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El teatro y la plaza

Para Doña Petra Carreto 

El día de mañana, como cada 20 de noviembre, el gobierno "emanado de la Revolución" simulará que celebra, o celebrará que simula, el 85 aniversario de la Revolución Maderista, la misma que ha desvirtuado desde 1913.

La traición al ideal maderista ha sido continua y sistemática. El "Primer Jefe" Carranza pensaba que la democracia no era cuestión de votos o de "partidarismo" sino de un "gobierno de la razón alta, profunda y serena, que palpando las pulsaciones de la vida de la nación... busca fórmulas adecuadas para establecer y conservar el equilibrio en sus fuerzas vitales". Es decir, proféticamente, la democracia es el PRI. Álvaro Obregón, admirador de Don Porfirio, se apartó muy pronto de la primera parte del lema maderista, "Sufragio Efectivo", y de no ser por José de León Toral se hubiera desecho también de la segunda, "No reelección".

El "Jefe Máximo" tenía más nociones democráticas de lo que se cree (en 1932 criticaba la política del "Carro Completo"), pero la maquinaria electoral del PRI nació con una dinámica propia que ni siquiera él pudo corregir. Pocas cosas unen más que la complicidad en el asesinato, y la mafia del PNR se había bautizado con la sangre de los estudiantes vasconcelistas. Lázaro Cárdenas, creador del corporativismo estatal en el PRM, fue aún menos demócrata que su antecesor, pero quizá hubiese entregado el poder a Juan Andrew Almazán de no ser porque la maquinaria electoral actuó de nueva cuenta con un criterio militar: tomó a sangre y fuego las casillas "en manos del enemigo". ¿Qué hubiera dicho Madero ante el espectáculo de una Revolución que a nombre suyo ametrallaba votantes?

Con todo, la traición no podía ser tan burda. La gente comenzaba a murmurar. Había que dejar atrás la época bronca del fraude y entrar a la etapa del fraude industrial. La nueva generación de abogados no desdeñaría más a la democracia ni la combatiría a tiros: se apoderaría de ella desvirtuándola a todo lo largo del proceso electoral, desde la integración del padrón hasta la emisión de resultados. Lo haría con eficacia empresarial y hasta con buena conciencia.

Fue en 1946 cuando se operó en la clase política mexicana el cambio fundamental que vio Rodolfo Usigli: la simulación se convirtió en una segunda naturaleza, la máscara se fundió con la cara, la revolución se volvió gesticulación. Don Porfirio nunca pretendió ser demócrata sino una especie de depositario vitalicio de la libertad política de los mexicanos. Tampoco Carranza, los sonorenses o Cárdenas simularon ser demócratas. De Miguel Alemán a Gustavo Díaz Ordaz, los presidentes de la Revolución Institucional llegaron a creer que el teatro político que representaban era la mismísima realidad. En una típica reversión orwelliana, ahora eran ellos los demócratas, no esos "místicos del voto", como llamó Adolfo Ruiz Cortines a los panistas. Por eso no podían tolerar la más mínima disidencia, no se diga del PAN (al que había que concederle tres o cuatro de las 2 mil 300 presidencias municipales cada sexenio) sino de personajes que quisieran introducir un margen de libertad dentro del PRI, como Salvador Nava en 1961 o Carlos Madrazo en 1965. Ceder equivalía a permitir que los votantes comenzaran a actuar y reclamar como tales y no como espectadores pasivos de una farsa democrática. Pero los riesgos de confundir el teatro con la realidad pueden ser graves, sobre todo si los actores están armados. En 1968, la mafia en el escenario abrió fuego contra el sector juvenil del público inconforme con la obra.

Tlaltelolco marcó el comienzo del fin del sistema político mexicano. Era el momento de renunciar a la gesticulación, tirar la máscara, cerrar el teatro. Era la oportunidad de abrir la política a la plaza pública. Por desgracia, los presidentes de la crisis (de Echeverría hasta Salinas de Gortari) creyeron que la "democracia a la mexicana" -es decir, la antidemocracia- resistiría. Echeverría y López Portillo quisieron reparar la obra regalando las entradas y comprando a los críticos. De la Madrid pudo desmontarla en Chihuahua, pero se cruzó de brazos: en tiempos del fraude cibernético, se cayó el sistema (y por poco el teatro). Finalmente llegó Salinas, empresario en grande: no sólo pensó en restaurar la obra sino en quedarse con el teatro. Los actores desplazados terminaron sacando la pistola en el escenario y asesinaron al protagonista.

Desde entonces, el público abandona la sala. Ya todos saben que la verdadera celebración de la democracia que soñó Madero -la que a 85 años de distancia sigue pendiente- no ocurre en el escenario del teatro en ruinas, sino en la plaza pública que los ciudadanos han ido conquistando cada vez más con sus votos.

Reforma

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19 noviembre 1995