El voto de la responsabilidad
Hace medio siglo, el gobierno mexicano enfrentó un dilema semejante al actual. El presidente Manuel Ávila Camacho se había formado en los ideales de un poderoso nacionalismo que creó una nueva cultura y recobró la soberanía sobre nuestros recursos. Con todo, en aquel momento crucial de la Segunda Guerra Mundial, Ávila Camacho decidió que México debía aislarse con Estados Unidos. Desde enero de aquel año, antes de la declaración de guerra, había encomendado la Comandancia de la Región Militar del Pacífico a su antiguo jefe y amigo, el general Lázaro Cárdenas. Su misión era instrumentar la defensa de nuestras costas en coordinación con su contraparte estadounidense, el general John L. De Witt. Tras la primera conversación entre ambos, Cárdenas apuntó en su diario: “Colaborar en la defensa de una causa, sí y con toda sinceridad, pero con dignidad, exigiendo que no se quiera considerar a México como pueblo inferior”. En la práctica, Cárdenas logró que los trabajos (construcción de aeropuertos militares, instalación de equipos de radar) se efectuaran invariablemente con personal mexicano, pero con supervisión técnica estadounidense. Tras el hundimiento del Potrero del llano (13 de mayo de 1942), México envió al gobierno de Alemania un ultimatum que fenecía el día 21, y que Hitler no respondió. El 22, Avila Camacho ofreció a Lázaro Cárdenas la Secretaría de la Defensa Nacional. El más querido y prestigiado general de la Revolución, el héroe de la Expropiación Petrolera, aceptó, y acto seguido propuso diseñar un plan integral para la reforma de nuestras fuerzas armadas. El 9 de septiembre tomó posesión oficial de su cargo.
La opinión pública estaba en contra de la declaración de guerra. Una encuesta realizada sobre la base de 11 mil 464 personas (sindicalistas, burócratas afiliados al PRM, miembros de organizaciones de izquierda y gente del común) arrojó un 60 por ciento de votos en contra. Entre la clase media y alta y las organizaciones de derecha, la proporción era mucho mayor. ¿Cómo interpretar entonces la impopular decisión de aquellos generales? No hay más que una explicación: pensando en el interés de México, ponderaron con realismo y responsabilidad los costos y beneficios de aquella terrible circunstancia. Por un lado, concluyeron que el país saldría menos perjudicado aliándose con su vecino. Y confiaron también que podría haber ciertos beneficios: "La guerra exige una renovación constante de materiales -explicó Avila Camacho en su mensaje a la nación, la noche del 3 de junio de 1942- y México está en aptitud de organizar su trabajo para contribuir de manera eficaz al incremento industrial de América." El tiempo les dio la razón (Véase Blanca Torres: "México en la Segunda Guerra Mundial", Historia de la Revolución Mexicana, Período 1940-1952, Volumen 19, El Colegio de México, 1979, pp. 81-141.).
El episodio guarda lecciones importantes para esta hora crucial. Se dirá que Hussein no es Hitler. Hay que recordar que, a mediados de 1942, la opinión pública mundial no conocía los extremos genocidas a los que llegaría Hitler y que, en nuestro tiempo, Hussein es el único gobernante que ha usado armas genocidas... contra su propio pueblo. Pero el paralelo entre los dos tiranos no es lo esencial para normar nuestro voto. Tampoco es central el juicio último que tengamos sobre la próxima guerra porque, desgraciadamente, nuestro voto no afectará su curso. En mi caso, he insistido, en este y otros foros, en que la guerra planteada por Bush es una insensatez histórica que podría desatar el incendio del mundo musulmán, la caída de sus regímenes "moderados" y la intensificación del terrorismo. Creo, como mucha gente, que la "contención temporal" sería mil veces preferible: cercado por aire y tierra, y teniendo sobre sí los reflectores del mundo, Hussein no puede avanzar en sus designios nucleares. Lo más aconsejable sería apretar el cerco y ganar tiempo, hasta que el dictador se derrumbe por dentro. No obstante, y a contracorriente, pienso también que México -en defensa de sus legítimos intereses- tiene motivos para votar un sí condicionado.
Nuestro voto puede ser decisivo, en varios sentidos. No, repito, para detener la guerra (que Estados Unidos desencadenará, con toda probabilidad), sino para evitar que Estados Unidos vaya a esa guerra sin la autorización de la ONU. Aunque parezca increíble, en el voto de México puede residir nada menos que el futuro de esa organización capital para el futuro de la civilización. ¿Cuál es, en este caso, el mal menor? ¿Debemos avalar la actual resolución que consigna el repetido incumplimiento de Irak con los acuerdos de desarme? ¿O debemos abstenernos e incluso votar en contra? Supongamos que el gobierno de Fox opta por este camino. Las encuestas y la opinión pública nacional lo favorecerán, aunque no tanto como él esperaría: sus adversarios ideológicos y políticos le escatimarán méritos, como han hecho repetidamente desde el 2 de julio de 2000. Los verdaderos costos vendrán de Estados Unidos, independientemente del desenlace de la guerra. Si el vecino del norte sale fortalecido o maltrecho (o si no sale), nuestro país resentirá los efectos.
Los capitales fijos establecidos en México tenderán a permanecer. Es posible que los "capitales golondrinos" vuelen provocando una caída de la paridad, pero esa caída -paradójicamente- podría impulsar a nuestra aletargada economía por la vía de las exportaciones. No obstante, hay circunstancias que afectarían a las empresas exportadoras mexicanas, grandes o pequeñas, aunque tuviesen el incentivo de una mejor paridad. La percepción de que México "abandonó" a Estados Unidos puede provocar infinidad de actos de boicot, grandes y pequeños, contra nuestras empresas y productos en Estados Unidos. Recuérdese que el 90 por ciento de nuestro comercio es con ellos. ¿Cuántos permisos, contratos, órdenes de compra, dependen de un empleado público o privado estadounidense que puede ejercer su discrecionalidad contra los productos y empresas mexicanos?
Lo cual nos lleva al verdadero costo: la xenofobia. En México estamos acostumbrados a pensar que Estados Unidos opera como el viejo sistema político del PRI: si estamos bien con el Señor Presidente estamos bien con el país. Por eso hablamos tanto de lo que Bush dice o deja de decir. Las amenazas que Bush ha proferido en estos días -en su infinita arrogancia y estupidez- han hecho ya un daño irreparable (como señaló Paul Krugman en The New York Times, 7 de marzo), pero Bush no es Estados Unidos. Hay otros factores que a la larga pueden contar aún más: el Congreso, las legislaturas locales en los estados de mayor población mexicana, los medios de comunicación (TV, radio, periódicos, revistas) nacionales, estatales y locales, y sobre todo, el estadounidense común y corriente, el maestro de escuela, el oficial de policía, el despachador en una tienda de autoservicio, el mesero del restaurante, el consumidor de aguacates, muebles, cervezas, panes. Agraviado porque "México votó contra nosotros o no nos apoyó", ese personaje (que no lee The New York Times ni conoce la opinión liberal) puede no sólo rechazar los productos mexicanos: puede rechazar, discriminar, perseguir, acosar a los mexicanos.
¿Para qué entramos al Consejo de Seguridad, si no para ejercer una diplomacia más dinámica y hacer que se escuche nuestra voz? Y si la diplomacia no sirve para negociar mejor, ¿para qué sirve? ¿Para dar cocteles? Negociar con Estados Unidos en estas circunstancias no significa "vender" nuestro voto, sino actuar (como aquellos generales de la Revolución) en favor de millones de compatriotas. En vez de mecernos en las nubes retóricas del nacionalismo, ¿por qué no proponemos medidas inmediatas y concretas al gobierno de Washington? Una de ellas puede ser muy simple: reconocer oficialmente la Matrícula Consular. Este instrumento es objeto de una feroz campaña por parte de muchas autoridades estadounidenses, pero ha tenido un efecto de enorme utilidad en la vida de los migrantes, sobre todo los indocumentados. Les ha facilitado toda clase de trámites (comerciales, bancarios, de servicios, etc.), y les otorga un sentido de protección e identidad.
"A quién le importa lo que diga México", dijo el displicente funcionario de la representación estadounidense en el Consejo de Seguridad. Al mundo entero, podríamos contestarle. Ahora no tenemos que declarar la guerra a nadie, ni apoyar con productos el esfuerzo bélico, ni enviar soldados al Golfo Pérsico, pero frente a nosotros se abre la más seria disyuntiva. La hora, no cabe duda, es de tristeza, justificado temor e incertidumbre, pero podemos estar a la altura de nuestras responsabilidades si emitimos un voto razonado cuyo único sentido sea el de evitar la disgregación de la ONU, cuidar la economía nacional y proteger la vida diaria de nuestros compatriotas en Estados Unidos.
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