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Visión 2020: liderazgos libertadores

La historia, todos lo sabemos, es una caja de sorpresas. Hace apenas 50 años era difícil prever que tres de los principales protagonistas de la Segunda Guerra Mundial -Estados Unidos, Japón y Europa- serían los triunfadores del siglo. Más difícil aún era entrever siquiera la implosión de la Unión Soviética. Ambos fenómenos representan el triunfo, nunca definitivo pero sí sólido y generalizado, de los valores fundamentales de la civilización occidental. Entre los complejos y numerosos factores que movieron en ese sentido las manecillas del siglo, resalta uno: el liderazgo liberador.

Ninguna liberación es equiparable a la derrota del nazismo, pero en términos de maduración política ningún prodigio igualaría al sucedido en 1989 en el bloque socialista. Churchill y Roosevelt habían encabezado la liberación de Occidente con una dosis casi sobrehumana de valor e inteligencia, pero Gorbachov -ese héroe incomprendido- necesitó eso y más para liberar a las naciones ocupadas desde los acuerdos de Yalta y para liberar al imperio soviético de sí mismo. Churchill y Roosevelt eran, ante todo, los líderes de una guerra contra el enemigo externo, pero el enemigo de Gorbachov era una medusa interna de mil cabezas: la burocracia estatal y partidaria, el Ejército, todos sostenidos por una gigantesca mentira impuesta por el terror.

Contra la mentira moral, Gorbachov propició la apertura o Glasnost. Contra la mentira económica instrumentó la Perestroika. Contra la mentira política, propició una escritura honesta de la historia. Ante todo, había que encarar la verdad: la Unión Soviética no era la tierra del porvenir, era y sigue siendo el trágico escenario de un pueblo admirable al cual una camarilla fanática y cruel le robó el siglo XX.

Con mayor fortuna que la Rusia actual y las repúblicas que constituían a la antigua Unión Soviética, los pueblos de lo que Kundera llamó "la Europa secuestrada" han reencontrado el camino del progreso. Algunos con resultados sorprendentes, como la República Checa o Hungría. Otros con avances sustantivos, como Polonia. Otras con más lentitud, como Rumania o Bulgaria. En varias de esas naciones los intelectuales han jugado un papel liberador: Havel, Michnik, Geremek y, desde luego, Sajarov. No es una tarea sencilla la que estos países se han echado a cuestas. Se trata de recobrar el siglo XX. Todos reconstruyen su historia pero a veces esa misma historia les estalla entre las manos. Rusia es, de nueva cuenta, el caso más dramático: un país en desintegración política, económica y moral. Removido su poder imperial, en algunas de las regiones que dominaba han brotado los odios atávicos: razas, nacionalidades, religiones enfrentadas entre sí. En la zona de los Balcanes ha ocurrido ante nuestros ojos una atroz reedición de la Segunda Guerra Mundial. Este resurgimiento del racismo aparece también, en formas atenuadas pero no menos perversas, en el corazón de Europa y en los Estados Unidos, y constituye una seria amenaza para el siglo que hoy comienza. Pero nada opaca el avance de las naciones de Europa del Este que buscan con denuedo los dos fines esenciales de la civilización occidental a la que por derecho propio pertenecen: el bienestar general y la libertad individual.

Este proceso de convergencia hacia los logros y valores de Occidente se desarrolla primordialmente en el norte del globo. Sin caer en un rígido determinismo geopolítico, el panorama en el sur -hogar principal del llamado Tercer Mundo- es muy distinto. ¿Cuál ha sido su balance en el pasado siglo? Terrible, sin duda, si se piensa en el continente africano, desgarrado por la violencia tribal y las periódicas hambrunas. El éxodo mortal de Ruanda parece la derrota de la esperanza, pero igual que en Bosnia y Kosovo, Occidente parece dispuesto a asumir una responsabilidad ineludible. No lejos de ese infierno, en Sudáfrica, se han dado pasos que hace años parecían impensables. El secreto ha estado, de nueva cuenta, en el liderazgo liberador. Mandela es el héroe de la película pero a De Klerk y la minoría blanca les cabe el mérito de haber propiciado la transición democrática cediendo de manera digna, oportuna e imaginativa un poder cuyo ejercicio era ilegítimo e insostenible.

El balance es negativo y preocupante, también, en el Medio Oriente. No hace mucho fue una zona de esperanza por la acción valerosa de líderes liberadores como Anuar Sadat y Yitzhak Rabin. Aunque ha habido avances recientes, la región parece dominada por odios teológicos que recuerdan las Cruzadas de la Edad Media. Del choque entre el fundamentalismo árabe y el israelí puede todavía brotar un desenlace aterrador. Por fortuna, en ambos mundos hay amplios sectores y nuevos líderes que buscan la paz en un marco de tolerancia.

Si se recuerda el mapa de la pobreza en 1990 y se la compara con el actual, el dictamen comienza a matizarse. ¿Dónde estaban los "tigres" de Asia ya no digamos en 1900, sino en 1960? Exceptuando a Japón, en niveles penosos de desarrollo, comparables o inferiores a los latinoamericanos. Tras los problemas de 1997, estos países han vuelto a recobrar su progreso material. Sus sistemas políticos, es verdad, están lejos de ser ejemplares. Pero así como el contacto con Occidente ha afectado necesariamente sus identidades culturales, así también puede contribuir a modificar para bien sus usos políticos. En el Asia Central, varios países están a la deriva. Bangladesh, Pakistán, Afganistán, Sri Lanka. La India -más un continente que un país- muestra grandes tensiones religiosas, políticas y sociales en medio de notables avances económicos. La gran incógnita de la región es, desde luego, China. El tiempo chino se mide en milenios, algunos de abundancia, otros de decadencia. ¿En dónde se encuentra la China actual? Crece y se moderniza de manera acelerada, pero sigue volcada sobre sí misma; ha abandonado los sangrientos rigores del maoísmo, pero su sistema político es impermeable a la libertad y la crítica. ¿Cuál será la cara de China en este siglo XXI? ¿Surgirá un Gorbachov chino? ¿Buscará la cooperación comercial o la guerra nacionalista y expansiva? Los futurólogos no tienen repuestas claras. Tal vez habrá que buscar la clave en el I Ching.

Tampoco el saldo político de estos 100 años es enteramente malo si se revisa con la suficiente perspectiva la historia de América Latina. Asiento de antiguas civilizaciones indígenas; rama política, religiosa y moral del trono ibérico; convidado impaciente y un tanto tardío al banquete de la cultura occidental; naufragio de naciones a las que su libertador, Simón Bolívar, terminó por considerar ingobernables; tierra de caciques y caudillos, de redentores y demagogos; patria colectiva del machete y el cuchillo, teatro permanente de rebeliones, revueltas y revoluciones, botín neocolonial, América Latina ha entroncado mal con la modernidad occidental. Menos mal, se dirá, que el África tribal o el mundo islámico, pero mal de cualquier forma.

Y sin embargo, también en América Latina el siglo XXI comienza con una situación moderadamente positiva. Los cuatro paradigmas que dominaron su historia contemporánea -el militarismo, el populismo, las variantes del mesianismo revolucionario y las economías estatistas y cerradas- no han desaparecido del escenario pero están en decadencia. Líderes políticos, intelectuales y hasta religiosos han participado, junto con los ciudadanos, en el trabajo de liberación. El militarismo, como una opción al gobierno civil y democrático, se derrotó a sí mismo en varios países, notablemente Argentina, Brasil, Uruguay, Chile. El populismo sigue pregonando en Venezuela y Perú sus fáciles recetas de felicidad instantánea, pero son apenas dos excepciones en un marco general de democracia. El romanticismo revolucionario de corte marxista, que enamoró y sacrificó a varias generaciones de latinoamericanos -sobre todo en Nicaragua y El Salvador- ha perdido su aura en la mayoría de los países, pero ha reaparecido bajo una nueva máscara en la sierra del sureste mexicano. En cuanto al ideal de una economía controlada y cerrada, sólo se practica integralmente en Cuba, esa isla paradigmática del atraso latinoamericano donde los fantasmas del pasado siguen vigentes: uniformes verde olivo, culto a la personalidad de último bolchevique, discursos interminables del caudillo que suple con desinformación y mentira la falta de pan y libertad.

En 1950 sólo cuatro de las naciones de Latinoamérica parecían a salvo de caer en una dictadura militar. Ahora casi todas gozan de un régimen democrático. Se dice fácil, pero se trata de un hecho sin precedentes en la atribulada historia de nuestros países, un avance frente al cual el libertador Bolívar hubiese reconsiderado su veredicto: finalmente, habría dicho a 170 años de distancia, "no he arado en el mar". Quienes sostenían la incapacidad de la cultura ibérica para la democracia y su innata propensión a la dictadura, han tenido que revisar sus prejuicios. La transición democrática española que tanto debe al liderazgo liberador del Rey Juan Carlos, mostró en los hechos que la cultura iberoamericana no obstruye la modernización política y contiene, en cambio, una matriz de valores éticos -calor y convivialidad humanas- que constituyen una vacuna espléndida contra las enfermedades morales del Occidente desarrollado.

El mundo no se curará plenamente de los instintos de muerte, pero algo ha avanzado la vida cívica. Lo ha hecho, en parte, gracias a los liderazgos libertadores. La democracia es casi un paradigma universal. El problema en el siglo XXI será crear sociedades más armónicas y menos desiguales: tarea de constructores, no de héroes; afán de libertad, no de liberación.

Reforma

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