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Tiempo para madurar

"Quien no conoce el pasado se condena a repetirlo". De tan llevada y traída, la frase de George Santayana se ha vuelto un lugar común. Pero en el caso específico de nuestra vida política, tal vez no sea ocioso revisar la historia de los dos únicos periodos vagamente similares al que ahora atravesamos, etapas en las que México ensayó, sin mayor suerte, llevar a la práctica la Constitución de 1857. Sobre los paralelos posibles con el segundo de esos periodos (los quince meses de la malograda democracia maderista) se ha escrito mucho, quizá demasiado. En cambio no se ha reparado suficiente en la similitud de este cuatrienio de incipiente práctica democrática (2000-2004) con la experiencia de la República Restaurada (1867-1876). La guía imprescindible es una pequeña obra maestra de literatura polémica, escrita por Daniel Cosío Villegas en 1957 como una vindicación de su solitario credo liberal: La Constitución de 1857 y sus críticos.

Los críticos a los que aludía Cosío Villegas eran dos gigantes del pensamiento político: Justo Sierra y Emilio Rabasa. Aunque el primero formuló sus ideas en los albores del porfiriato (en el periódico La Libertad, hacia 1878) y el segundo publicó las suyas una vez concluido el periodo (en su obra clásica La Constitución y la dictadura) ambos coincidían en achacar a la Constitución de 1857 todos los males políticos de México. Aquel código supuestamente utópico era el responsable de haber establecido un Poder Legislativo poderosísimo y un Ejecutivo débil. Esa ecuación -argumentaban ambos- era insostenible e indeseable, porque paralizaba la marcha de la nación. Ninguno ignoraba el motivo que había impulsado a los constituyentes: atajar para siempre la posibilidad de un caprichoso tirano, un nuevo Santa Anna. Pero Sierra y Rabasa pensaban que el clima de permanente asamblea legislativa que a su juicio prohijaba la Constitución, servía sólo para deliberar, no para ejecutar. "El ejecutivo es la acción, el movimiento", había sentenciado Melchor Ocampo, y el país necesitaba desesperadamente movimiento para ordenar su convulsa y discorde vida interna, para pacificar sus caminos y sus plazas (plagadas, como ahora, de delincuentes y bandidos) y para comenzar, con un atraso de siglos, el camino del progreso material. Esos fueron precisamente los tres movimientos que, a partir de 1876, imprimió Porfirio Díaz a su gobierno: "Paz, orden y progreso". En los tres tuvo un éxito notable, pero los últimos liberales del siglo XIX (refugiados en El Monitor Republicano) y los primeros del XX (desde Flores Magón hasta Madero) pensaron que los costos del viraje (el relegamiento de la Constitución, el respeto puramente formal que se le prestaba, la domesticación de los otros poderes, el ahogo de la libertad política, el desprecio o el cinismo ante la ley y, sobre todo, el poder absoluto en manos de un "hombre necesario") habían dañado el corazón cívico y moral de México, habían retardado su maduración política. A mediados del siglo XX, frente a la hegemonía del PRI (ese porfiriato colectivo), Daniel Cosío Villegas lo creía también.

La historia, en una nuez, es la siguiente. Durante la República Restaurada transitaron dos presidentes a los que no les temblaba la mano para gobernar: Benito Juárez y Sebastián Lerdo de Tejada. El primero pidió y obtuvo, a lo largo de su último quinquenio en el poder, facultades extraordinarias para reprimir las asonadas que seguían siendo frecuentes. El segundo puso en práctica las Leyes de Reforma y encendió en el Occidente de México el primer ensayo de "la Cristiada". Pero para llevar a cabo los planes de progreso material que el país sin duda requería, ambos se encontraron con el obstáculo casi infranqueable del Congreso. De poco servía que los diputados perteneciesen al Partido liberal triunfante (el conservador, como se sabe, había sido desterrado de la arena política). Con frecuencia, el Congreso hacía valer su supremacía al costo de inmovilizar a la nación: postergó urgentes reformas económicas, retrasó dictámenes, revocó concesiones ya otorgadas, se ocupó de lo trascendental y lo nimio, pospuso la discusión de reglamentos imprescindibles para el orden y el progreso. Entre tanto, el mundo occidental seguía su marcha. Estados Unidos llevaba casi treinta años de haber completado la red ferroviaria que conectaba su territorio. México, en 1876, apenas había vinculado la capital con Veracruz y trazado algunos ramales más. Ante tal lentitud, entró en escena Porfirio Díaz y cerró la función por lo siguientes 35 años: gobernó al margen de la Constitución, coartó las libertades y acabó con la división de poderes.

¿Era fatal que ocurriera así? De ninguna manera. México hubiese podido avanzar por la doble vía del progreso material y la libertad política si aquella incipiente democracia hubiese tenido tiempo para madurar. Tiempo es lo que necesitaban Ejecutivo y Legislativo para aprender a convivir. A pesar de las grandes o pequeñas triquiñuelas que muchos ensayaban (Juárez, por ejemplo, casi inventó la alquimia electoral, que luego Porfirio Díaz no necesitó siquiera), el aprendizaje democrático se estaba dando. Lerdo había logrado, por ejemplo, establecer en 1875 el Senado de la República, institución que Juárez había planteado como contrapeso necesario a la omnímoda Cámara de Diputados. Y ésta, por lo demás, mostraba visos crecientes de buen sentido y autolimitación. "El tiempo, la experiencia, y la buena fe de estos hombres -concluía Cosío Villegas- fueron logrando concesiones, muchas de las cuales partieron del mismísimo Congreso". Aquella tensión entre los dos poderes se llevaba a cabo, además, en un clima sin precedente de libertad que todos cuidaban y apreciaban como un valor absoluto. Díaz abortó el proceso. Madero intentó revivirlo y lo logró, admirablemente, por sólo quince meses. Ahora nosotros lo hemos retomado. ¿Sabremos cuidarlo? Muy pronto, en 2006 llegará la primera prueba.

Nuestra situación guarda paralelos interesantes con aquel remoto ensayo de los liberales. La Constitución de 1917 revisó las facultades excesivas del Legislativo y (siguiendo a Rabasa) de hecho las revirtió en favor del Ejecutivo. Pero la fuerza del Congreso actual no reside tanto en sus prerrogativas legales sino en un hecho que probablemente no cambiará en las próximas décadas: la mayoría corresponde a la oposición. Ahora, como en tiempos de Juárez y Lerdo, el país necesita entroncar urgentemente su modesto vagón al tren de la modernidad, pero un sector mayoritario del Congreso ha puesto en entredicho, si no el entronque mismo, sí la forma de hacerlo. Y es que no sólo está en juego el progreso económico sino el factor histórico importantísimo que legó la Revolución Mexicana: la justicia social. Las diferentes posturas y doctrinas sobre estos temas (además de los intereses, a veces legítimos, otras más mezquinos, de los partidos) nos han conducido a un marasmo deliberativo tan penoso y estéril como el de entonces, pero esta circunstancia es absolutamente preferible a cualquier alternativa antidemocrática. En otras palabras: es mejor avanzar con lentitud unos años mientras aprendemos ("con tiempo, experiencia y buena fe") a vivir constitucionalmente, que abortar por tercera vez nuestra vida democrática.

La moraleja de la República Restaurada es sencilla: el Ejecutivo y el Legislativo en México no tienen más opción que encontrar fórmulas leales, legítimas y efectivas de convivencia. Y quienquiera que llegue a la Presidencia tendrá que actuar en el marco estricto de la Constitución: deberá negociar con el Poder Legislativo, preservar la autonomía del Judicial y respetar las libertades políticas.

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03 octubre 2004