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Las tres legitimidades

¿Qué títulos tiene el que manda para poder mandar? La respuesta a esta pregunta cardinal se resume en una palabra: legitimidad. En todo tiempo y lugar, la legitimidad ha sido la clave maestra del poder. En nuestros días sigue siéndolo: quien la tiene posee la única bendición inicial no suficiente pero sí imprescindible-, para ejercer el mando; quien no la tiene, oculta una mancha de origen. Como en las tragedias de Shakespeare, el gobernante legítimo duerme de modo apacible; los sueños de un usurpador, en cambio, están poblados de fantasmas.

A principio de siglo, el sociólogo alemán Max Weber distinguió tres tipos de legitimidad: la carismática, la tradicional y la legal. La primera se basa en el poder irracional, incontrastado, inmediato de un individuo. Debido a sus dotes personales -su fuerza física, su atractivo- un hombre destaca sobre los demás y se erige en guía.

El segundo tipo de legitimidad, más institucional desde luego que la primera, se asienta sobre los usos y costumbres sancionados por el tiempo. La tercera legitimidad, la legitimidad legal o racional, es la más moderna y sólo reconoce una fuente de poder: la que emana de las leyes y los procesos democráticos. Sobre el primer tipo de dominación legítima los mejores ejemplos ilustrativos están en la literatura.

Todos los regímenes caudillescos de América Latina durante el siglo XIX y parte del XX corresponden a él. El hundimiento del orden español fue la causa primordial para que en nuestros países, desde México hasta la Patagonia, surgiera esa plaga de hombres fuertes, dueños de vidas y haciendas, que fueron los caudillos. Muchas novelas han recogido las luces y sombras de esos tiempos, notablemente Facundo, del argentino Sarmiento y Tirano Banderas, de Valle Inclán.

Pero paradójicamente, fue un célebre escritor polaco-inglés, Joseph Conrad, quien mejor percibió este fenómeno de dominación carismática en el mundo latinoamericano.

Conrad, como se sabe, era un escritor marinero. Le bastaron unas cuantas semanas en algún puerto de Colombia para absorber la esencia del liderazgo carismático en América Latina y escribir su obra maestra: Nostromo. Rosas, Quiroga, Santa Anna, Páez, y toda la larga sucesión de caudillos latinoamericanos, están retratados en aquel personaje de raíces italianas que, a la manera de un nuevo condottiero en tierras americanas, impone su capricho como única ley.

La legitimidad tradicional es la fuente específica de las monarquías. No era el voto del pueblo el que otorgaba la gracia del poder, ni el imán personal, excepcional, de un caudillo carismático lo que llevaba a los hombres al trono y los mantenía en él por generaciones y siglos: era la sanción inmemorial que proviene de Dios.

La milenaria supervivencia de las familias monárquicas europeas, como la de los Habsburgo, se explica a través de este tipo de legitimidad. También las prolongadas dominaciones de las dinastías chinas, las generaciones imperiales de tiempos bíblicos o el poder de los Tlatoanis aztecas. Aun en tiempos en que el origen divino de los reyes se puso en duda (como ocurrió en Inglaterra a partir del siglo XVII) la legitimidad tradicional siguió jugando un papel fundamental: a pesar del regicidio de Carlos I a mediados del siglo XVII, los monarcas ingleses siguieron conservando su poder hasta entrado el siglo XIX.

De hecho, en términos históricos, puede decirse que el ocaso de la dominación tradicional en Occidente es un fenómeno relativamente nuevo: comenzó con la Revolución Francesa. En Inglaterra la legitimidad racional (por ejemplo, el límite al poder del rey) se entrelazó desde el siglo XIII con la legitimidad tradicional (de ahí la sabiduría política de aquel país que desde hace tres siglos fue ajeno a las revoluciones), pero en Europa este fenómeno tardó varios siglos en nacer y arraigarse.

Durante el siglo XIX, en el apogeo del liberalismo, esta legitimidad comenzó a prevalecer y en un momento parecía que sepultaría por entero a las otras dos fuentes de poder. No fue así. Las ambiciones personales y el peso de las tradiciones no son hechos transitorios de la existencia histórica, son inercias tan firmes como las montañas.

Durante la segunda mitad del siglo XIX y, más pronunciadamente, en el XX, la legitimidad carismática y la tradicional recuperaron terreno. Hitler y Mussolini fueron los ejemplos de la primera. El régimen ideológico-burocrático de la Unión Soviética fue la representación extrema de la segunda.

Esta recurrencia de dos antiguas legitimidades en el siglo XX tuvo, como todos sabemos, consecuencias desastrosas. Los peores tiranos de la antigüedad tenían limitaciones históricas de las que, por supuesto, no eran conscientes pero que salvaron del holocausto a una parte de la humanidad: no poseían armas de destrucción como las del siglo XX. El poder carismático de Hitler, aunado al poderío militar y económico alemán, condujo a la Segunda Guerra Mundial y a un sacrificio sin precedentes de vidas humanas.

El poder de Stalin no era carismático. Paradójicamente, su dominación se arraigaba en el tradicional autoritarismo del régimen que los bolcheviques habían derrocado -el zarismo- pero agregando a él variantes ominosas: la justificación de una ideología revolucionaria (el marxismo-leninismo) que reclamaba para sí el monopolio de la verdad, la moral y la historia, una caricatura de religión que en la guerra o los campos de concentración llevó a la hoguera a decenas de millones de hombres.

El milagro de mitad del siglo fue la derrota de la legitimidad carismática nazi y fascista. El milagro de nuestro fin de siglo ha sido la derrota de la legitimidad revolucionaria tradicional. La mayor esperanza de nuestro tiempo es la consolidación de la legitimidad legal en todo el planeta. ¿Será posible que en el siglo XXI hayan desaparecido por entero las otras dos legitimidades? ¿Cuál es la situación de estas tres fuentes de legitimidad en México? En próximos artículos ofreceré al lector mis puntos de vista sobre estos temas.

El Norte

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