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Vicente Fox, liderazgo sin caudillismo

Vicente Fox tiene, en apariencia, el perfil del típico caudillo latinoamericano: fuerza, carisma, don de la palabra -no florida, pero sí directa, llana y eficaz-, capacidad de convocar la fe, el entusiasmo y hasta la entrega de las masas, no en un territorio acotado, sino en el país entero. ¿Estamos entonces ante una nueva edición de una vieja historia? Difícilmente. Todos los caudillos del siglo XIX en México terminaron mal: el fugaz emperador Iturbide, el deslumbrante Santa Anna, hasta el célebre Porfirio Díaz o el invicto general Obregón. Pero el México del año 2000 no es el del siglo XIX, ni siquiera el de la legendaria Revolución Mexicana. Y Vicente Fox es más un líder que un caudillo. Con breves interludios a partir de la independencia, México fue un país gobernado por militares cuya legitimidad no provenía de la fuerza de las urnas, sino del estruendo de las balas. A principios del XIX, los caudillos extraían su prestigio de su intervención -a menudo ambigua- en la guerra de Independencia. A fines de ese siglo, el poder de Díaz provenía de haber tomado parte en la guerra contra la intervención francesa. Los caudillos del siglo XX extraían su autoridad de su experiencia revolucionaria. Pero hacia 1946, el sistema de Partido de Estado -hay que reconocerlo, en esta hora de su extremaunción- dio un paso gigantesco: mandó a retiro a los militares. Desde ese momento, el carisma cristalizó, por así decirlo, en la institución presidencial. Octavio Paz observó un relativo progreso político en este tránsito del poder personal al impersonal. Ese progreso es irreversible: en México, la vuelta al caudillismo por encima de las instituciones es altamente improbable.

Para romper el monopolio del PRI -con su antigua legitimidad tradicional, su arraigo en las costumbres de obediencia, los hábitos corporativos, la corrupción- se requería como antídoto el arrastre de un caudillo dotado de un sentido casi religioso de su misión política. Ocurrió en 1910, cuando Madero derrotó a Porfirio Díaz, y ocurrió ahora, cuando Fox venció al PRI. Pero en 1910, México era un país abstraído del mundo, concentrado en sí mismo, con una población predominantemente rural y analfabeta de 15 millones de personas, ajenas por entero a la modernidad. A pesar de todos los desastres naturales y humanos que retrasaron el progreso del país, el siglo XX no pasó en vano. Hoy somos 100 millones de personas con severos problemas de pobreza y desigualdad social, pero el país es urbano, joven, alfabeto y tiende con claridad -hasta por fatalidad geográfica- a la modernización. La jornada cívica del 2 de julio y el admirable equilibrio que arrojó el resultado de la elección son la prueba de madurez que faltaba. Triunfó un hombre que, en el contexto democrático de hoy (con los balances y límites institucionales dentro de los que deberá actuar), no podría -aunque quisiera- gobernar como un caudillo. Podrá -y hará bien- gobernar como un líder.

El liderazgo participa del carisma, pero lo rebasa porque supone racionalidad. Fox tiene una visión de México y la ha sabido transmitir. Su experiencia empresarial le servirá para introducir una tabla racional de prioridades en la agenda del país y un riguroso sentido de contabilidad -no se diga de limpieza- en los manejos públicos (en esto, hay que subrayarlo, Ernesto Zedillo se le ha adelantado en el camino: su honestidad personal ha sido absoluta). Será un promotor recorriendo el país, un presidente en campaña, un animador del trabajo, la inversión, la educación y la concordia. Para lograr su objetivo, deberá delegar con sabiduría: lo hará, seguramente, en el gabinete económico, que seguirá las pautas de sensatez fiscal que imponen la realidad y los tiempos. Y lo hará también en el tortuoso ámbito de la política, donde las presiones y provocaciones estarán a la orden del día. Fox deberá actuar con una mezcla sutil de tolerancia y firmeza. Los riesgos -a mi juicio- estarán en su relativa inexperiencia ante los embates del México bronco (guerrillas, movilizaciones, drogas) y la tentación de confundir lo terrenal con lo celestial. Su mejor arma será dar seguimiento a la comunicación fluida y clara que estableció con los ciudadanos. Dar cuentas, explicar, escuchar. La introducción de instrumentos directos de apelación al ciudadano -como el plebiscito y el referéndum- le serán particularmente útiles para ampliar la participación democrática.

El siglo de caudillos quedó atrás. La era en que el destino nacional era un pie de página en la biografía del poder quedó atrás. El tiempo de la presidencia imperial quedó atrás. Hay un presidente electo que ejercerá su capacidad de liderazgo. Hay un Congreso plural que lo vigilará y limitará. Hay una opinión pública alerta y crítica. Ahora, la biografía del país comienza a ser, venturosamente, un texto que escribimos entre todos.

Publicado en El País, 9 de julio de 2000.

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