Mapamundi

Según el evangelio sociológico de Max Weber, las sociedades humanas han conocido tres tipos de dominación legítima: la carismática, la tradicional y la legal. ¿Cuál es la situación respectiva de las tres en el inestable mapamundi de nuestro tiempo?

Comencemos por el ámbito más cercano: Latinoamérica. Luego del hundimiento del orden tradicional español que por tres siglos dominó sus territorios de ultramar sin mayor riesgo ni desafío violento a su legitimidad, el continente estalló, como se sabe, en una serie infinita de pequeños dominios, sobre los cuales imperaba esa casta inagotable de reyezuelos: los caudillos.

En su obra Posdata, Octavio Paz relaciona esta especie (que, esperemos, está en franca extinción) con la tradición hispanoárabe: la del jeque de los desiertos.

Cualquiera que haya sido su origen, esta casta se levantó con los reinos y provincias del antiguo imperio español. Además de sus propias características carismáticas, los caudillos hispanoamericanos llámense dictadores, tiranos, jefes, generales, señores presidentes, altezas serenísimas, etc..  tenían un rasgo clave: reclamaban para sí al menos una forma de legitimidad legal.

Muy pocos gobernaban con la fuerza pura. Muchos buscaban cuidar las formas y hasta convocaban a elecciones previamente arregladas para justificar su permanencia en el poder. Otros, quizá la mayoría, argumentaban que su régimen era una especie de paréntesis catalizador de modernidad: el retraso económico y social de sus pueblos hacía necesaria la dictadura para poder avanzar; ya habría tiempo de poner en práctica las normas racionales, legales y democráticas de poder.

La estampa típica, repetida mil veces desde Patagonia hasta Guatemala (México, como veremos, es otra historia) era la siguiente: un militar toma las armas, orquesta un golpe de Estado, promete el progreso y la civilización, impera con poder absoluto como si el país fuese su propiedad privada, hasta que otro émulo, más carismático que él, lo releva repitiendo el ciclo.

Quizá el prototipo de esta forma latinoamericana de caudillaje haya sido Perón. Con un añadido importante en su caso, que lo hace distinto de los dictadores del siglo XIX: la demagogia populista. Perón era una especie de Mussolini de las Pampas. En los intersticios de esta historia, hubo siempre breves capítulos democráticos. Algunos países del continente han sido más propensos al poder personal que otros (los centroamericanos, señaladamente). Otros más, como Chile, Uruguay y, en menor medida, Venezuela, han conocido mayores espacios democráticos.

Esta persistencia a través de la historia latinoamericana explica en parte la bendición que vivimos ahora y que acaso se vuelva, si no permanente, sí al menos predominante.

Para adoptar el sistema democrático, nuestros países no han tenido que importar o casi que inventar (como la Rusia actual) la legitimidad legal. La conocían no sólo como un ideal impreso en todas las constituciones, aun las de los países más caóticos como Haití, sino como una práctica intermitente.

Latinoamérica no nació predestinada para la democracia como Inglaterra o los Estados Unidos; no accedió a ella de modo violento a partir de grandes teorías sobre la Libertad, Igualdad y Fraternidad como Francia. Llega a esa forma moderna de legitimidad después de recorrer un camino muy largo y azaroso pero con una experiencia histórica concreta de lo que ese orden significa. Esa marca de origen es la mayor gloria del padre de la legitimidad legal en Hispanoamérica, el carismático libertador que, tentado por todos, nunca aceptó ceñirse una corona y después de legislar a diestra y siniestra constituciones perfectas e ideales, murió pensando que la América Latina era ingobernable: Simón Bolívar.

Si su espíritu nos visitara ahora, modificaría su frase: no he arado en el mar. Demos ahora un salto sobre el Atlántico. No nos detengamos demasiado en África para no deprimirnos. Por triste que parezca, con pocas excepciones, las raíces tribales de aquel continente, la erosión de su hábitat y el retraso milenario de muchos de sus países no auguran un futuro ya no digamos democrático sino simplemente viable. No nos detengamos tampoco en Europa Occidental, donde a pesar del nazismo de antes y su repugnante caricatura actual, la legitimidad democrática parece suficientemente firme.

Así como es difícil prever una vida parlamentaria normal en Sudán donde, como en otras zonas de Arica del Norte, hay profundas tensiones raciales y religiosas así también parece impensable que un líder carismático desquicie la democracia inglesa o un nuevo Napoleón sea coronado en Notre Dame. La historia no pasa en balde. Concentrémonos, por un instante, en esas nuevas e inestables repúblicas que sorprendentemente surgieron en el mapa de Europa Oriental tras la antigua "cortina de hierro", los países que nacieron o renacieron al desmoronarse el imperio soviético.

La antigua legitimidad tradicional (la que provenía de la ideología marxista leninista) se ha vuelto inhabitable, pero en muchos de estos países (con excepción de los más propiamente europeos, como los checos, eslovacos, polacos) la legitimidad legal y democrática, por más deseable que parezca, es una abstracción, una teoría sin anclaje real en la experiencia. Estos pueblos, en particular los rusos, son los verdaderos perdedores del siglo XX, no sólo en el sentido económico, político o militar, sino en el sentido histórico: perdieron el tiempo del siglo, lo vivieron en la hibernación (como Cuba, desde hace cuando menos dos décadas) y al despertar se encuentran con que trágicamente han perdido algo más: la memoria.

Si alguna vez supieron lo que era la libertad y el mercado, lo han olvidado. Ahora tienen que inventarlo todo. No es casual que en semejante estado de desorientación histórica, ante el vacío que dejó la legitimidad tradicional y sin un concepto claro de lo que significa la legitimidad legal, en estos países surjan los líderes carismáticos. El precedente latinoamericano encierra una amarga lección para esos países: al hundimiento del orden sigue el caos, la desintegración, los hombres fuertes y sus feudos.

En el siglo XXI veremos quizá un resurgimiento del caudillismo, pero no en nuestro subcontinente sino en las estepas orientales. El crecimiento demográfico de la población musulmana subrayará aún más esa tendencia. Nuevos jeques se levantarán quizá con algunos de los reinos que fueron, alguna vez, parte de la Unión Soviética. El paso del mundo árabe a la democracia es, todavía, una moneda en el aire. ¿Lograrán los árabes, cuya civilización fue la proa de la modernidad durante la Edad Media, retener sus identidades cruzadas nacionales y religiosas y, al mismo tiempo, acceder al orden democrático?

Mucho dependerá de la sabiduría de sus caudillos actuales. Otro tanto de la rapidez con que se desmonte una bomba de tiempo milenario: la tragedia palestino israelí. Si Israel una democracia, pero no sin riesgos carismáticos y tradicionalistas logra la paz definitiva con sus vecinos, el futuro podrá ser legal y racional.

Lo más probable, sin embargo, es que las fuerzas históricas profundas prevalezcan: entonces surgirán uno, dos, varios homólogos de Sadam Hussein. Asidos, en el fondo, a su legitimidad política tradicional a pesar de haber adoptado muchas formas occidentales, los países del Oriente son ya los triunfadores del siglo XX y tal vez lo sean del XXI. La vertiginosa modernización económica de China, la cultura madre, permitirá un tránsito suave a la adopción de esas formas occidentales, a la manera de Japón.

A pesar del fanático paréntesis del maoísmo, una especie de antiquísima vacuna histórica ha inoculado a esos pueblos contra los extremos, la ideología y el carisma. Una cohesión a veces incomprensible a los ojos occidentales, mantiene creativo al cuerpo social y político de esas sociedades. Su hazaña ha sido una paradoja zen: el cambio sin cambiar. Este recorrido a vuela pluma ha dejado fuera a varios países y zonas. A la India, por ejemplo, país cuya situación histórica tensión entre lo tradicional y lo moderno guarda paralelos con México.

No ha tocado a los Estados Unidos porque presupone que seguirán siendo la democracia que han sido desde su origen. El caso de Cuba es tan excepcional como su condición de isla: un poder populista carismático, típicamente latinoamericano, pero montado sobre una legitimidad tradicional quebrada el marxismo y enemigo jurado de la legitimidad legal.

Queda también al margen nuestro propio país, "polo excéntrico de Occidente", como lo ha llamado Paz.

¿Cuál ha sido, entre nosotros, la ecuación entre carisma, tradición y legalidad? ¿Cuál es la situación actual de esas tres fuentes de legitimidad? ¿Cuál es el horizonte para el año crucial de 1994?

Como decían las radionovelas... no se pierda el siguiente episodio de la serie.

El Norte

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31 enero 1993