Voto de protesta
A veces no votar es una forma de votar. En las elecciones legislativas del pasado 6 de julio, la noticia más preocupante fue la abstención. En los comicios intermedios de 1997, antes de la euforia democrática del 2000, la abstención fue del 42%. Ahora rebasó el 58%, a pesar de que estaban en juego (además de la legislatura) seis gubernaturas y otras cuatro elecciones locales que, por su propia naturaleza, tienden a incentivar la participación. Habrá que estudiar el fenómeno con detenimiento, pero en este caso la abstención no parece indicar tanto apatía e irresponsabilidad ciudadana (aunque las hay, sin duda) como desencanto, frustración y hasta franca reprobación, no sólo de la dispendiosa vacuidad de las campañas (500 millones de dólares tirados, literalmente, a la calle, en un país pobre), sino del desempeño todo del Poder Ejecutivo y el Legislativo. El mandato electoral del 2 de julio de 2000 fue muy claro: un presidente del PAN y un Congreso de la oposición, fórmula natural tras medio siglo de monopolio político del PRI, y arreglo razonable que invitaba a la negociación, no a la inmovilidad. Pero eso es lo que se ha vivido: inmovilidad. Es verdad que muchas cosas malas que pudieron haber ocurrido no han pasado (violencia política, inestabilidad económica, estallidos de descontento social). Pero muchas cosas no sólo buenas sino absolutamente necesarias no han ocurrido tampoco: el país está estancado, desorientado, urgido de política, hastiado de politiquería, perdiendo un tiempo que no puede perder en la instrumentación de reformas estructurales imprescindibles para su buena marcha. Una parte sensible del electorado lo percibe y se ha abstenido de votar. Con ello ha hecho un llamado de atención muy severo al Presidente, a los partidos políticos y a la clase política en general. Si la situación continúa, el descontento tenderá a buscar canales de protesta no institucionales y liderazgos extrademocráticos, y México podría ingresar, a no muy largo plazo, al patético club del populismo latinoamericano.
El presidente ha desestimado la significación crítica de las elecciones. "Fox -dijo, usando la mayestática tercera persona- no estaba en la elección", implicando que si hubiese estado en ella los resultados habrían sido distintos. Los equívocos de su declaración son significativos. Fox no se vive como presidente sino como un candidato permanente que día a día mide su popularidad en las encuestas para sentirse triunfador de un plebiscito cotidiano. Pero como el primer mandamiento de la política mexicana es la no reelección, es obvio que Fox no estuvo ahora ni estará ya en ninguna elección, por lo que la única manera de calificar su gestión no es a través de las encuestas sino de los votos. Y éstos, inequívocamente, resultaron adversos a su gestión y al partido que lo llevó al poder. Algunos sectores de la población, anclados todavía en conceptos arcaicos de legitimidad política, ven a Fox como una especie de papá bonachón, honesto, risueño y parlanchín, pero el electorado moderno (mayoritario, creciente, alerta, joven) sabe que a un mandatario hay que medirlo por su capacidad de liderazgo y sus resultados. Aquélla se agotó el 2 de julio del 2000, y éstos, sin ser nulos, han sido penosamente pobres.
Junto con el gobierno, el otro perdedor ha sido el Partido Acción Nacional. En las elecciones legislativas, disminuyó en un 7.3% con respecto al 2000, perdió ante el PRI al menos la gubernatura fundamental de Nuevo León y varias presidencias municipales significativas. Hacia 1939, el fundador del PAN, Manuel Gómez Morín, dijo que la misión de su partido sería como una "brega de eternidades", así de poderoso percibía al aparato clientelar del PRI, así de remota veía la posibilidad de derrotarlo. La brega, finalmente, se adelantó de la eternidad al año 2000. El PAN merecía el triunfo que obtuvo por su tesón y su coherencia, pero no ha sabido qué hacer con él, salvo desperdiciarlo en un inútil ajuste de cuentas pasadas con el PRI. Hay quienes consideran que la derrota electoral del PAN será definitiva y lo regresará a la "brega de eternidades", pero el veredicto es prematuro. Sigue siendo la segunda fuerza electoral de México y tiene un presidente en la residencia oficial de "Los Pinos" (aunque a veces ninguno de los dos parecen darse cuenta).
El PRI se ve en la imagen del ave fénix. Se comprende: aumentó su representación en la Cámara de 132 a 162 diputados. Pero el porcentaje de su votación fue el mismo que en 2000 (37.8%). ¿Es una victoria propia o una derrota del PAN? Nadie sabe a estas alturas (los priistas menos que nadie) cuál es el programa del PRI. El partido no ha tomado la iniciativa en ninguna reforma de fondo (más bien las ha bloqueado), y padece una evidente fragmentación interna que, de no resolverse, puede provocar todavía una estampida hacia el PRD. El PRI -que Fox "echó de los Pinos"- tiene frente a sí la oportunidad de hacer lo propio con Fox, pero sería bueno que lo intentara dando muestras de responsabilidad: podría encabezar o apoyar las reformas estructurales, aislar a sus últimos "dinosaurios", lograr progresos tangibles en las gubernaturas que ha ganado, y poner en marcha un mecanismo democrático interno para la elección del precandidato para el 2006 (carrera que, habida cuenta de la debilidad presidencial, se adelantará irremediablemente).
El PRD gobierna un país llamado Distrito Federal. En la ciudad de México se ha vuelto a repetir (por la vía legítima y electoral) el viejo fenómeno mexicano del "carro completo", que antes el PRI lograba mediante su munificente patronazgo. En el DF, el PRD alcanzó el 44.6% de los votos, y 27 de los 30 distritos. Aunque la tendencia venía desde tiempos de Cuauhtémoc Cárdenas, el consenso reciente lo ha logrado Andrés Manuel López Obrador, cuyo estilo, casi opuesto al del presidente Fox, transmite una imagen de discreción, eficacia, austeridad y trabajo. Contendiente natural para el 2006, López Obrador deberá sin embargo empujar los límites electorales de su partido. En los comicios intermedios de 1997, el PRD alcanzó el 26%; en 2000 el 19.1% y ahora bajó al 18.4%. En el nivel nacional, su presencia es aún menor (15.1%) y hay estados en donde no llega al 2%. Esta condición francamente minoritaria se debe, quizá, a la desconfianza hacia los viejos esquemas doctrinarios del PRD. Además de estos problemas, nada nimios, López Obrador deberá sortear la tradicional autofagia de la izquierda mexicana.
El panorama, pues, no es halagador. Liquidada la presidencia imperial, el país necesitaría el liderazgo firme y propositivo de su presidente y el desempeño responsable de sus partidos políticos. Pero Fox vive en una nube, los partidos en un teatro solipsista y México en una pausa histórica con cargo a las generaciones futuras. Se necesita una reforma fiscal para emprender obras de infraestructura, rehacer de raíz sus aparatos de seguridad y reestructurar el sistema educativo; una reforma energética no sólo en el ámbito eléctrico sino en el del gas, que absurdamente México importa de Estados Unidos (a su vez, país importador); una reforma laboral para hacer más flexible y atractivo el mercado de trabajo y hacer llegar la inversión directa; una reforma jurídica para acercarse, así sea pálidamente, al Estado de derecho que los ciudadanos de todas las clases sociales (acosados por la delincuencia) sueñan y merecen; una reforma política (que según Jorge Castañeda es la prioritaria) para introducir la reelección en el Legislativo, la probable segunda vuelta en la elección presidencial y otras medidas que aseguren la gobernabilidad en un contexto pluripartidista. México necesita todo eso y más, pero ¿quién tomará la iniciativa?
Pensando en el 2006, todos evitarán pagar "costos políticos". El presidente confiará en el oráculo de las encuestas, el PRI confiará en el deterioro del PAN, el PRD confiará en la estrella ascendente de López Obrador, y el PAN, por lo visto, confiará en la Divina Providencia. Mientras tanto, un país de cien millones de habitantes, pleno de problemas pero también de potencialidades, ha dado un voto de protesta contra una deficiente gestión de la democracia.
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