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Se busca jefe de Estado

Para calibrar el papel que ha jugado el presidente Vicente Fox en esta áspera, reñida y preocupante contienda electoral, basta compararlo con su predecesor. Siendo todavía cabeza de un partido hegemónico en el poder, Ernesto Zedillo decidió no participar en la elección del candidato. Al "cortarse el dedo", desarticuló el eje central de la lógica de su partido. Por su parte, en la más monárquica tradición priista, Fox quiso influir en la elección panista a favor de su candidato, el entonces secretario de Gobernación. Esa actitud le restó autoridad moral y fue contraproducente. Aunado a otras circunstancias, contribuyó a la derrota de Santiago Creel. El candidato ganador de la contienda interna fue Felipe Calderón, "el hijo desobediente" a quien Fox había desdeñado tanto en la Cámara como en el gabinete.

Hace seis años, ya en plena campaña, la actitud adoptada por Zedillo fue de ejemplar discreción. Pese a ello, como parte de su estrategia, el enjundioso Vicente Fox se dedicó a insultar y descalificar al presidente, poniéndole diversos apodos que ahora él no quisiera recordar, y amenazando con descalificar la elección si el diferencial era de menos de diez puntos. En seis años, Fox no aprendió la lección de urbanidad política. Ahora lo hemos visto aparecer de manera incesante en los medios como si el reloj no marcara el 2006 sino el 2000: un candidato en campaña dedicado a descalificar a sus adversarios.

El PRI y el PRD han venido celebrando reuniones con un solo punto en la agenda: unirse para hacer frente a una "elección de Estado". El término es excesivo e impreciso. Para serlo, el gobierno tendría que controlar el aparato electoral, y éste por fortuna ha ganado una autonomía real. Aun así, quedan dos posibles irregularidades: la utilización de programas públicos para coaccionar el voto de los más necesitados (principalmente en el terreno de la asistencia social); y el uso de los medios de comunicación para transmitir mensajes contra sus opositores. El primer cargo es dudoso: no existen pruebas fehacientes de que la coacción se esté dando. Pero la segunda falta es evidente y lamentable: Fox ha abusado de su presencia en los medios para calificar a sus adversarios. Si bien la propaganda sobre los logros del sexenio pudo hacerse en su momento, desde hace muchos meses debió desaparecer del aire por un acto de prudente auto-limitación y de protección a la democracia.

Tras su victoria de 1994, alcanzada con un amplio margen y buena participación, Zedillo reconoció con franqueza que las elecciones, aunque limpias, habían sino "inequitativas". La falla había estado en la cobertura reflejada en los medios: los dados estaban cargados a su favor. Por eso en el 2000 la cobertura de los candidatos fue más pareja y su exposición pública más equilibrada. Hoy las cifras del IFE y el más elemental sentido de la objetividad demuestran que los medios han dado amplia cabida a todos los candidatos, a sus voceros y personeros. Pero la equidad se desvirtúa por la intervención del presidente. Se podría objetar que en democracias maduras, como la norteamericana, el presidente juega un papel activo en la promoción de su partido. Es verdad, pero ¿cómo olvidar la fragilidad e inexperiencia de nuestro orden democrático? Y ¿cómo evitar que lo rodee una atmósfera de desconfianza? Por mucho tiempo, para el presidente en turno no habrá más papel que el que asumió Zedillo (a un costo bárbaro para él, dentro del PRI): el papel de árbitro neutral.

Se comprende, en abstracto, que un mandatario intente cuidar "su legado", preservar la continuidad de sus políticas públicas. Pero la política no se vive "en abstracto": todo acto político se inscribe en una sucesión histórica, que le da peso y sentido. Al respecto nuestra historia es clara. Los intentos de perpetuación han sido inútiles y costosos. Lo que privó (aun en tiempos del PRI) fue una cierta oscilación de estilos, programas e ideologías, y esa oscilación suele darse de manera más profunda y natural en órdenes democráticos. Después de todo, la democracia es un sistema de "prueba y error": aunque a veces retrocedan, las sociedades van aprendiendo (aunque no siempre) con los descalabros. Ese es, justamente, el poder del voto: se vota desde la experiencia, el voto sirve de castigo a un gobierno deficiente, de premio a uno eficaz, y de oportunidad a una opción desconocida pero viable. Por este camino las democracias avanzan. Se dirá que el ascenso de Hitler por la vía de los votos es un argumento contrario, pero aquel episodio atroz que costó decenas de millones de vidas no fue error de la democracia sino de los electores insensatos frente a un líder carismático que les proponía un imperio cósmico.

El ideal de toda democracia es llegar a ser, digamos, "aburrida", un proceso no exento de tensiones pero donde las instituciones dominen sobre las pasiones. No es todavía nuestro caso, como todos lo podemos constatar: abundan las descalificaciones y altisonancias en medio de un clima creciente de inquietud social. No hay duda de que Andrés Manuel López Obrador atizó la hoguera desde 2003, con su discurso casi revolucionario en términos de polarización y agresividad, pero se trataba, en todo caso, de una estrategia política (provocadora, irresponsable si se quiere, pero política) y lo cierto es que el presidente Fox no supo cómo reaccionar políticamente a ella. Ahora, con sus apariciones públicas, pretende ganar el tiempo perdido. Lo único que logra es enrarecer el ambiente.

Como primer presidente de la alternancia, debería de comprender que su verdadero legado radicaría en el fortalecimiento de nuestra democracia. Para lograr ese ideal, los mexicanos necesitamos afianzar las instancias de arbitraje: el Poder Judicial en primer lugar, pero de igual modo el Instituto Federal Electoral (que aún goza de buena salud y reconocimiento público) y la propia Presidencia de la República, entendida en tiempos electorales como una institución con autoridad política y moral por encima de los partidos. Es tarde ya, estamos a cuarto para las doce, pero si Fox se asume como jefe de Estado, nos será más fácil exigir lo mismo al próximo mandatario dentro de seis años.

Reforma

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