Historia mínima de la democracia en México
Algún día se escribirá la historia de la democracia en México. Comenzará por un siglo de fallida prehistoria. Luego del régimen de Madero -ese fugaz y casi onírico ensayo de democracia-, el primer capítulo ocurrió en 1929: por un lado nacía el PRI -como un conciliábulo de generales que se ponían de acuerdo para repartirse el poder-, por otro se lanzaba a la contienda cívica uno de los intelectuales más creativos de América Latina: José Vasconcelos. El PRI (en ese entonces PNR) cometió el primero de sus innumerables y cada vez más sofisticados fraudes, y el filósofo se fue al exilio. El país esperó 10 años para la siguiente oportunidad: 1939, el fin del gobierno de Cárdenas, general humanista apreciable por varios motivos, pero no por sus convicciones democráticas. En ese año nacía el PAN, institución que recogía la tradición liberal democrática de Madero y Vasconcelos, pero que en su vertiente ideológica simpatizaba con el franquismo. En las elecciones de 1940, el general Juan Andrew Almazán, apoyado entre otras fuerzas por el PAN, despertó las esperanzas de la clase media urbana. Su adversario fue el candidato oficial, Manuel Ávila Camacho. A punta de metralleta los priistas robaron urnas y asesinaron votantes. Consumado el fraude, el general salió al exilio.
Entre 1940 y 1968 la palabra democracia casi desapareció del diccionario de México. Fueron los años dorados del sistema político mexicano. Tan milagrosa parecía, en efecto, su ecuación de crecimiento económico con estabilidad y paz que algunos países africanos quisieron copiar la misteriosa fórmula. Sólo el PAN porfiaba en presentar candidatos a alcaldías, senadurías, diputaciones y -en el colmo de la utopía- a la Presidencia de esa extraña monarquía con ropajes republicanos que era México. El sistema, para guardar apariencias, concedía algunas migajas a los panistas. La rebelión estudiantil de 1968 acabó con el sueño: fue, en muchos sentidos, el siguiente capítulo de la democracia en México, un capítulo plebiscitario, libertario, nacido originalmente en ámbitos de izquierda y cuyo trágico desenlace -la matanza de Tlatelolco- vulneró para siempre la legitimidad del sistema. Con todo, la izquierda no reconoció el potencial democrático del movimiento. Era natural: durante casi todo el siglo -no sólo en México, sino en el mundo- la izquierda había luchado a través de las armas, no de las urnas. El propio Pablo González Casanova, que en 1965 había escrito La democracia en México, no profundizó en las alternativas prácticas que abría su libro, sino que derivó hacia esquemas cada vez más abstractos y revolucionarios. La toma de conciencia tuvo que venir de afuera. En 1978 un intelectual liberal, reformador del sistema -Jesús Reyes Heroles- propició el cambio legislativo que abrió la Cámara de Diputados a la oposición de izquierda. Pero las convicciones democráticas tardaron (tardan aún) en arraigar: a principio de los ochenta, la izquierda reanimó sus ímpetus revolucionarios con la guerrilla centroamericana (son los años en que el subcomandante Marcos, un joven de 25 años, ingresa a la sierra de Chiapas). Los viejos conceptos leninistas seguían (siguen, hasta cierto punto) en pie: la democracia era un invento burgués, una incómoda formalidad, una práctica "superestructural", un ejercicio limitado, etcétera.
En esos mismos años, siguiendo la pauta crítica abierta por Daniel Cosío Villegas -el mayor intelectual liberal del siglo XX-, Octavio Paz y un grupo de escritores entre los que destacaba Gabriel Zaid fundaron la revista Plural (1971-1976) y, más tarde, Vuelta (1976-1998). En sus páginas se publicaron ensayos que, por primera vez desde tiempos del fundador del PAN, Manuel Gómez Morín, -y siguiendo el ejemplo español-, proponían para México, no una democracia entendida como justicia social, estado benefactor, economía igualitaria o soberanía popular rousseauneana, sino una democracia sin adjetivos. En mayo de 1985 Paz publicó un ensayo seminal: "PRI: Hora cumplida", y Zaid una profecía puntual que a los 15 años se volvería realidad: "Escenarios sobre el fin del PRI". La democracia se volvía pensable y, en esa misma medida, posible. En lo personal, puedo recordar el origen preciso de la idea. La acuñó Luis González, en una merienda en su casa, el 2 de septiembre de 1982: "ante este desastre, ahora sí lo único que queda es devolver el poder a la gente para que decida: la democracia, pues".
La idea fue desdeñada por el mundo oficial y criticada en ámbitos de izquierda. Había rabia, incomodidad o simple extrañeza ante un concepto ajeno a las categorías de pensamiento habituales. (El director de una revista que entonces era de izquierda me llamó para invitarme a hablar sobre ese "rollo" nuevo: la democracia). Pero para entonces la idea había prendido, no en el mundo de las ideas, sino en la arena política. De pronto, agraviado por la crisis económica del sistema, un contingente de profesionistas en el centro y el norte del país comprendió que el monopolio político del PRI derivaría en una sucesión cada vez más profunda de catástrofes y que la única vía para combatirlo era la militancia democrática de oposición, preferiblemente en el PAN: es la camada de Manuel Clouthier, Francisco Barrio, Santiago Creel y Vicente Fox.
A partir de los años ochenta, el ascenso democrático es pausado pero constante. Los fraudes del PRI provocan escándalos en el país y llegan a las primeras planas internacionales. En 1987, Cuauhtémoc Cárdenas, el hijo del Presidente más popular y querido de México, se atreve a dejar la institución que fundó su padre, y a contender por la Presidencia representando a un amplio frente de izquierda. Una sospechosa "caída del sistema" de cómputo le da la victoria a Carlos Salinas de Gortari. En vez de convocar a una revolución, Cárdenas funda el PRD, la institución de izquierda más seria de nuestro siglo XX. Al hacerlo, desacredita en definitiva la vía de las armas para la izquierda mexicana. Ese cambio de paradigma hace un bien inmenso a la democracia mexicana. Entre 1988 y 1994, Salinas de Gortari "administra" la democracia, es decir, reconoce selectivamente algunas victorias del PAN, pero persigue inmisericorde al PRD (una persecución que dejó un saldo de centenares de perredistas muertos). Con todo, ese maquiavelismo es inútil: desde el fraude de 1986 en Chihuahua, proliferan las organizaciones cívicas (sobre todo de izquierda) y los intelectuales son cada vez más independientes y demócratas. Con su esfuerzo verdaderamente heroico, el doctor Salvador Nava da un impulso enorme a la lucha democrática. A pesar de los indudables éxitos macroeconómicos del régimen, su arcaísmo político lo condena. En el cenit sobreviene el abismo. A principios de 1994, la rebelión zapatista y el asesinato del candidato del PRI -Luis Donaldo Colosio- sellan la suerte de Salinas y, en el fondo, la de su partido. El PRI tiene los días contados.
Ernesto Zedillo lo sabía mejor que nadie. Sería el Presidente de la transición. Desde el arranque de su gobierno, en 1995, decidió quitarle todos los adjetivos a la democracia y tomó dos decisiones históricas: fortalecer definitivamente la autonomía del Instituto Federal Electoral, y abrir de par en par la puerta a libertad de expresión. Los resultados fueron sorprendentes. A lo largo de seis años lo milagroso y excepcional se volvió natural: la renovación de los poderes Ejecutivo y Legislativo a todos los niveles de la administración federal, estatal y local sin incidentes que lamentar. La tendencia era clara: el PRInosaurio estaba herido de muerte, la democracia había prendido, pero faltaba un líder que la catalizara. Llegó un hombre con esa misión: Vicente Fox.
Como si un demiurgo bueno guiara -¡por una vez!- los complejos y a menudo trágicos destinos de México, la elección del pasado 2 de julio fue un prodigio de equilibrio: la Presidencia a Fox, sin mayoría en el Congreso; la gubernatura de la Ciudad de México al PRD, sin mayoría en la Asamblea local de Representantes. Todos tendrán que negociar para gobernar. Luego del remotísimo episodio democrático de la República Restaurada y del breve encore de Madero, ésta es nuestra tercera llamada democrática. Su paternidad es colectiva: la hicimos entre todos: ciudadanos, organizaciones no gubernamentales, partidos, medios y funcionarios responsables, prensa, escritores, artistas... No la dejaremos escapar.
Reforma