La voz de la legalidad
Querétaro no es una ciudad más en la geografía histórica de México. Querétaro es la capital jurídica de México, la ciudad en donde, en 1867, la ley mexicana se dio a respetar en el mundo. Este Teatro de la República no es un teatro más en la geografía artística de México: es el escenario donde los Constituyentes de 1917 firmaron la Carta que rige nuestra vida en común. Y Ezequiel Montes Ledesma no es un prohombre más en aquella portentosa generación liberal nacida en los albores de la era independiente, gracias a la cual México tiene una vida constitucional.
Ezequiel Montes Ledesma fue un emblema de la legalidad, acaso el más distinguido de todos, en una pléyade de personajes que en sí mismos eran también, todos y cada uno, creadores de un orden legal que llegaron a defender con sus propias vidas, porque conocían los extremos de la tiranía. Abogado, juez, ministro de Justicia, orador destacado en el Congreso Constituyente a favor de la Ley Juárez, polemista brillante frente al poder omnímodo y ya anacrónico que entonces tenía el Clero, legislador de la vida civil y penal, ministro de Relaciones Exteriores, embajador ante la Santa Sede, magistrado de la Suprema Corte de Justicia, diputado, Montes encarnó el espíritu liberal, no sólo por haber recorrido todo el espectro posible del trabajo jurídico, sino por haber sido, en palabras de Daniel Cosío Villegas, "uno de los baluartes de la oposición en los diez años de la República Restaurada". Ejerció la oposición cuando parecía innecesaria, en plena gloria de Juárez y Lerdo. Esgrimió esa oposición como muestra de la más radical libertad, y porque sin crítica el poder público se corrompe. Ley y libertad eran las dos palabras que signaban su vida. Pero una palabra más, no del todo común en su tiempo, definió el perfil de don Ezequiel: la palabra democracia. Siendo ministro de Justicia en el gabinete del general Manuel González, don Ezequiel logró la aprobación de una ley para elegir popularmente a las autoridades judiciales inferiores. ¿Qué nos dice entonces esta ciudad de las leyes, este recinto de las leyes, este personaje de las leyes, en el momento actual?
En sus 185 años de vida independiente, México sólo ha vivido en un orden legal democrático durante tres períodos: un decenio en el siglo XIX (el luminoso período de la República Restaurada), un año en el XX (el sueño democrático de Francisco I. Madero) y el primer lustro del siglo XXI. Este México, que ensaya por tercera ocasión la democracia, enfrenta una prueba crucial de la que depende no sólo nuestro futuro como sociedad civilizada (respetuosa de las leyes, las libertades, las instituciones) sino también -en alguna medida- el futuro de la democracia en Latinoamérica.
Si el ganador de la jornada del 2 de julio, aunque sea por un voto, hubiera sido Andrés Manuel López Obrador, no tengo la menor duda de que sus contrincantes le habrían alzado la mano. La razón es clara: ninguno de ellos ha puesto en duda la autoridad del IFE, una autoridad ganada a pulso en infinidad de jornadas de civilidad electoral; una autoridad que revirtió, en unos años, decenios de sufragios inefectivos. Y no sólo sus adversarios habrían levantado la mano del candidato del PRD: también, estoy seguro, lo habrían hecho los electores, esa mayoría de ciudadanos (un 65% del total de votantes) que no votó por él, pero que sin embargo cree en el IFE y cree en el primer mandamiento de toda democracia: el poder debe recaer en quien decida la mayoría.
Pero, a final de cuentas, fue Felipe Calderón quien obtuvo esa mayoría en el conteo del IFE. La gran pregunta fue siempre ¿respetará el resultado Andrés Manuel López Obrador? La clave estaba en las siglas de su partido, el Partido de la Revolución Democrática. ¿Por cuál de las dos posibilidades contenidas en su denominación optaría el PRD? Mi deseo, por supuesto, era que, ateniéndose a los resultados, López Obrador se apegara sólo a la segunda de sus siglas, la democracia: que reconociera su derrota y siguiera luchando por su proyecto dentro de los cauces democráticos. O que no la reconociera, y para impugnarla acudiera con pruebas al Tribunal Federal Electoral.
Éste es el paso "formal" que ha dado (la palabra "formal" es textualmente suya) y en ese sentido su decisión se apega a la legalidad democrática. Pero en las intervenciones públicas del abanderado del PRD hay un agregado preocupante, más conforme a la primera de sus siglas (la palabra Revolución): ha negado autoridad al IFE y ha convocado a diversas "asambleas" para "informar al pueblo". La fórmula empleada es desconcertante: la única "asamblea" legal que existe en México es el Congreso de la Unión. Su llamado puede ser el presagio de un vasto movimiento que someterá a las instituciones a una dura prueba.
Hay muchas personas respetables, sensatas y valiosas en la izquierda mexicana que pueden favorecer la conducción del proceso de impugnación por la vía puramente democrática. ¿Qué podemos decirles, que toque en ellos una fibra sensible y los convenza? Podemos decirles que admiramos el modo en que han puesto el tema de la pobreza en el centro de la agenda nacional. Podemos decirles que reconocemos su tenaz lucha social. Podemos admitir las fallas del liberalismo económico, aplicado con terquedad ortodoxa e insensibilidad. Podemos -al menos en mi caso- rechazar, como ellos, la injerencia de cualquier gobierno en la vida privada de las personas. Importa mucho hacer ese reconocimiento, pero importa aún más transmitir a los demócratas de izquierda el deber de valorar las conquistas políticas de México y de promover -como prometieron, en caso de triunfar- la reconciliación de los mexicanos.
Es ahí, si no me equivoco, donde cobra sentido releer la historia para escuchar la voz colectiva de Querétaro, el murmullo de las sesiones en el Constituyente, y el testimonio de Ezequiel Montes. En 1867 pronunció estas palabras que parecen haber sido dichas para los mexicanos de hoy, en especial para los demócratas de izquierda: "seamos leales a la Carta fundamental y no derramaremos sangre ... ni violaremos la Constitución con el pretexto de salvarla".
Socavar la democracia con el pretexto de salvarla es una deslealtad a las instituciones electorales que con tanta dificultad y costo hemos construido, es dar la espalda a la voluntad de más de cuarenta millones de compatriotas que sufragaron, y al trabajo y la honestidad de más de novecientos mil ciudadanos que organizaron los comicios (comicios, hay que repetirlo, que contaron con las representación de todos los partidos). Pero lo peor es que esa actitud podría traer consigo, como en tiempos de Ezequiel Montes, un riesgo de "derramamiento de sangre".
Ésta es, me atrevo a pensar, la lección del pasado que nos convoca aquí, en el Teatro de la República de Querétaro, para honrar la memoria de don Ezequiel Montes. Demos la gran batalla de las ideas y los proyectos, una batalla feroz, si se quiere, pero siempre dentro de los cauces legales. Hagamos, en suma -como dijo don Ezequiel-, "un verdadero ensayo de la Carta Federal; si es buena, dejémosla como está, si no lo es, reformémosla", pero no actuemos al margen de las instituciones vigentes.
Todos los actores políticos del momento actual, sobre todo el gobierno y el abanderado del PAN, deben actuar con la más extrema prudencia. Un gesto triunfalista, una palabra de más, un acto prepotente, pueden conducir al desastre. Prudencia, paciencia y generosidad son las virtudes que reclama la hora. A sus adversarios vale la pena recordarles que sólo con el respeto a las instituciones que nos hemos dado lograremos arraigar ahora y para siempre la democracia.
Desde esta tribuna de México, como ciudadano, me permito hacer un llamado a defender la legalidad y las instituciones como las únicas vías para consolidar la democracia y dar paso a la concordia. Concordia, hermosa palabra latina que habla de un pueblo bajo la imagen de un mismo corazón, un corazón no escindido.
*Discurso pronunciado el 5 de julio de 2006, en la recepción de la medalla "Ezequiel Montes Ledesma".
Reforma