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Ideas para el bicentenario

"Los Centenarios son fechas peligrosas para México", decía John Womack, el gran historiador del zapatismo. La observación no debe ser tomada a la ligera. No se trata, por supuesto, de entregarnos al fatalismo numerológico y prepararnos para una nueva revolución. Se trata de planear con prudencia y responsabilidad la doble conmemoración que tendrá lugar en 2010. Se trata de aprovechar la imantación histórica de esa fecha para promover -con obras y actos, no con palabras, lemas publicitarios o prédicas- actitudes que nos permitan seguir construyendo un país democrático, en el marco de un crecimiento económico mayor y una menor injusticia social. Para ello, aventuro algunos criterios.

En primer lugar, separar ambas conmemoraciones. La Independencia con respecto al Imperio Español y la consolidación nacional que poco a poco le siguió son, obviamente, procesos cerrados. Es verdad que la globalización impone a México marcadas dependencias (económicas, financieras, comerciales, culturales) imposibles de evitar, pero esa condición es general para todos los países y trae también aparejadas oportunidades que no hemos sabido o querido aprovechar. Por lo demás, México existe desde 1821, existió décadas antes que nacieran Italia y Alemania, y existirá posiblemente -sin escisiones ni territorios irredentos- mientras subsista en el mundo el Estado-Nación. Por todo ello, la conmemoración de la Independencia debe comprender la organización de un conjunto de actividades que propicien la valoración de nuestra condición nacional y la reflexión de cómo enriquecerla, con madurez y sin demagogia patriotera. Diversas entidades públicas (federales, estatales, locales) e instituciones de toda índole trabajan ya en estos proyectos, pero sería conveniente que el criterio rector de todas ellas fuese el de la perdurabilidad, no el del lucimiento. Es importante hacer obras que permanezcan, obras sobre las que un futuro mexicano de mitad del siglo XXI pueda decir: "Se hizo en el 2010".

Una de esas obras tangibles es el Archivo General de la Nación. Los historiadores profesionales disienten entre sí sobre la condición material del edificio que desde hace unas décadas lo aloja: la antigua penitenciaría de Lecumberri. Sería deseable que la Comisión del Bicentenario examinara el caso con dictámenes técnicos de expertos en archivonomía pero también en ingeniería civil, hidráulica y sísmica. Al mismo tiempo, debería proyectarse una reactivación completa del AGN sobre las pautas de su homólogo en Estados Unidos. La visita a los National Archives en Washington es, para los niños y jóvenes, una aventura de descubrimiento, curiosidad y sentido de pertenencia que puede replicarse en México. Si el esfuerzo se acompaña de buen material impreso y audiovisual, y se traduce de manera imaginativa al Internet (con páginas interactivas, videojuegos, etc...), la conmemoración de la Independencia puede volverse una experiencia integradora.

Por contraste, la Revolución de 1910 es, en varios sentidos, un proceso abierto. La democracia que buscaba Madero es una obra en construcción que estuvo a punto de desplomarse en 2006 y que no puede aún considerarse sólida y definitiva. Los ideales de justicia social para los desprotegidos parecen ahora tan remotos como en 1917, cuando se redactó la Constitución agrarista y obrerista que -con mil enmiendas- aún nos rige.
El artículo 27 que otorga a la Nación el dominio original sobre el suelo y el subsuelo, se ha desvirtuado cruelmente por los sucesivos gobiernos y sus burocracias políticas y sindicales que, de manera corrupta e improductiva, han reexpropiado para su provecho privado bienes que desde 1938, supuestamente, nos pertenecen a todos. La educación, ese otro ideal revolucionario, ha sufrido también una penosa desfiguración. Si todo esto ha ocurrido en estos cien años, y si a pesar de los avances institucionales México sigue empantanado en una condición de subdesarrollo, ¿cómo debemos conmemorar, en definitiva, la Revolución de 1910?

Por mi parte, no tengo dudas: sometiéndola a un intenso debate nacional. ¿Qué es vigente de aquel movimiento y qué no lo es? ¿Cómo traducir los ideales de 1917 a las realidades del 2010? ¿Qué ha fallado y por qué? ¿Dónde comienza la mitología y dónde la verdad histórica? ¿Por qué no hemos construido ni un 1% más de ferrocarriles de los que construyó don Porfirio? ¿Por qué falló la Reforma Agraria? ¿Por qué se corporativizó a tal grado el sindicalismo? ¿Cuál es, en definitiva, la salida histórica de México? Existen ahora suficientes ciudadanos que tienen opiniones sensatas e informadas sobre éstos y otros temas. Hay que debatir sobre ellos en los medios impresos y electrónicos, debatir en las escuelas y universidades, debatir en el Internet. El debate respetuoso, racional, sustentado, puede revelarnos qué aspectos (instituciones, paradigmas) de nuestra historia contemporánea merecen conservarse y qué otros requieren cambios profundos. Debidamente planeados con formatos ágiles y modernos, esos debates serían en sí mismos una cátedra perdurable de crítica, civilidad y tolerancia. Y serían también el mejor preludio para las elecciones del 2012 que deberán consolidar a México, ya para siempre, como un país que toma en serio la ley y la democracia.

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