a la luz de las 750,000 vidas que aproximadamente se perdieron en el decenio 1910-1920 (quizá 250,000 de manera violenta, otros por hambre o enfermedad) la inocente pregunta se sostiene: ¿no habría sido preferible la Reforma a la Revolución? Nunca sabremos cuál habría sido la respuesta de la inmensa mayoría de los mexicanos que no tuvieron parte en la lucha. Vino la Revolución y a todos los “alevantó”.

Aun aceptando que el estallido de 1910 tuviera más de un elemento inevitable, el desenlace de 1913 pudo ser muy distinto. Supongamos que las cosas hubieran ocurrido tal y como sucedieron hasta febrero de 1913, con una sola modificación: Madero no muere en la Decena Trágica. Su salvación era posible. Si tan solo Bernardo Reyes no hubiera caído a las puertas de Palacio. Si Lauro Villar, el fiel comandante de la plaza, no hubiera sido herido en ese mismo lance. Si Madero se hubiera refugiado con Felipe Ángeles o le hubiera encomendado al propio Ángeles el mando de las tropas. Si hubiera hecho caso a su hermano Gustavo (y a su propia madre), y hubiera maliciado al menos un poco sobre las intenciones de Huerta. Si se hubiera separado de su vicepresidente Pino Suárez, ampliando las posibilidades de supervivencia del Poder Ejecutivo. O si simplemente hubiera ganado un par de semanas, suficientes para que Woodrow Wilson tomara posesión y presionara diplomáticamente a los golpistas por la inmediata liberación del presidente. Esos y otros escenarios eran posibles.

De no haber muerto Madero aquel aciago 22 de febrero de 1913, de haberse reincorporado a la presidencia, ¿cuál habría sido la historia inmediata de México? No es imposible imaginar que Wilson, un idealista afín, habría consentido (con muchas reticencias) algunas medidas de reivindicación nacional sobre los derechos y la propiedad originaria del subsuelo. En el aspecto agrario, Madero había encargado ya a economistas capaces (como Carlos Díaz Dufoo padre) proyectos de reforma que las nuevas generaciones de agrónomos educados en Estados Unidos (como Pastor Rouaix) podían haber instrumentado. Madero había favorecido ampliamente la libertad sindical, de modo que las reformas obreras (como el futuro Artículo 123) se habrían conquistado con toda probabilidad.

¿Y los caudillos populares? Pancho Villa sentía una devoción religiosa por Madero, que lo había convertido a su causa y lo había salvado de morir fusilado por Huerta durante la rebelión orozquista. Villa habría seguido siendo su incondicional. Zapata era mucho más reacio, quizá irreductible, porque su agravio era más antiguo, profundo y concreto. Pero Felipe Ángeles estaba logrando la pacificación de Morelos, entendía y justificaba la querella de los pueblos contra las haciendas, y habría logrado quizá tender un puente de entendimiento. En la cultura, donde los miembros del Ateneo de la Juventud –atraídos por Justo Sierra– ocupaban ya los altos puestos de la jerarquía académica, no es difícil imaginar al joven ministro de Educación José Vasconcelos ensanchando las miras de la embrionaria Universidad Nacional y la muy activa Universidad Popular que operaba en la época. Todavía más: si México hubiera llegado en paz al estallido de la Primera Guerra Mundial, habría emulado a Argentina como proveedor de productos agrícolas y ganaderos. El 1915, a no dudarlo, habría traído consigo la epidemia de tifo y el 1918 la influenza española, pero el país, mejor pertrechado y sin guerra, se habría defendido mucho mejor de las plagas bíblicas restantes que lo azotaron terriblemente: el hambre y la peste.

La historia pudo ser distinta pero no lo fue. Madero murió asesinado, junto con la democracia mexicana, que tuvo que esperar 84 años para comenzar a revivir. La Revolución ocurrió y trajo consigo cambios profundísimos, muchos positivos. Uno de ellos fue el renacimiento cultural, que cuesta trabajo imaginar dentro de las rígidas pautas del porfiriato o aun bajo los auspicios tímidos de Madero.

Pero nuestra circunstancia actual (la violencia que ahora nos abruma y la democracia que practicamos de manera tan imperfecta) debería movernos a repensar el pasado: tal vez un futuro distinto aguardaba a México en 1910 o mucho más en 1913: un futuro de reformas sociales y económicas construidas en el marco de una democracia de lenta pero segura maduración. En lugar de eso tuvimos diez años de muerte (muerte redentora dirían muchos, pero muerte al fin), y setenta años de un sistema político “emanado de la Revolución”, que nos condenó a la adolescencia cívica y nos privó de las instituciones propias de un moderno estado de derecho.

La Revolución nos dio identidad y cultura, y procuró seriamente la justicia social y la educación. Pero dejó tras de sí una familiaridad con la muerte y engendró un régimen antidemocrático. Ese fue su legado dual, ambiguo, incierto. Por eso –como Juárez y Martí– Madero “no debió de morir, ¡ay!, de morir”.

Moraleja

¿Místico de la libertad? ¿Son compatibles la libertad y el misticismo? Entonces creí que lo eran, ahora pienso que no. Admiro, admiraré siempre, la vocación liberal y el proyecto democrático de Madero. Pero no admiro ya su vertiente religiosa. Creo que para alcanzarla, construirla y consolidarla, el misticismo (o cualquier otra forma de religión) es un elemento ajeno, extraño, nocivo y muy peligroso en la política. Y fue el elemento que lo precipitó a la violencia.

“Quien busque su salvación y la de los suyos –escribió proféticamente Max Weber, en 1920–, que no lo intente por el camino de la política, cuyos caminos son muy distintos a los de la santidad...” Esos caminos políticos, claramente, no eran los de Francisco I. Madero. Esa confusión suya entre el ámbito sagrado y el profano, entre el misticismo y la libertad, costó muy cara al país. Madero, es verdad, presidió el gobierno más libre y democrático de la historia mexicana, pero ese gobierno admirable, vituperado, incomprendido, aunque había emanado de las elecciones de 1911, tenía un antecedente sangriento. ¿Cómo olvidar, por ejemplo, los cientos de chinos asesinados en Torreón en nombre del maderismo? Tal vez, a corto plazo, la protesta firme y la paciencia habrían dado mejores frutos. La Reforma es un aire más propicio para la democracia que el viento de la Revolución. Resultó imposible fundar un orden democrático sobre miles de muertos.

[1] Ese “nosotros” lo integraban, además de nuestros anfitriones Lorenzo y Nina Zambrano, otros dos amigos: Carlos Castillo Peraza y Ramón Alberto Garza. 
[2] I. Memorias, II. La sucesión presidencial, III. Escritos políticos, IV. Discursos 1 1909-1911, V. Discursos 2. 1911-1913, VI. Cuadernos espíritas. 1900-1908, VII. Escritos sobre espiritismo. Doctrina espírita. 1901-1913. 

Letras Libres, núm. 170

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