El agravio y la democracia
Hace justamente seis años, cuando teníamos enfrente las elecciones en Sonora y Nuevo León, la nueva conciencia democrática mexicana daba sus primeros pasos. No era la primera vez que el PAN u otro partido de oposición presentaban candidatos visibles y atractivos para el electorado. La diferencia residía en el momento histórico. La democracia pareció entonces nuestra primera prioridad nacional.
Habían pasado apenas tres años desde el estallido de la crisis. En 1982, un sector importante de la sociedad mexicana comprendió de pronto que la bancarrota de nuestra economía tenía raíces ajenas a la economía: raíces políticas. La concentración casi total de poder en el presidente de la república se había conjugado con la súbita y casi providencial aparición de recursos petroleros y crediticios disponibles para firmar, no nuestro ingreso a la modernidad, sino nuestra ruina por cuenta de Los Pinos. Sin contrapesos que lo limitaran, el presidente y un puñado de irresponsables colaboradores que se cuentan con los dedos de las manos desadministraron nuestra abundancia haciéndonos perder una década preciosa. De Sonora a Yucatán muchos mexicanos advirtieron hasta entonces la profundidad de nuestro retraso político y pensaron que en el reducido repertorio de la historia humana sólo hay sistema vigente y probado de progreso político habría que adoptarla con la mayor urgencia: la democracia.
La alquimia imperó como siempre en aquellas elecciones de julio de 1985: el gobierno votó contra el voto, con todo. La temperatura política del país siguió subiendo hasta alcanzar un pico el año siguiente en Chihuahua. La fuerza del candidato de oposición, la madurez cívica de los chihuahuenses, el consenso democrático entre grupos influyentes como la iglesia o los empresarios, los atisbos autocríticos y la convicción reformista -no revolucionaria- de la izquierda, los ensayos democráticos en pequeñas comunidades y, desde luego, la crisis evidente del PRI y su brazo corporativo (la CTM), configuraban auténtica oportunidad histórica no sólo para el país... para el propio PRI. Por desgracia, el gobierno refrendó su ceguera: ¿Cómo permitir un triunfo de la oposición? ¿Qué no sabíamos que detrás de Barrio estaba la iglesia, los empresarios, los Estados Unidos, Lucifer y todos los malos de la tierra y sus alrededores?
El resultado de 1986 fue una "derrota" electoral del PAN pero una derrota moral del PRI. Estaba claro en la conciencia pública que el PRI --como don Porfirio en 1900, 1904, 1908-hablaba de cambios pero no quería cambiar. Lo que ocurrió después fue normal: de tanto repudiar la bandera de la democracia, un grupo del PRI se salió del PRI, recogió la bandera del suelo y se quedó con ella. El PRI le regaló al PRD la última palabra de su sigla.
Para explicar el ascenso del espíritu democrático mexicano, desde 1982 -y para predicarlo- recordé poco tiempo después una reflexión de Daniel Cosío Villegas en su Historia Moderna de México. Basado en las teorías de un pensador inglés -el Visconde Bryce- Cosío distinguía las diversas motivaciones democráticas en países como: y exponía su concepción particular sobre el resorte de nuestros movimientos democráticos. Para Cosío, nuestra democracia había sido relativa, había buscado siempre vengar o satisfacer agravios históricos: A partir de esta iluminación de Cosío Villegas, la conclusión me parecía evidente: México se movería hacia la democracia impulsado por el agravio insatisfecho que nos había infringido tres presidencias desastrosas: la criminal de Díaz Ordaz, la demagógica de Echeverría y la irresponsable de López Portillo. Como en el caso del Porfiriato, el agravio de un sistema aniquilado prepararía un nuevo maderismo. Como en el caso de la República Restaurada, el agravio del nuevo santanismo -el de su alteza serenísima José López Portillo- nos llevaría a poner diques definitivos al poder presidencial. Como en el caso de la Primera República Federal, el agravio de un sistema rígido, corporativo, patrimonial como el novohispano, haría el milagro de acercarnos en la práctica a la letra constitucional. Seríamos cada vez menos una monarquía sexenal centralista y antidemocrática y cada vez más una república, representativa, federal y democrática.
Mi impresión ahora es diferente. El agravio, con ser tan profunda, no es ya ni debe ser el fundamento de nuestra futura democracia. Que no lo es, es algo que salta a la vista, vivimos un cierto debilitamiento de la energía democrática cuyo origen es claro: en sus tres primeros años de gobierno, el presidente Salinas de Gortari ha tomado la iniciativa de corrección histórica en varios aspectos de la vida nacional y lo ha hecho con tal acierto y, resolución que muchos mexicanos han olvidado el agravio y el origen del agravio. Si esta lectura es correcta, el agravio perpetrado por tres presidentes equivocados y diferido por la administración de De la Madrid habría sido neutralizado por Salinas de Gortari.
En cierta forma, es mejor que sea así, es preferible que el impulso hacia la democracia no tenga un carácter reactivo, no provenga del rencor o el resentimiento que buscan más la venganza o el resarcimiento que una nueva construcción social. Por eso se explica que un grupo de empresarios de Monterrey hayan vuelto a sellar el pacto corporativo con el PRI. "El agua vuelve a su nivel", "aquí no ha pasado nada", "todos estamos en el mismo barco" son de nueva cuenta las frases de moda. Un desempeño presidencial inverso al de los mandatarios de "La decena trágica" ha bastado para que estos empresarios se repongan de sus fiebres democráticas y pronuncien, dentro del PRI, las mismas palabras que hace 10 años los cimbraron: "no nos volverán a saquear". Un buen presidente resuelve para ellos los problemas del excesivo presidencialismo.
Viéndolo bien, la democracia mexicana puede prescindir de quienes la utilizaban como instrumento de desagravio. En el futuro, debería también avanzar al margen de quienes la abrazaron por oportunismo. Los súbitos demócratas de la izquierda mexicana se dan golpes de pecho democrático desde 1988 (el año de su agravio) pero siguen presos de contradicciones morales que no han querido ver ni superar: ¿Por qué apoyan a Cuba? ¿Qué clase de socialismo predican luego de 1989? ¿Cómo concilian su estatismo, su populismo con la limitación de poder que está en la esencia de la democracia? Y, sobre todo, ¿cómo concilian el tono intolerante de sus discursos y sus escritos, de sus actitudes e ideas, con el respeto y la ponderación de las opiniones que constituyen también el núcleo de la ética democrática?
Ni la conciencia rencorosa del agravio ni el oportunismo son vías francas para construir la democracia. El fundamento de nuestra futura democracia debe ser positivo: debemos buscarla porque es el único orden legal que permite el gobierno de la sociedad por sí misma, porque es el único acuerdo que promueve la administración de los desacuerdos, porque es el único régimen que previene y evita la cesión extensiva de poder a un solo hombre, por más juicioso que sea. México, hay que repetirlo, no ha resuelto su transición a la democracia. Los demócratas reactivos piensan que esa transición es ya prioritaria. Los demócratas oportunistas la predican como medio para alcanzar el poder. Los demócratas sin adjetivos creen en ella como un valor en sí mismo y siguen considerándola la primera prioridad nacional.
El Norte