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Somos un pueblo tranquilo

Según el censo de 1910, México tenía 15 millones de habitantes. Cinco años después, en el momento álgido de la Revolución Mexicana, los ejércitos no sumaban más de 80 a 100 mil hombres. ¿Qué pensaban los que no se fueron a "la bola"? Los ideólogos han dicho siempre lo mismo: estaban de acuerdo con ella, la acompañaban en espíritu, la vitoreaban en las calles, le prendían veladoras, le cantaban corridos. Pero entonces, ¿por qué no fueron mayores los contingentes revolucionarios? ¿Por qué el propio Zapata (genuinamente popular en Morelos) arengaba a sus tropas sobre la necesidad de respetar a "los pacíficos"? Los historiadores del México contemporáneo hemos prestado poca atención a la perspectiva de aquellos "pacíficos", que Luis González llamó "los revolucionados".

Hace unos meses presenté en este espacio unos cuantos testimonios entresacados de la obra Mi pueblo en la revolución mexicana, que se publicó en 1985, con relatos escalofriantes de personas que habían vivido la década 1910-1920. Si además de recabar los testimonios se hubiese hecho una encuesta nacional entre sobrevivientes, los resultados hubieran sorprendido a ideólogos e historiadores. En muchos pueblos de México, acaso en la mayoría, la Revolución se vivió como una plaga bíblica que trajo hambre, peste y muerte. El censo de 1921 arrojó un diferencial demográfico de un millón de personas. No todas habían muerto de manera violenta pero sí por las enfermedades (el tifo, la fiebre amarilla, la influenza española). Otros emigraron a Estados Unidos para no regresar más. ¿Cuántos de los muertos eran civiles? ¿Alguien recogió su opinión sobre la guerra? ¿Alguien les preguntó a sus familiares su idea sobre la Revolución? Es obvio que la Revolución se tradujo también, a la larga, en varias reformas positivas: reivindicó los recursos naturales y la cultura nacional, repartió la tierra, introdujo la legislación social. Pero ¿era necesaria la violencia (o ese grado de violencia) para alcanzar esas metas? La Revolución, en todo caso, parece no haber sido tan popular como se piensa.

En 1994, México tenía una población de -digamos- 95 millones de personas. El neozapatismo alzó a 5 mil indígenas chiapanecos. ¿Qué pensaba del neozapatismo la inmensa mayoría que no se incorporó a su lucha? Las opiniones podían variar, pero hay un hecho tangible: en 1995 Marcos consultó a la opinión pública sobre el futuro de su movimiento y el resultado fue sorprendente: casi un millón de simpatizantes se manifestaron por la incorporación de su movimiento a la lucha política. De haber obedecido ese mandato no del todo simbólico, Marcos -en el cenit de su carrera- hubiese podido formar de inmediato un partido político de izquierda o incorporarse con un contingente propio, muy numeroso, a las filas del PRD. Esa era la conducta consecuente en términos democráticos, pero no en términos revolucionarios. Y es que a los revolucionarios de todas las épocas las mayorías les tienen sin cuidado. Como las mayorías -a su juicio- no saben lo que quieren, los revolucionarios actúan como sus representantes, las iluminan, les muestran el camino.

Si Marcos (a sus ya otoñales 49 años de edad) se atreviera a convocar a un nuevo plebiscito sobre el futuro de su movimiento, es altamente improbable que pudiese reunir un número semejante de firmas. Su momento pasó, el país cambió, la izquierda misma (con todo y sus pulsiones revolucionarias) cambió también, y Marcos no se enteró. Antes sus textos recorrían el mundo y hasta era tomado en serio como escritor. Hoy que camina por las aceras de la ciudad, sin quitarse la máscara ha mostrado su verdadera cara: no sólo no tiene ideas, no tiene siquiera ocurrencias. Lo único que le resta es la desesperación, la rabia, el insulto y el deseo ferviente de concluir su libreto biográfico original que, por supuesto, nunca fue la democracia sino la revolución.

La excelente crónica de Érika Hernández publicada por Reforma sobre la visita de Marcos a la Ciudad Universitaria, es emblemática. En esencia, les reprochó a los estudiantes que no sean guerrilleros, que no sean revolucionarios, que no sean zapatistas, que no sean... como él. Les reprochó que, en medio de la lucha social, la comunidad estudiantil "esté dormida". También criticó a quienes, perteneciendo a la izquierda, "cayeron en la trampa del poder" para convertirse en "simples burócratas" (es decir, toda la izquierda política). Y el campus, otrora vibrante, escuchó su clamor: "¿Dónde está la solidaridad de la Universidad?, ¿dónde la de los Institutos de Estudios Superiores?, ¿dónde la de los grupos estudiantiles de las facultades que siempre lucharon?" Y él mismo se respondió: "sigue en esos CCHs, prepas, que ya están en lucha". A continuación reiteró su convocatoria a levantarse contra los partidos políticos y derrocar al gobierno, y dejó una advertencia que al día siguiente comenzaría a cumplirse, no en todo México pero sí en Atenco:

"Venimos a darles un aviso: en las calles, en las fábricas, en las colonias populares, en los campos, en las montañas, en los mares se va a levantar algo... les avisamos lo que va a pasar, en las 32 entidades han decidido decir 'ya basta', estamos empezando a ver cuántos somos."

¿Cuántos son? Esa es la verdadera pregunta, pero Marcos, en realidad, no quiere saber la respuesta. ¿Cuántos son? Son muy pocos, ni siquiera los miles que acudieron a la explanada de la UNAM a escuchar sus bravuconadas: "los alumnos -dice la crónica- permanecieron en silencio la mayor parte del discurso del zapatista". Son únicamente los remanentes de aquel malhadado movimiento estudiantil que paralizó nueve meses a la UNAM en 1999, los ultras de siempre y los macheteros de Atenco. Unos cuantos miles en un país de 100 millones.

Por desgracia para Marcos, somos una democracia y en una democracia los números cuentan. Marcos no nos representa. Marcos no representa a la izquierda. En el México de hoy (mucho más que en 1915) la mayoría somos "pacíficos". Cualquiera de nosotros podría haber pintado el cartel que anteayer desplegó una atribulada mujer en Atenco: "¡No queremos violencia! Somos un pueblo tranquilo".

Reforma

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