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Gabo en su laberinto

La Revolución Cubana concitó alrededor suyo un ciclo de esperanza y desilusión muy similar al que despertó la Revolución Rusa. En un principio parecía el ideal de Martí vuelto realidad, la posibilidad de construir "Nuestra América", una sociedad distinta a "la otra América", más justa, digna, igualitaria y libre. Las conciencias liberales se desencantaron muy pronto del experimento, pero la frustrada invasión de Playa Girón y las sanciones comerciales estadounidenses mantuvieron viva la flama, a pesar del claro alineamiento de Castro a la Unión Soviética y las muestras palmarias del ahogo de todas las libertades en la isla: de expresión, creación, creencia, asociación, manifestación, movimiento, crítica, empresa, sufragio, afiliación política y preferencia sexual. Para una buena parte de los intelectuales latinoamericanos, el punto de quiebre sobrevino en 1971, con el Caso Padilla.

Espiado por los servicios secretos del régimen, el poeta Heberto Padilla fue sometido a un proceso de autoinculpación calcado de los juicios de Moscú en los años treinta. Bajo el manto del PEN club mexicano, José Emilio Pacheco y Gabriel Zaid tuvieron la iniciativa de publicar una carta a Castro en la que aparecieron las firmas de los más destacados escritores del país, Octavio Paz, Juan Rulfo, Carlos Fuentes y José Revueltas, entre otros (apareció en varios periódicos, el 4 de abril de 1971). Muy pronto, otra carta recorrió el mundo: la firmaban algunos novelistas del boom, como Mario Vargas Llosa, y otros grandes intelectuales, entre ellos Jean Paul Sartre. Castro contestó airadamente, provocando una contrarréplica aún más dura y convincente. Destacaba -por su ausencia- una firma: la del célebre autor de Cien años de soledad. Años más tarde, en 1975, Gabriel García Márquez publicó en Alternativa de Bogotá un texto titulado "Cuba de cabo a rabo", reportaje sabroso como todos los suyos pero que, en el fondo, constituía mucho más que eso: una profesión de fe absoluta en la Revolución Cubana encarnada en la heroica figura del Comandante: "Cada cubano parece pensar que si un día no quedara nadie más en Cuba, él solo, bajo la dirección de Fidel Castro, podría seguir adelante con la Revolución hasta llevarla a su término feliz. Para mí, sin más vueltas, esta comprobación ha sido la experiencia más emocionante y decisiva de toda mi vida".

Lo fue, al grado de que García Márquez no se ha apartado de esa visión epifánica en casi treinta años. ¿Qué vio, que cualquiera podía ver? Logros notables en los servicios de salud y educación (aunque no se preguntó si para alcanzarlos era necesario el mantenimiento de un régimen totalitario: un súbdito sano y alfabetizado sigue siendo un súbdito, no un ciudadano). ¿Qué dijo no haber visto? "Privilegios individuales" (aunque convivió con la familia Castro, adueñada de la isla en la más pura tradición patrimonialista), "represión policial y discriminación de ninguna índole" (aunque desde 1965 se habían creado los campos de concentración para homosexuales, antisociales, religiosos y disidentes). ¿Qué vio, finalmente? Lo que quería ver: a cinco millones de cubanos pertenecientes a los CDR (Comités de Defensa Revolucionaria) no como los ojos y el garrote de la Revolución sino como su "verdadera fuerza" o, más claramente -en palabras de Fidel Castro, citadas por el propio García Márquez-, "un sistema de vigilancia colectiva revolucionaria para que todo el mundo sepa quién es y qué hace el vecino que vive en la manzana". También vio multitud de "artículos alimenticios e industriales en los almacenes de venta libre" y profetizó, con candor, que "en 1980 Cuba sería el primer país desarrollado de América Latina". Sobre todas las cosas le conmovía Fidel: "su mirada delataba la debilidad recóndita de su corazón infantil ... ha sobrevivido intacto a la corrosión insidiosa y feroz del poder cotidiano, a su pesadumbre secreta ... ha dispuesto todo un sistema defensivo contra el culto a la personalidad". Por eso, y por su "inteligencia política, su instinto y honradez, su capacidad de trabajo casi animal, su identificación profunda y confianza absoluta en la sabiduría de las masas", había logrado suscitar el "codiciado y esquivo" sueño de todo gobernante: "el cariño". En su retrato resuenan ecos de H. G. Wells, que en los años pavorosos de la hambruna ucraniana declaró: "nunca he conocido a un hombre más sincero, justo y honesto que Stalin. Nadie le teme y todo el mundo confía en él". O de Pablo Neruda, en su Canto general: "el nombre de Stalin alza, limpia, construye, fortifica, preserva, mira, protege, alimenta, pero también castiga".

Aquellas virtudes se sustentaban, según García Márquez, en la "facultad primordial y menos reconocida" de Fidel: su "genio de reportero". Todos los grandes hechos de la Revolución, sus antecedentes, detalles, significación, perspectiva histórica, estaban "consignados en los discursos de Fidel Castro. Gracias a esos inmensos reportajes hablados, el pueblo cubano es uno de los mejores informados del mundo sobre la realidad propia...". Esos discursos-reportajes, admitía García Márquez, "no habían resuelto los problemas de la libertad de expresión y la democracia revolucionaria". La ley que prohibía toda obra creativa opuesta a los principios de la Revolución le parecía "alarmante", pero no por su limitación a la libertad sino por su futilidad: "cualquier escritor que ceda a la temeridad de escribir un libro contra ella, no tiene por qué tropezar con una piedra constitucional ... la Revolución será ya bastante madura para digerirlo". Aunque Granma había destacado, hacía unas semanas, la carta de una "enfermera a quien una tienda de Estado le había vendido un televisor inservible", la prensa le parecía todavía deficiente en información y sentido crítico, pero se podía "pronosticar" que la prensa en Cuba sería "democrática, alegre y original" porque estaría fincada en "una nueva democracia real ... un poder popular concebido como una estructura piramidal que garantiza a la base el control constante e inmediato de sus dirigentes". "No me lo crea a mí, qué carajo. Vayan a verlo", concluía García Márquez.

Ninguno de los crímenes y reveses de la Revolución Cubana (anteriores y posteriores) lo apartó nunca de aquella visión primigenia, portento orwelliano de mistificación, versión caribeña y "progresista" de la teoría del "gran hombre en la historia" que propugnó Carlyle, el ancestro del fascismo. El paredón inicial, los permanentes y masivos encarcelamientos políticos, el apoyo a la invasión de Checoeslovaquia en 1968 ("exigimos que nos invadan también a nosotros si nos apartamos del socialismo", dijo Fidel), la crisis de los balseros, el espionaje y terror de Estado a través de los CDR, el control total de la información, la censura de toda opinión disidente, la prohibición a los libros de infinidad de autores, el poder absoluto por 44 años en manos del "reportero Castro", la tortura, el racionamiento creciente, las aventuras del "internacionalismo cubano" en Angola, Mozambique, Congo y Etiopía -con su estela de centenares de miles de muertos, mutilados, desplazados-, son todos episodios que no aparecen en sus crónicas. Tampoco le suscitó mayores (o menores) dudas o resquemores la dependencia integral (militar, económica, política) de Cuba con respecto a la metrópoli soviética. Que La Habana hubiese sido "el escandaloso burdel de gringos" le parecía un crimen, que luego lo fuera de los rusos (y ahora de los latinoamericanos o españoles) le parecía, quizá, una fatalidad o un accidente de la historia. (Fidel Castro ha sido más cínico: nuestras prostitutas trabajan por gusto y muchas tienen grados universitarios.) Todos los males, por lo demás, podían atribuírsele siempre al bloqueo comercial de los Estados Unidos, medida torpe y contraproducente, sin duda alguna, pero desmentida (en sus proporciones y su sentido) por el propio texto de García Márquez de 1975: "la tarde en que llegué a La Habana había catorce barcos del mundo haciendo cola para entrar al puerto. La tarde en que salí había veintidós y habían puesto un cargamento de automóviles europeos de un extremo al otro del malecón". Hoy Cuba comercia con 148 países, pero García Márquez (que en ese mismo texto abjuró de la dependencia comercial con Estados Unidos en los años anteriores a la Revolución) persiste en hablar de bloqueo, como si Cuba fuera una nueva Numancia. Castro y García Márquez proclaman que lo es, para justificar la tiranía.

¿Cómo se explica esta fidelidad a Fidel, ese hombre "tímido" -como lo calificó en 1990-, "uno de los mayores idealistas de la historia"? ¿Será la simple y llana amistad o es la fascinación, el encantamiento, la seducción del poder, y no de cualquier poder sino del poder absoluto? En un seminario para periodistas organizado en 1996 en Colombia, García Márquez dijo: "Fidel es una de las personas que más quiero en el mundo". "Un dictador", dijo alguien, y el escritor replicó que las elecciones no eran la única forma de ser democrático. Enseguida, un periodista venezolano inquirió por qué actuaba como asesor honorario de Castro. "Porque es mi amigo", dijo García Márquez, agregando que uno debía hacer todo por los amigos. En 2002, Fidel respondió a la vieja amistad (data de 1972) publicando un encomio de Vivir para contarlo, las memorias de García Márquez. Todo iba relativamente bien, hasta que hace unos días un movimiento de conciencia más importante y universal que la democracia pareció interponerse entre los dos amigos: los Derechos Humanos.

En marzo de este año, en una acción fulminante, Castro reeditó los juicios de Moscú contra 78 disidentes condenándolos a penas de entre 12 y 27 años de cárcel. (Uno de ellos fue acusado de poseer "una grabadora Sony".) Acto seguido, ordenó matar en caliente a tres muchachos que querían huir del paraíso secuestrando un lanchón. Ante el crimen, José Saramago declaró que "hasta allí llegaba" su relación con Castro, pero Susan Sontag fue más lejos, y en el marco de la Feria del Libro de Bogotá confrontó a García Márquez: "es el gran escritor de este país y lo admiro mucho, pero es imperdonable que no se haya pronunciado frente a las últimas medidas del régimen cubano". En respuesta, García Márquez pareció marcar vagamente su distancia con Castro: "en cuanto a la pena de muerte, no tengo nada que añadir a lo que he dicho en privado y en público desde que tengo memoria: estoy en contra de ella en cualquier circunstancia, motivo o lugar". Pero casi de inmediato tomó distancia ... de su distancia: "algunos medios de comunicación -entre ellos la CNN- están manipulando y tergiversando mi respuesta a Susan Sontag, para que parezca contraria a la Revolución Cubana". Para remachar, reiteró un viejo argumento suyo, justificatorio de su relación personal con Castro: "no podría calcular la cantidad de presos, de disidentes y conspiradores, que he ayudado, en absoluto silencio, a salir de la cárcel o a emigrar de Cuba en no menos de 20 años". Pero uno se pregunta, ¿por qué los habría ayudado García Márquez a salir de Cuba si no es porque consideraba injusto su encarcelamiento? Y si lo consideraba injusto (tanto como para abogar por ellos), ¿por qué sigue respaldando públicamente a un régimen que comete esas injusticias? ¿No hubiera sido más valioso denunciar públicamente el injusto encarcelamiento de esos "presos, disidentes y opositores" y así contribuir a acabar con el sistema carcelario cubano?

Hay un profundo misterio moral en la dualidad del hombre de letras en cuya alma conviven el genio literario y la política totalitaria. Orwell la vio como una esquizofrenia atribuible, entre otros factores, al debilitamiento del deseo de la libertad entre los intelectuales y a un perturbador desprecio por la verdad objetiva: "pero cualquier escritor que adopta el punto de vista totalitario, que consiente la falsificación de la realidad y las persecuciones, se destruye a sí mismo en ese instante". Gabriel García Márquez es uno de los mayores autores de nuestra lengua. Pero no es un escritor de torre de marfil: ha declarado estar orgulloso de su oficio de periodista, promueve el periodismo en una academia en Colombia y ha dicho que el reportaje es un género literario que "puede ser no sólo igual a la vida sino más aún: mejor que la vida. Puede ser igual a un cuento o una novela con la única diferencia -sagrada e inviolable- de que la novela y el cuento admiten la fantasía sin límites pero el reportaje tiene que ser verdad hasta la última coma". ¿Cómo concilia García Márquez esta declaración de la moral periodística con su propio ocultamiento de la verdad en Cuba, a pesar de tener acceso privilegiado a la realidad cubana?

En lo personal, creo que su obra de ficción es tan poderosa y original, que sobrevivirá a las extrañas fidelidades del hombre que la escribió, igual que la obra de Celine sobrevivió a su pasión por los nazis o la de Pound a su admiración por Mussolini. Pero sería un acto de justicia poética el que, en el otoño de su vida y el cenit de su gloria, se deslindara de Fidel Castro y pusiera su prestigio al servicio de la libertad, la democracia y los derechos humanos en Cuba. Aunque tal vez sea imposible. Esas cosas inverosímiles sólo pasan en las novelas de García Márquez.

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