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La vida de los otros

Octavio Paz, el mayor y mejor interlocutor que pudo haber tenido la izquierda mexicana a lo largo de su historia, predicó en el desierto sobre la necesidad de que esa importante corriente política ejerciera a tiempo una autocrítica honrada sobre su propio pasado y sobre el de los regímenes del "socialismo real": la URSS, China, la Europa del Este, Cuba. Paz no pedía una expiación pública (no era un espíritu religioso); lo que vislumbraba era la posibilidad de una enmienda intelectual, política y moral que habilitara a la izquierda para acceder al poder con una postura informada, una actitud tolerante y un ideario moderno. Su excitativa no halló eco: con excepciones contadas, lo que recibió fueron injurias, descalificaciones y ninguneos. Fue una oportunidad perdida, y ahora calibramos las consecuencias. Esa falta de autocrítica sigue lastrando a la izquierda, atándola -como se vio el año pasado- a atavismos políticos y esquemas doctrinarios que sabotean su propio desarrollo y el del país. ¿Es tarde para corregir? Sí, por supuesto, pero nunca demasiado tarde. A casi 20 años de la caída del Muro de Berlín, nuestra izquierda (variopinta pero culturalmente hegemónica) tiene la oportunidad simbólica de suplir, en sólo tres horas, tres décadas de desinformación, engaño o autoengaño. La receta es simple: ver la película La vida de los otros.

La trama -inteligente, sutil, finalmente desgarradora- alude a la vida cotidiana de un grupo de creadores teatrales (autores, artistas, directores) en Alemania Oriental en los años ochenta. Aquella atmósfera no era sólo sofocante, era carcelaria en el sentido anticipado por George Orwell en 1984. La policía estatal, la Stasi, era el Big Brother omnipotente, omnisciente y sobre todo omnipresente, que espiaba la vida de los otros, y los otros eran virtualmente todos, incluidos los propios espías. En aquel universo cercado hacia afuera y cableado hacia adentro, no existía santuario posible para la intimidad. En la dialéctica entre el espía y el espiado se desenvuelve la historia. Su tema central es la supervivencia heroica del artista y la posibilidad redentora del arte bajo el totalitarismo. Su clave moral está en la fuerza irreductible de la libertad personal.

La película me remitió a un recuerdo personal. A mediados de 1980 apareció en The New York Review of Books una carta firmada por el filósofo Thomas Nagel y otros 31 colegas suyos, no menos eminentes (W.V. Quine, John Rawls, Richard Rorty). Estaba dirigida al Presidente de la República Socialista de Checoslovaquia y aludía a un episodio que, al año siguiente, llegué a conocer con algún detalle. Un grupo pequeño de personas solía reunirse a leer a los griegos en el minúsculo departamento de un profesor sin cátedra, sin puesto y sin salario, llamado Julius Tomin. Como los otros firmantes de la famosa Carta del 77 (personas de todas las denominaciones religiosas, ideológicas y profesionales, entre ellos Václav Havel), Tomin había exigido al régimen respeto a los acuerdos de derechos humanos sancionados por la comunidad internacional (En México, sólo Vuelta recogió el tema y dio seguimiento a la disidencia en el Este y en la URSS). Los firmantes habían sido encarcelados o, en el mejor de los casos, privados de sus puestos. Por lo que hace a Tomin y a su inocuo seminario, la policía irrumpía con violencia en las sesiones. Entonces se le ocurrió apelar a la comunidad filosófica internacional e invitó a varios filósofos de Oxford al seminario. Varios aceptaron. Uno de ellos, Sir Anthony Kenny, recordaba hace poco

"Mi charla fue interrumpida por la policía, la sesión se disolvió con violencia y fui expulsado del país sobre la base de un artículo constitucional que prohibía el 'hooliganismo'. Yo no me había percatado de que el término incluyera el dar clases sobre Aristóteles en la sala de una casa". Lo conmovía el amor intelectual de esas personas por la filosofía, el riesgo asumido de caer en manos de la policía por el pecado de leer algún 'texto abstruso de Aristóteles'".

Conocí a Tomin en Oxford, en el otoño de 1981. Había sido finalmente extraditado de su país y privado de su nacionalidad. Vivía en la pobreza, con su esposa e hijos pequeños. La mujer impartía alguna clase en un jardín de niños. El ambiente era de tensión frenética. Entre accesos de ira y un tono de apasionamiento eslavo, casi dostoyevskiano, Tomin me narró su vida acosada bajo el régimen del terror. Nadie podía hablar con libertad, ni siquiera con los hijos, salvo en espacios públicos o jardines, y al acecho siempre del espía personal. Todos los espacios privados estaban cableados. "Yo me tenía que cuidar hasta de mí mismo, me reprimía hasta de cantar en la regadera." El régimen se complacía en humillar a los artistas e intelectuales.

Tomin tuvo suerte. Aunque severamente lastimado por una paranoia incurable (hoy se proclama perseguido por los mismos profesores de Oxford que le dieron refugio), logró sobrevivir. Muchos otros sucumbieron, como los torturados protagonistas de La vida de los otros. La película recoge esa experiencia extrema de opresión que ha desaparecido en Europa, pero que aún subsiste en algunas regiones del mundo, como Norcorea, y -con los atenuantes que se quiera, que a mi juicio no son muchos- en Cuba. ¿Cuál será el rostro del "Socialismo del siglo XXI" que predica Chávez? Seguramente no muy distinto del cubano, uno que ahogue las "libertades burguesas" y concentre todo el poder en el caudillo endiosado.

Ésta es la experiencia histórica que -salvo excepciones honrosas- la izquierda mexicana no quiso confrontar. La gran lección que puede extraer de la película es repensar el tema de la libertad.

Reforma

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