Jack E. Kightlinger [Public domain], via Wikimedia Commons

Breve historia de la corrupción

"El poder corrompe, el poder absoluto corrompe absolutamente"

Lord Acton 

"¿De dónde viene la corrupción?" La pregunta de mi hijo mayor me tomó por sorpresa. Cuando tenía su edad, no se me ocurrió formular a mi padre una cuestión similar. La corrupción debió parecerme tan mexicana como los nopales. En sí misma, su inquietud denota un progreso político: cada vez más mexicanos se percatan de que la corrupción no es un rasgo cultural antiguo e idiosincrático sino un proceso histórico relativamente reciente, susceptible de ser controlado y, en gran medida, superado.

Se ha dicho que sus raíces están en la época colonial. El poder patrimonial absoluto de los monarcas españoles sobre sus dominios, transferido caso intacto a sus representantes en las Indias, los virreyes, habría convertido el ejercicio de los puestos públicos en un negocio privado, hábito que a su vez habría persistido a través de los siglos. Es verdad que el enriquecimiento de los oficiales con sus puestos no estaba mal visto por la Corona que incluso propiciaba la "venta de oficios". Es verdad también que sólo ahora comienza a desvanecerse la idea de que los políticos son los dueños del país. Pero la vida política colonial era menos opresiva de lo que se cree y su herencia menos decisiva de lo que parece. Piénsese, por ejemplo, en la maravillosa institución del Juicio de Residencia. Cuando los virreyes cesaban en sus funciones o eran transferidos a otros reinos, sufrían un arraigo forzoso para enfrentar, y en su caso reparar, los agravios que hubiesen inflingido a particulares o corporaciones. Si el virrey moría en funciones, el resarcimiento recaía sobre su sucesión. En este sentido, la Colonia era más democrática que la época actual: ningún ex presidente ha tenido que responder, no se diga resarcir a la nación, por sus faltas, robos o asesinatos.

Los criollos -escribía Alamán- eran "prontos para emprender y poco prevenidos en los medios a ejecutar, entregándose con ardor a lo presente y atendiendo poco a lo venidero ...". Iturbide hizo negocios turbios en sus años de general invicto, Santa Anna tuvo haciendas en México y Colombia, pero ambos fueron despilfarrados, desidiosos, descuidados. Buscaban menos el poder que el amor de sus compatriotas. Soñaban con guirnaldas de oliva y un sepulcro de honor. El dinero no estaba en su horizonte práctico ni axiológico. Además, de haber querido enriquecerse, el pobre erario se los hubiese impedido.

Los liberales de la Reforma tuvieron todas las cualidades cívicas incluida, por supuesto, la honradez. (Juárez pedía préstamos personales para sobrevivir). Pero como sabían que los hombres son falibles, crearon una Constitución que limitaba las fallas de un posible Ejecutivo dispendioso o corrupto, por tres vías: la Comisión de Hacienda de la Cámara de Diputados, la Suprema Corte de Justicia y una prensa libérrima. Estas instituciones llamaron a cuentas al ex presidente Manuel González en 1885. México había vivido su primer momento de apertura económica caracterizado sobre todo por la febril construcción de los ferrocarriles. Al amparo del gobierno se hicieron negocios ilícitos que se tradujeron en un déficit fiscal escandaloso para esos tiempos y que estuvo a punto de provocar la consignación del secretario de Hacienda y el tesorero de la Federación. Don Porfirio, pérfido instigador de la maniobra, terminó por absolver a su compadre y de ese modo se enfiló, sin rival alguno, hacia la reelección perpetua, pero el precedente se había sentado. El Presidente, dueño de un dominio político absoluto, podía otorgar mercedes, prebendas, concesiones con la liberalidad de un rey, pero en lo personal tenía que ser, y parecer, honrado. Para que la Cámara, la Corte y la prensa no tuvieran que llamar a cuentas, las cuentas quedarían a cargo del ministro de Hacienda, quien ejercería un manejo financiero responsable y autocontenido en el cual cabían ciertos favores y preferencias, pero no la corrupción. Por lo demás, cosa que con frecuencia se olvida, en tiempos porfirianos los niveles medios del aparato judicial funcionaban con eficacia y honestidad.

En el río revuelto de la Revolución muchos humildes pescadores se hicieron millonarios. El pueblo de la ciudad de México inventó el vocablo carrancear como sinónimo de robar y llamaba consusuñaslistas a los constitucionalistas. Pero no hay que confundir el botín de una guerra y los "cañonazos de 50 mil pesos" que disparaba Obregón con la corrupción moderna. Es verdad que al grito de "la Revolución me ha hecho justicia" buena parte de la nueva clase militar cobró generosamente su participación revolucionaria mediante la incautación de haciendas. Es verdad también que el promisorio Banco Nacional de Crédito Agrícola fundado en 1926 desvirtuó su vocación y arruinó sus finanzas otorgando los famosos e irrecuperables "préstamos de favor" a generales como Escobar, Amaro, Valenzuela y sobre todo Obregón. Pero la Reforma Agraria cardenista revirtió en buena medida el saqueo. Por lo demás, comparada con la corrupción de la etapa institucional, la de los generales parecería juego de niños.

La corrupción moderna en México está cumpliendo en estos días el medio siglo. La crearon los licenciados, esos universitarios preparados, esos civiles de traje y corbata, a quienes el público llamó los "tanprontistas" porque tan pronto como se sentaron en sus puestos públicos, comenzaron a servir con diligencia a sus negocios privados. El catálogo era amplio: un ministro establecía una compañía ad hoc para surtir a precios inflados los requerimientos de su propia Secretaría; desde el poder se alentaban monopolios de distribución de gasolina y transportes; se hacían fortunas gigantescas mediante la especulación monetaria e inmobiliaria. Y la desgracia es que no había límites, sólo las voces aisladas de los débiles partidos de oposición, algunos viejos revolucionarios honrados (o casi honrados), un puñado de escritores independientes (Bassols, Cosío Villegas), la revista Presente que el gobierno reprimió, y "Palillo", el eterno denunciante de los "pulpos chupeteadores del presupuesto nacional".

A pesar de sus proporciones (millonarias en dólares) la corrupción se hallaba en un estado rudimentario y no mostraba aún sus efectos más perversos. Cuidando todavía ciertas formas, los licenciados alemanistas habían accedido a los dineros públicos a través de arbitrios y mediaciones. Además, debido a la nueva vigencia del paradigma industrial, aquella riqueza mal habida solía quedarse en México, creando nueva riqueza y empleo. En 1952, la propia desmesura de los licenciados creó su antídoto. Ruiz Cortines ejerció una administración honesta y eficaz que si bien no castigó penalmente a los pillos ni estableció diques institucionales contra la corrupción (cosa que sólo el equilibrio de poderes y la democracia podían hacer) volvió al precedente porfiriano de autocontensión y consolidó la respetuosa separación entre los "neoporfirios" en la Presidencia y los "neolimantoures" en Hacienda y el Banco de México. La corrupción creció en tiempos del bohemio López Mateos y tendió a limitarse un tanto en los del austero Díaz Ordaz, pero no mostraba todavía su rostro verdadero. En un país que crecía casi al 10 por ciento anual con un 2 por ciento de inflación, la corrupción parecía un "lubricante natural del sistema".

Con Echeverría se inauguró la etapa de los economistas en el poder, esos cachorros de los cachorros de la Revolución, becados en universidades norteamericanas y perfectamente preparados para servir a la Patria destruyendo su economía y cobrando millones de dólares por el trabajo de demolición. Con la expansión del sector público (en casi dos millones de plazas, cientos de organismos, programas, fideicomisos, y un presupuesto "apalancado" con 20 mil millones de dólares de deuda externa) la corrupción cambió de escala. Ahora no sólo el amigo del Presidente amasaba fortunas: bastaba un puesto menor en un nivel estatal para echar mano a la colasión de la piñata pública. El catálogo se volvería infinitivo, pero para muestra baste un botón cercano. Un brillante alumno de ingeniería, cuya numerosa familia vivía en una casa de dos recámaras, aprovechó sus contactos personales en el círculo presidencial para alcanzar un puesto en el sureste petrolero, amasar una fortuna, y retirarse a los 29 años en una suntuosa casa Tudor que mandó construir. En los tiempos petroleros de López Portillo, esas historias de enriquecimiento incomprensible se volverían lugar común.

Un sector de la opinión pública comenzó a percatarse de la relación funcional entre el poder y el dinero y abrigó desde entonces un agravio moral contra el sistema. Por eso el lema de De la Madrid sobre la "renovación moral" le ganó una votación masiva. Era el momento de actuar jurídicamente contra los ex presidentes y abrir el sistema político, pero De la Madrid tomó la tímida opción de volver al ejemplo de Ruiz Cortines. No era suficiente. Se requería nada menos que un cambio en el contrato político de México, Gabriel Zaid lo formuló en 1986 en su ensayo "La propiedad privada de los puesto públicos".

La corrupción no es una característica desagradable del sistema político mexicano: es el sistema... La corrupción desaparece en la medida en que las decisiones de interés público pasan de la zona privada del Estado a la luz pública. Estaba claro que la corrupción no era una falla moral inherente al mexicano. Era y es universal, y no se combate con prédicas sino con los mismos controles que los liberales introdujeron en la Constitución de 1857: diputados que revisan las cuentas, jueces independientes, una prensa libre, veraz y honrada que llama a los pillos por su nombre, partidos de oposición alertas a cualquier pifia de sus adversarios en el poder, y ciudadanos que a través del sufragio efectivo otorgan, revisan o revocan su mandato sobre los políticos. Esto, que poco a poco se está volviendo realidad en el México actual, debió haberse instituido en los años ochenta y pudo habernos librado de los vergonzosos extremos de corrupción a que se llegó -ahora lo sabemos, y lo sabremos cada día más- en tiempos de Salinas.

Ruiz Cortines declaró sus bienes al comenzar su sexenio. Ernesto Zedillo podría hacerlo ahora y seguir haciéndolo cada año hasta el 2000. Pero se necesita más. Hay que asegurar en vistas a 1997 la Reforma Política, ampliar el debate público, y volver al precedente colonial en un sólo aspecto: reinstituir el Juicio de Residencia en la persona del ex presidente Salinas de Gortari, que quiso hacer su real gana y tiene mucho que aclarar, reparar, resarcir a los mexicanos.

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