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Casasola / México: entre la guerra y la paz

En el libro Mirada y memoria, se reúne la obra de Agustín Víctor Casasola, el periodista visual de principios del siglo XX que supo retratar la vida social mexicana antes, durante y después de la Revolución. En España, también se presenta en Casa de América una muestra con estas imágenes, seleccionadas por Pablo Ortiz Monasterio.

Después de un largo periodo de paz, orden y progreso bajo la férrea mano del dictador Porfirio Díaz, el pasado volcánico de México volvió en 1910 con una ferocidad incontenible: dio comienzo la Revolución Mexicana. Tuvo un ciclo violento (1910-1920) que costó un millón de vidas, y otro constructivo (1920-1940) que estableció las instituciones básicas del país. Este es el marco en el que transcurre la aventura de Agustín Víctor Casasola, cuya milagrosa tenacidad preservó la historia visual de México en cerca de 250 mil placas que atesora, debidamente digitalizadas en su mayoría, el Instituto Nacional de Antropología e Historia. De ese acervo extraordinario, el propio Casasola y sus sucesores extrajeron las imágenes para diversas ediciones en las que se educaron generaciones de mexicanos.

De niños hojeábamos esos gruesos volúmenes de fotos abigarradas con una mezcla de horror y fascinación. Allí estaban los brutales fusilamientos, las batallas estruendosas, los personajes captados en instantes decisivos: la entrada de Madero, el "Apóstol de la democracia", al "Zócalo" de la Ciudad de México, como un Quijote que enarbola la bandera de la legalidad en los primeros instantes del golpe de Estado que lo derrocaría; Pancho Villa eufórico, sentado en la "Silla presidencial", y a su lado Emiliano Zapata, anarquista campesino que aconsejaba "quemarla para acabar con las ambiciones"; Zapata muerto, como una Pietê renacentista, su cuerpo exánime descansa en brazos de sus simpatizantes sobrecogidos por el temor, el azoro o la fervorosa encomendación al cielo. Son fotografías que en sí mismas se volverían histórica.

Mirada y memoria recoge con buen tino esas célebres imágenes, pero su mérito mayor está en ampliar el lente: su objeto es la vida social mexicana (sobre todo la de la Ciudad de México) antes, durante y después de la Revolución. Aunque alcanza a menudo momentos de suprema expresividad, ternura y dramatismo, la mirada de Casasola no es la de un artista sino la de un periodista gráfico. Uno casi adivina las secciones de los diarios en los que colaboraba: primera plana, espectáculos, nota roja. En los tiempos del antiguo régimen habían predominado las escenas de idílica paz (como la del Paseo de la Viga, con sus canales prehispánicos y las canoas o "trajineras" llevando legumbres hacia el centro de la ciudad), las novedades del progreso (omnipresencia de los ferrocarriles, obras hidráulicas, avances científicos), los ocios de una alta sociedad ingenuamente afrancesada (paseos, conciertos) y, presidiéndolo todo, silencioso y severo como sus antepasados mixtecos pero vestido como un soberano europeo, el inescrutable Don Porfirio.

En tiempos revolucionarios "el paisaje mexicano olía a sangre" y en la prensa no había lugar para otras imágenes, pero el genio de Casasola no se detiene sólo en los grandes caudillos y sus avatares sino en el pueblo armado, las caravanas, a veces silenciosas, otras angustiadas, extenuadas, esperanzadas, en movimiento perpetuo. Los hombres marchan a caballo o en convoyes. Portan cananas, máuseres, carabinas, fusiles importados, saldos de la Guerra Civil norteamericana. Llevan uniformes distintivos o ropas campesinas cruzadas por cananas. Desde la altura, el fotógrafo capta aquellos ríos humanos, con su profusión de sombreros: de paja, amplios, puntiagudos, absurdamente visibles (zapatistas), quepis (villistas o constitucionalistas). La mirada tras la cámara no es política, es social. Nada más conmovedor en este sentido que su descubrimiento del universo femenino en la guerra: las "Adelitas", las "soldaderas" que, desde tiempos de la Independencia y en todas las batallas mexicanas, han acompañado a sus "Juanes". Allí van al pie del caballo, atadas a él por el hilo de la lealtad o el amor, envueltas en su rebozo, valerosas, alertas, calladas, con la canasta que guarda las tortillas, con la cobija o el "itacate" de exiguas pertenencias al hombro, descalzas muchas de ellas. Son las secretas heroínas de la historia, soportan la querella atroz de los hombres y sufren con estoicismo aquella borrachera de sangre y balas. Están allí para atender y consolar, son las que nutren, las que besan o, como en la foto de una mujer casi sobrenatural apodada La Destroyer, las que dan la extremaunción.

Cuando la paz y el progreso llegaron de nueva cuenta, Casasola estaba allí para ilustrarlos. La ciudad comenzó entonces a prefigurar, en sus transitadas calles y avenidas, su destino de megalópolis: había poco más de 500 mil habitantes en 1929, y 20 mil coches. (Ya en el siglo XIX, un agudo observador había notado la extraña propensión de los capitalinos de México hacia los transportes individuales). Las imágenes -cuidadosamente elegidas por el notable fotógrafo mexicano Pablo Ortiz Monasterio- atestiguan el cambio de ritmo en la vida diaria, la omnipresencia de su majestad la prisa, como en la escena central del "catrín" -el señorito atildado- que por milagro se salva de que lo atropelle un camión. Las imágenes de la muestra -hay que señalarlo con claridad -no dan una idea del país en su conjunto porque se concentran, sobre todo a partir de 1920, en la Ciudad de México. Y aun en el caso de la ciudad, no se trata tampoco de una visión integral, porque hay mil aspectos de la vida urbana que la muestra no alude. En esos años, Casasola había establecido una agencia fotográfica y firmado un contrato con el Ayuntamiento del Distrito Federal para documentar algunos aspectos de la vida citadina. Son esos temas los que aparecen en la exposición.

Así se explica la atención a los nuevos comercios, las tiendas y aparadores, los establecimientos y oficios, las obras públicas y las fábricas, y las series convergentes sobre "La noche" y "La justicia". La noche empezaba en los salones de baile, los teatros de revista, las "carpas" populares con su profusión de músicos, cantantes, cómicos, actores, tiples, travestis: podía seguir en los bares o los secretos fumaderos de opio y continuar en los prostíbulos lujosos o miserables, o hasta en la calle, en el quicio de una puerta donde esperaba la mirada lasciva y desafiante de la "mujer perdida". Contiguo a ese universo de lo oscuro y prohibido, el periodismo visual de Casasola nutrió la "nota roja" con vergonzosas razzias de homosexuales o viajes por comisarías, jurados y reclusorios con su torva población de truhanes, cuchilleros, hampones de toda calaña y edad. Los lectores de diarios se interesaban con avidez en este mundo sórdido, más aún si en el crimen había un móvil político, como en el asesinato en 1929 del líder comunista Julio Antonio Mella, secuencia que Casasola cubrió en fotografías que la muestra, con cierta inconsistencia, agrupa con otras sobre la vida cotidiana (una populosa alberca pública, un circo) en una serie cuyo título no corresponde, por cierto, a su contenido: El águila y la serpiente.

Junto a los rostros de "los famosos" (el pétreo don Porfirio posando al lado de la Piedra del Sol; la foto canónica de Zapata con su odio antiguo y reconcentrado; Agustín Lara al piano, ya con la cara cruelmente cincelada por una puñalada trapera; Augusto César Sandino, el héroe de la resistencia nicaragüense; el gran escritor Alfonso Reyes, vestido como un dandi, sentado en una banca del centenario paseo de "La Alameda"), la muestra revela algo del temple profundo de los mexicanos. Observe usted: casi nadie ríe en esas fotografías, casi todos miran a la cámara con gravedad, como si el decenio revolucionario, con su estela de hambre, guerra y enfermedad, hubiese grabado en esas caras una huella de zozobra, resignación y fatalidad que sólo desaparece en instantes fugaces: un payaso callejero, una feria, la "quema del Judas" el Sábado de Gloria, una fiesta de pueblo o de barrio.

México ha sido siempre el lugar histórico de una insoluble tensión -a veces creativa, a veces trágica- entre dos fuerzas opuestas, contradictorias: la gravitación de su rico pasado indígena, virreinal, campesino, provinciano, y el llamado impostergable del futuro, promesa de libertad individual y prosperidad material. En ese cruce de caminos hizo su revolución. Y en ese dilema histórico ha vivido. Han pasado muchos años, desde que Casasola tomó la foto emblemática de ese drama: es la de un pobre cargador indígena, un "mecapalero". Bordón en mano, vestido de blanco y calzado con sus modestísimos "huaraches", lleva a cuestas su pesada carga y su sarape. Plantados junto a él y, como él, asidos a la tierra, están los símbolos esenciales de la arisca flora mexicana: el nopal y el maguey. La tierra es árida, estéril, el cielo claro y luminoso. A corta distancia, la vía del tren pasa a sus espaldas. El hombre espera, desconfiado, a que el ferrocarril de la modernidad lo recoja. Allí sigue, a la espera, hasta ahora.

Reforma

*Este texto fue preparado para reseñar la muestra en España de Mirada y memoria, editado por Conaculta-INAH y Turner

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