Mejorar el formato
Para José K., en sus 87.
Tal como están, los debates funcionan mal. Son largos, tediosos, rígidos, solemnes. Pero es tal su importancia para la democracia, que no podemos darnos el lujo de mantenerlos como están. Si superamos la alquimia electoral con las elecciones limpias, podemos hacer lo mismo con los debates: pasar del acartonamiento a la vivacidad. Aventuro algunas ideas para mejorarlos.
La primera es políticamente incorrecta: suprimir o modificar la participación de los candidatos de partidos pequeños. Todo el mundo sabe que no tienen ninguna posibilidad de triunfar, de modo que sus declaraciones y propuestas (aunque sean buenas) suenan huecas y representan una pérdida de tiempo para el efecto que importa: decidir quién debe ser el futuro gobernante. El problema no es de principios o de equidad sino de realismo y eficacia. En Francia o Estados Unidos, quienes acuden a los debates son los candidatos que tienen posibilidades reales de ganar, no los que tienen una presencia simbólica. Ross Perot participó hace unos años en un debate no porque tuviera derecho sino porque su proporción en el pastel electoral lo ameritaba. En cambio Ralph Nader no participó en los debates más recientes. Para los candidatos de los partidos pequeños podría discurrirse la celebración, muy publicitada, de un debate paralelo, y si de él se desprende un ascenso sustancial en la aceptación pública, abrirle un espacio en el debate mayor.
El IFE o los partidos en su conjunto deben dedicar recursos a comprar tiempo con el objeto de que los debates se vean en los principales canales de televisión. No es razonable que compitan con los deportes o las telenovelas. No es mucho pedir: de dos a cuatro horas, en horario estelar, cada seis años.
El escenario actual es neutro. Habría que utilizar uno más atractivo, como un auditorio con un público universitario que acepte de antemano las reglas del juego: silencio, atención, respeto. Tal vez este formato convendría más al género del "predebate", correspondiente a las elecciones primarias en cada partido. Pero pienso que funcionaría también para el debate final.
Alguien debe imaginar también una labor más útil para la supuesta "moderadora", que en realidad no es más que una gentil presentadora. Si ese papel lo cumpliera un periodista reconocido, quizá podría tener un papel más activo.
La polémica debe ser más libre, para lo cual necesita tiempo. Si los partidos pequeños hubiesen permanecido al margen o tenido su propio debate, el espacio se podría haber utilizado para que el votante atestiguara intercambios continuos, sustanciales, verdaderos. Con más tiempo para la discusión y la polémica, los candidatos no podrían llevar (como fue el caso) todas sus réplicas programadas. Hubiesen tenido que responder con más espontaneidad.
Una última sugerencia para los medios: tomar ellos mismos la iniciativa de organizar debates, y hacerlo mucho antes de los períodos electorales. Debates abiertos, libres, sobre temas específicos, con presencia de expertos y público plural, en foros creativos y diversos, y con la participación de precandidatos. El experimento no sólo sería divertido e instructivo, sino muy útil para los propios partidos. De haberse llevado a cabo a mediados del 2005 con los varios precandidatos que entonces aparecían en la pasarela, hay cuando menos un partido que hubiese hecho una elección distinta.
Los debates no sólo sirven para dirimir ideas. Las ideas se examinan mejor por escrito. Los debates sirven sobre todo para calibrar a los candidatos: su orden mental, su habilidad para comunicar, su temple, su carácter, su carisma (o falta de él), su velocidad de respuesta, su lenguaje corporal, su capacidad de tolerancia, su buen o mal humor. Muchas desgracias nacionales se hubieran evitado si los electores (cautivos durante tantas décadas) hubieran podido conocer a sus gobernantes antes de que fuera demasiado tarde. Ahora las cosas han cambiado, pero no conocemos de modo suficiente la sicología de los candidatos, porque sólo los vemos en sus actos de campaña, en conferencias de prensa (controladas) y en entrevistas muy útiles, pero en las cuales pueden darse lujos que en una democracia moderna serían inimaginables (como los de no contestar preguntas).
A pesar de las evidentes limitaciones del formato, el público mostró cierto interés en el debate del martes pasado. Poco a poco está descubriendo que los mandatarios no son los dueños del poder ni sus místicas encarnaciones, sino servidores que contratamos por tiempo determinado y que deben estar sujetos siempre a la crítica y el escrutinio. El público merece un mejor diseño en el debate. El 2012 está muy lejos pero vale la pena comenzar a prepararlo.
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