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Dicha y democracia

Para Doña Fanny Schyfter y su "Arbol de la vida"

"¡Qué dicha!", me dijo la voz gentil en el teléfono, dándome la bienvenida a San José de Costa Rica. La inusitada frase borró como por ensalmo los recuerdos de un vuelo interminable la madrugada anterior. Pronto aprendería que los costarricenses utilizan esa feliz expresión en el habla coloquial, con la misma naturalidad con que nosotros en México decimos "qué bien" o "qué bueno". Minutos más tarde, leí en el diario La Nación la prominente noticia sobre el secuestro de una dama. No había una línea de amarillismo en el reportaje o en los inteligentes comentarios que despertó el caso: había una preocupación genuina por la suerte de esa persona única y concreta, la conciencia de que si la vida de esa persona se dejaba pasar, la vida de cualquier costarricense podía correr igual destino. Recordé mi sorpresa una mañana de 1981, al advertir que el Times de Londres dedicaba su primera plana al plagio de un niño. La inspiración moral de ambas notas era idéntica.

Llegué a San José para impartir la conferencia anual que organiza La Nación para conmemorar la vida y obra de uno de los grandes ensayistas políticos del siglo en Costa Rica, Enrique Benavides (1917-1986). Del país sabía yo lo que todos sabemos, es decir, sabía muy poco: que es una democracia ejemplar donde se practica con pulcritud la división de poderes, que es "la Suiza de Latinoamérica", un pueblo libre que no requiere ejército para autogobernarse. "La celebración en 1989 de un siglo de democracia no es del todo exacta", me explicaba con modestia Eduardo Ulibarri, director del diario, apuntando los pequeños paréntesis de militarismo en la vida de Costa Rica. Con ponderación y espíritu crítico, parecía disculparse por la falta de monumentos coloniales y me señaló ciertos datos elementales del país: su relativa homogeneidad étnica, su condición de frontera en tiempos de la Colonia (cuando fue un territorio olvidado de la Capitanía General de Guatemala), su orografía intrincada, la pequeñez de sus dimensiones y su poca densidad demográfica. "Comparada con la historia mexicana nuestra historia parece aburrida", apuntó Ulibarri. Yo hubiese cambiado la exaltación de todas nuestras batallas, gestas, querellas y revoluciones por el aburrimiento de ese siglo casi ininterrumpido de democracia.

Una rápida lectura del libro Crítica a la crítica de Enrique Benavides, me acercó a ese hombre representativo de la singular historia costarricense en cuyo homenaje participaba. Nacido en 1917, estudió fugazmente en un seminario, abrazó el marxismo con seriedad intelectual y fervor religioso, ingresó en 1935 al Partido Comunista. En 1946, antes que muchos conversos en Europa, decidió abandonarlo. La lectura de Ortega y Gasset y de Rodolfo Mondolfo le abrió horizontes de libertad. Comprendió, en sus propias palabras, que "había vivido enclaustrado en una prisión de pensamientos, de dogmas intangibles, a cuyo abrigo nada había que temer y donde todos los secretos de la vida estaban resueltos". Pero su camino a Damasco, su experiencia-eje, no fue libresca sino vital, como diría Ortega: un día descubrió por azar un viejo expediente que encerraba el testimonio de un error judicial, la historia de tres jóvenes inocentes que habían purgado 17 años de condena indiscriminada por un crimen no cometido. "Ahora renacía en mí un nuevo fervor, el fervor por la justicia del que siente y sufre en carne propia, la mía, la del otro, la de cada cual, la que no se puede compartir". De inmediato escribió un libro sobre ellos. Había abandonado el dogmatismo de las ideas abstractas mediante la revelación de la vida concreta.

La pasión por libertad individual y "la justicia de carne y hueso" -como él la llamaba- guió la sección "La Columna" de Benavides en La Nación a través de tiempos difíciles. Con estilo directo, irónico, desnudo de retórica, ejerció la crítica puntual de varios regímenes (sobre todo, según entiendo, el de Carazo). Allí también insistió en proponer reformas y afinamientos al sistema penal de su país. Alma gemela de la lucha que algunos escritores mexicanos libraban en las revistas Plural y Vuelta, el ensayista costarricense criticó lo mismo a los centuriones chilenos y argentinos que a las guerrillas marxistas de Nicaragua y El Salvador. Por su postura sufrió los mismos anatemas que fueron comunes en el ámbito intelectual mexicano en los años ochenta. Por desgracia, Benavides no pudo vivir el año de 1989, cuando la democracia y la libertad triunfaron en todo el orbe y las pacíficas filas de votantes terminaron por destruir el mito revolucionario en la convulsa región centroamericana. Como México en el siglo XVI, Costa Rica tuvo la fortuna de nacer orientada por el proyecto espiritual de unos cuantos educadores, pero el ejemplo de los pedagogos racionales que profesaron en Costa Rica a fines del siglo XIX y principios del XX, preparó mejor a ese país para la modernidad. Benavides provenía de ese tronco y creía en ese evangelio: "América Latina seguirá de tumbo en tumbo, de dictadura en dictadura con igual desventura y pobreza si no se le inyecta la mística de una disciplina de trabajo y responsabilidad individual y colectiva". ¿Cuándo llegará a México, país enfermo de demagogia, a adoptar un proyecto así?

El amanecer realzaba el marco montañoso de la ciudad y su atmósfera transparente. Como reflejo de esa misma limpidez, la gente respira un aire de civilidad. Costa Rica es la mejor prueba de que los países del tronco ibérico pueden ejercer la democracia. Qué bueno que se consolide, con equilibrio, sensatez y humildad. ¡Qué dicha!

Reforma

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