FOTO: DIEGO SIMÓN SÁNCHEZ /CUARTOSCURO.COM

«Vivimos un tiempo caracterizado por la intolerancia y la irracionalidad»

María Paula Etcheberry

Amigos que se dejan de hablar por diferencias ideológicas. Familiares que se distancian. Insultos y cancelaciones cruzadas en redes sociales. Discusiones que escalan en agresividad, pero no en profundidad. Estamos ante el escenario perfecto para que se potencie aún más la irrupción de líderes populistas en el mundo. Con su apuesta por la polarización y la confrontación constante, los liderazgos populistas erosionan las instituciones democráticas. Todas las democracias enfrentan estos riesgos en diferente escala.

Este es el escenario que le preocupa a Enrique Krauze, ensayista, editor e historiador mexicano que hace poco estuvo de visita en Argentina para presentar su reciente libro 'Spinoza en el Parque México' (Tusquets), una suerte de biografía intelectual desplegada en forma de diálogo con el escritor español José María Lasalle.

Ingeniero industrial, doctor en Historia y editor de la revista Vuelta, junto al recordado poeta y ensayista mexicano Octavio Paz, Krauze estudió el fenómeno de los caudillos y la construcción institucional de México durante el siglo XIX. Fiel a una visión liberal de la política, en su libro, ya desde el mismo título, rescata el pensamiento de Baruch Spinoza, filósofo de origen judío nacido en Ámsterdam en el siglo XVII, como antídoto contra el clima de discordia actual. “Estamos rodeados de una atmósfera de intolerancia –dice–. Sobre todo, en las redes sociales, pero también en las conversaciones de los cafés o de las propias familias”.

Prevalece en el mundo una suerte de discordia universal, agrega Krauze. “Una parte del mundo cancela a la otra, y la otra se siente cancelada. También hay muchas intolerancias, étnicas, ideológicas, raciales, religiosas. Y luego, tenemos a los políticos populistas. Uno de sus fundamentos es la polarización, dividir a un país entre el pueblo y el no pueblo, que no tiene derecho a ser escuchado”.

En su libro hay una presencia fuerte de la figura de Baruch Spinoza. ¿Qué lecciones nos ofrece su filosofía hoy?

Este tiempo, caracterizado por la intolerancia, no es muy distinto del que enfrentó Spinoza. Sufrió la intolerancia religiosa, que llevó a las guerras de religión en el siglo XVII. Se llegó al extremo de convertir una diferencia de opinión o de punto de vista en una herejía merecedora de una excomunión, que implica dejar de pertenecer, casi de existir. Ahora las excomuniones se hacen en internet, en las redes sociales y las hacen los gobiernos populistas. Entonces, frente a esa excomunión, Spinoza reaccionó, dedicando su vida a la comprensión de las pasiones humanas y a la defensa a ultranza de la libertad de pensamiento, de creencia y de expresión. Esto lo demostró en sus libros y en su vida. Una vida silenciosa, ejemplar, separada del poder, de la academia y de los honores, puliendo lentes en su pequeña casita afuera de Ámsterdam. Así vivió Spinoza. Es un ejemplo perfectamente actual para enfrentar este mundo. Frente a la irracionalidad, la intolerancia, la opresión y la mentira, tenemos a Spinoza.

En el libro hay también una reivindicación de la heterodoxia, de la crítica a lo establecido y de cuestionar los dogmas. ¿Hemos perdido hoy el espíritu crítico por la rapidez que nos exigen las nuevas tecnologías, que no dejan tiempo suficiente para detenernos a pensar? ¿Somos una sociedad menos profunda?

Sin duda alguna, aunque también hay aspectos positivos y magníficos de la revolución de la información. Pero sí hemos perdido la capacidad de profundizar en la crítica razonada, basada en hechos, y no en opiniones. Perdimos la idea de que existen hechos que, para parafrasear a Spinoza, son tan elementales como que los ángulos del triángulo dan 180 grados. Es una verdad evidente, es un axioma. Existen verdades axiomáticas y empíricamente comprobables. El respeto por los hechos, basados en la razón y la observación, es un rasgo del racionalismo científico, que tuvo su primer despertar un poco antes del siglo XVII. Hoy hemos olvidado el respeto a esa verdad objetiva. Y este es otro rasgo de nuestro tiempo: cada quien tiene derecho a su opinión.

Octavio Paz fue uno de los más grandes autores latinoamericanos del siglo XX. ¿Cómo fue trabajar con él? ¿Qué le dejó esa experiencia como legado?

En el libro cuento mi relación con grandes maestros. Pero, sin dudas, se destaca la figura de Octavio Paz, al que conocí cuando tenía 29 años. Y al poco tiempo me invitó a ser secretario de Redacción de la revista Vuelta, que se publicó desde noviembre de 1976 hasta abril de 1998, cuando él murió. Todavía me acuerdo del teléfono de él. Nos veíamos dos o tres veces al mes, pero hablábamos mucho por teléfono. Era un prodigio escucharlo. A propósito de cualquier cosa empezaba a hablar de Platón, Dante o Shakespeare, de la política de la URSS y de todos los temas que te puedas imaginar. Todo le suscitaba curiosidad. Voy a contarte algo gracioso. Un día a principios de los años 80, a propósito de un Mundial, escribí un artículo sobre fútbol de México. Y entonces Paz me dijo: ‘No estoy de acuerdo con lo que usted dice, porque no es verdad que el club de fútbol América haya tenido esa relevancia en ese año’. No le gustaba particularmente el deporte ni tampoco el fútbol. Lo que le molestaba es que había un dato que no era preciso.

En Argentina surgió el fenómeno de los liberales-libertarios. ¿Cómo podemos precisar mejor los conceptos de liberalismo, neoliberalismo e ideas libertarias, que muchas veces se mezclan en nuestra cultura política?

Muy buena pregunta. Primero, yo vengo de una familia de inmigrantes judíos polacos que llegaron a México en los años 30. Mi abuelo siempre decía: ‘Yo llegué a México y fui libre, aunque comiera una sola vez al día’. De mis abuelos aprendí a respetar el valor cardinal del hombre: la libertad.

En segundo lugar, yo pertenezco a la generación del 60, participé del famoso movimiento estudiantil en México que fue reprimido por el Gobierno. Lo viví como un movimiento de libertad frente a la autoridad arbitraria del poder. Y en la revista Vuelta tuvimos que enfrentar la persistencia del totalitarismo soviético en su avatar chino o cubano. Nuestra lucha por la libertad fue frente a los gobiernos militares de la Argentina, Chile, Uruguay y Brasil, pero también criticábamos a Cuba y a la guerrilla. Lo que queríamos era la democracia y la libertad. Y por eso nos dijeron reaccionarios. La ideología libertaria, en cambio, está vinculada al anarquismo, y ha llegado a posiciones de derecha que no comparto. No creo que el individuo pueda ir solo frente al mundo, ni en la religión del individualismo y el egoísmo. Algunos libertarios dicen ‘mi Dios es la libertad’. Pues yo no creo en ninguna deidad.

En cuanto al neoliberalismo, es el liberalismo en la economía. Creo en la empresa privada como célula de creatividad. Vender es muy difícil. Es más fácil cobrar un cheque del gobierno que ir a tocar una puerta para vender lo que sea, con la terrible angustia del ‘y si no me compran, ¿qué?’. Pero, de ahí a predicar el Estado mínimo, pequeño, manejado por el libre mercado, hay una distancia. El Estado tiene su lugar. Pero en estos tiempos confusos, por un lado, está la vociferante e intolerante prédica de los que se dicen libertarios y la vociferante prédica de los populistas. Estamos en la hora de la estridencia y la irracionalidad.

Yendo a América Latina, ¿cómo ve hoy la situación de las democracias de la región? ¿Qué desafíos enfrentan? ¿Es el populismo un riesgo para las democracias?

El populismo es la demagogia en el poder y siempre ha sido un riesgo para la democracia, desde la Antigua Grecia. La democracia siempre está en riesgo, siempre hay que cuidarla, fortalecerla, alimentarla. La democracia es mortal y de corta vida desde los griegos. La época dorada de Pericles en Atenas fue muy breve. Después vinieron tiempos que no eran exactamente democráticos. El populismo tiene por designio acabar con la democracia, desvirtuarla, desfundarla, destruirla. Todo lo que hace el populismo, la concentración del poder, el monopolio de la voz pública en un líder, la movilización permanente de las masas, la polarización, la invención de teorías conspiratorias, su falta de respeto a la ley y a las instituciones, su completa incapacidad de escuchar al otro, todo eso es antidemocrático.

Pero, viendo América Latina, Chile es una democracia, Uruguay, Argentina, Colombia y Brasil también. Aunque estén llenas de problemas. Hay elecciones libres, hay libertad de expresión y debate público. Todo lo enconado, degradado y polarizado que se quiera, a veces incluso con gobiernos populistas que entronizan la mentira. Son democracias enfermas de polarización y de odio, pero son democracias todavía. Venezuela y Nicaragua son claramente dictaduras. Y Cuba ni siquiera se ha propuesto ser democrático. México está en vilo. Puede dejar de ser una democracia si se sigue acosando la libertad de expresión, fustigando desde el poder a los periodistas y, sobre todo, si se llega a aprobar la reforma que destruiría el instituto electoral. Es como decir que en un partido de fútbol ya ganó de antemano uno de los contendientes y no hay árbitro. Pero, hay otro país en América cuya democracia está en un momento muy delicado, que es Estados Unidos. Trump y quienes lo siguen representan un serio peligro de fascismo. Tengo la impresión de que la más antigua democracia del continente va a resistir.

¿Y cómo nos afectan los caudillos en México y en América Latina? ¿Qué podemos aprender de México sobre cómo lidiar con la violencia y el narcotráfico?

Estudié a la generación de constructores de México, similares a los grandes constructores argentinos del XIX, como Sarmiento o Alberdi. Siempre me interesó la construcción institucional. Porque la única forma de evitar el caudillismo y el militarismo es la institucionalidad. Nuestros países tienen ese gen caudillista y monárquico. A esos dos componentes del ADN latinoamericano hay que oponer la institucionalidad democrática con la que soñaron los grandes pensadores del siglo XIX, y que plasmaron en muchas Constituciones.

A fines del siglo XX hice un esfuerzo por retomar el ideal democrático de pensadores mexicanos. Y esa idea prendió después de largas luchas. Pero ahí está el ADN caudillista y monárquico del poder absoluto, aunado a la soberbia de la tradición revolucionaria, la admiración por Fidel Castro, más que anacrónica y absurda. Y todo eso junto, todo ese compuesto extraño, es el populismo mexicano. México está en vilo, sufre la violencia, la falta de Estado de derecho, el poderío del narcotráfico y una presencia inusitada de los militares en la política. Todo esto es muy preocupante. Pero seguimos dando una buena pelea por la democracia.

¿Qué antídoto tenemos contra la polarización y el populismo? ¿Cómo podemos definir al populismo, que puede ser catalogado como de izquierda o de derecha?

Hay más similitudes entre los populistas, entre Trump, Bolsonaro, Chávez, López Obrador, Orban, etc., que diferencias ideológicas que los separen. Comparten el culto a la personalidad, la movilización de las masas, la polarización. Frente a ellos, tenemos que defender la verdad objetiva. Ejercer el periodismo apegado a los hechos, y dar la pelea todos los días, para evitar que la polarización extrema triunfe y deje un vacío en el centro. Mi abuelo me contaba sobre la experiencia dramática de la Alemania de Weimar. Los socialistas, los comunistas, los liberales y socialdemócratas se odiaban tanto entre sí que llegaron los nazis y los exterminaron a todos. Cuando los extremos triunfan, el espectro del centro, siempre el mayoritario, se hunde; y solo queda la dictadura o la guerra civil. Ningún país está vacunado contra ese virus. Se trata de disminuir los riesgos con el debate democrático y civilizado, la libertad de expresión y de prensa, y la tolerancia.

Publicado en La Nación de Argentina el 26 de noviembre de 2022.

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